John Huston, virtuoso del fracaso

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John Huston by Fred Mott

Se retorna a las fuentes primeras. Se vuelve buscando el oráculo sabio, el amor juvenil, ese instante de fugaz felicidad enredado en los recuerdos de una tarde. Se retorna ahora a John Huston, buscando respuestas sobre un cine contemporáneo que poco a poco ha ido desdibujándose, repitiéndose, perdiendo el rumbo en una manigua de violencia, intereses comerciales rampantes y crónica falta de ideas. Se vuelve al maestro John Huston en un retorno que, sin embargo, durante su ausencia, realmente nunca ha dejado de producirse. A las orillas de su memoria se han acercado, sedientos, el Scorsese más urbano, el Jim Jarmusch económico en recursos, la teatralidad de los Coen y el Tarantino de ese humor negro, negrísimo. Omnipresente y ya eterno, John Huston continúa influyendo con su obra sobre camadas de cineastas que crecieron bajo su sombra y aun a aquellos que sólo supieron de él cuando ya su reino no era de este mundo.

Teóricos del cine -que los hay en bastante número y de irregular pelambre- dicen que Huston no fue ningún autor. Que en su obra no hay rasgos comunes, y a la vez distintivos, que hagan de su cine una unidad formal o temática. Que no es posible reconocer a Huston tras las imágenes de sus filmes, tanto como sí es posible reconocer a Truffaut por la ternura y las mujeres, a Woody Allen por la neurosis neoyorquina o a Ford por el Monument Valley y por John Wayne. Que sus películas son tan irregulares que fueron más las catástrofes que los aciertos. Y en últimas, que John Huston fue un tipo con más suerte que talento y que considerarlo un maestro es más una concesión nostálgica de cinéfilos otoñales, antes que el resultado de una reflexión veraz sobre la calidad de su obra.

Los críticos viven de la crítica, pero a Huston lo que dijeran de él nunca le importó, desde cuando era un guionista pobre que tocaba puertas con sus historias bajo el brazo, hasta sus momentos de gloria años después, cuando tuvo a las más indomables estrellas de Hollywood bajo esa misma extremidad.

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Arthur Miller y John Huston

Su independencia -creativa, temática, personal- le permitió hacer oídos sordos a críticos y periodistas, que se solazaban con sus desastres de taquilla, y asimismo le permitió poner distancia entre sus motivos como artista y las aspiraciones económicas de grandes compañías productoras. Fue por eso un outsider, un rebelde con muchas causas, que perdió batallas una y otra vez, pero que luchó por su visión personal del cine hasta que sus pulmones enfisematosos se dieron por vencidos a los 81 años de una intensa y azarosa vida en la que fue actor de vodevil y de teatro, apostador, boxeador, pintor, jinete, cazador, escritor, sargento de la caballería mexicana y reportero. Sin mencionar que dirigió casi cuarenta largometrajes.

Viviendo como Ernest Hemingway y haciendo cine como Orson Welles-, Huston, sin embargo, no fue nunca la copia ni del uno ni del otro. Hijo del actor Walter Huston y de una periodista neoyorquina, John Marcellus creció en un hogar en disolución, recorriendo caminos polvorientos con el grupo de variedades de su padre y visitando casinos e hipódromos con su madre, jugadora crónica. Semejante fusión lo llevó a una juventud disipada y de dudoso norte, que lo condujo al boxeo como peso ligero, a México como soldado de la caballería y a Hollywood como escritor, con una breve y fallida escala en el teatro. Al cine arribó con muchos sueños y con la arrogancia que da la juventud: lo que no sabía era que un guionista de veinticuatro años y sin ninguna experiencia, que se presentara ante Samuel Goldwyn con una adaptación de La montaña mágica, tenía pocas posibilidades de éxito. John no fue la excepción.

Brothers in Arms: Hemingway y Huston

Brothers in Arms: Hemingway y Huston

Gracias a su padre, a la sazón ya actor de cine, Huston conoció a Carl Laemmle y en su compañía, la Universal Pictures, logró el primer crédito como guionista en A House Divided (1932) de William Wyler. Allí escribió diálogos para otros dos filmes, pero lo sedujo una oferta de la Gaumont-British para trabajar como guionista en Londres. Al otro lado del Atlántico el éxito le fue esquivo, ninguno de sus proyectos vio la luz y eso que por poco logra que Hitchcock, interesado en uno de sus textos, lo filmara. Pero Michael Balcon, jefe del estudio, rechazó la historia. (¡Hay que ver la unión que nos perdimos!).

Sin trabajo y con hambre, pidió limosna como cantante callejero y luego se fue a París, para estudiar arte y hacer retratos a los turistas. Con lo ahorrado, volvió a Estados Unidos y gracias a su madre consiguió trabajo como reportero en Nueva York. Por supuesto, por breve lapso. Más tarde probó suerte en el teatro, esta vez con resultados sólidos en una compañía de Chicago. Luego fue llamado por la Warner, y de nuevo para Wyler hizo los retoques finales al guión de Jezebel (1938) y, para Anatole Litvak, The Amazing Dr. Clitterhouse (1938). Con un estilo más sólido, elaboró dos guiones para William Dieterle, uno para Raoul Walsh –High Sierra (1941)- y otro para Howard Hawks, Sergeant York (1941). Pero era ya hora de empezar a dirigir sus propias películas.

Usualmente a la opera prima de un director se le disculpan las fallas derivadas de su inexperiencia y de las presumibles carencias técnicas y económicas, y esa obra es recordada con un cariño más anecdótico que derivado de su calidad. John Huston, ignorante de esto e imprevisible como siempre, dirige ese mismo año -quién lo creyera- El halcón maltés. Había, sin saberlo, dado inicio al film noir. Había, sin darse cuenta, entrado ya a la historia del cine.

Toca otra vez, viejo perdedor…

Ah… después de todo, el crimen es una forma bastante bastarda del empeño humano.
-Emmerich, personaje de The Asphalt Jungle

El halcón maltés, la novela de Dashiell Hammett, ya había sido llevada al cine en dos oportunidades por la Warner, dirigida en primera instancia por Roy Del Ruth y en la segunda ocasión por William Dieterle, con el curioso nombre de Satan Met a Lady (1936). Huston sintió que no se había hecho justicia con esa obra y se propuso disectar el texto escena por escena y así pasarlo a la pantalla. Aunque no cumplió este objetivo, la cinta es, por sus propios méritos, un clásico absoluto del género.

Bogart, Lorre, Astor y Greenstreet en El halcón maltés (1941)

Bogart, Lorre, Astor y Greenstreet en El halcón maltés (1941)

Para interpretar al duro detective Sam Spade, la Warner quería a George Raft, pero éste no quiso estar en manos de un novato y fue llamado entonces el protagonista de High Sierra a escena. Y fue como magia: El halcón maltés convirtió a Humphrey Bogart en una estrella y definió a partir de ahí el tono indolente y distante de sus trágicos personajes ulteriores, esos hombres de mirada glacial, pensamiento impenetrable y razones no muy claras, y que directores como Michael Curtiz, Nicholas Ray o Howard Hawks llevaron a la pantalla, haciéndolo imprescindible e inmortal.

A la participación de Bogart sumemos el trabajo de un excelente reparto, con Mary Astor, Sidney Greenstreet y Peter Lorre en magnífica forma; añadamos los diálogos cortantes y precisos de Huston, la atmósfera de oscuro desencanto que fotografió Arthur Edeson y la mística -el material del que están hechos los sueños-, y he aquí que, casi sin presentirlo, una obra maestra nacía.

Peter Lorre y Humphrey Bogart en El halcón maltés (1941)

Peter Lorre y Humphrey Bogart en El halcón maltés (1941)

En El halcón maltés está ya todo el cine de John Huston: a lo largo de su obra posterior se deslizan los mismos elementos que ya aquí gravitaban, unos -obviamente- más evidentes que otros. Sería extenso puntualizar lo que esta película representó para el film noir y referir la serie de imitaciones que se derivaron a partir de ella, pero para el cine de Huston es el punto de partida de sus preocupaciones recurrentes.

Es hora de mencionar aquí que no es posible encontrar un hilo temático común en los treinta y seis filmes restantes de este director: en su obra hubo espacio para el drama, para la sátira, para las películas de aventuras, para la introspección psicológica, los espías, la historia, la música, la biografía, y hasta para los relatos del Viejo Testamento. En Huston no hay tramas de reiteración evidente: lo que se encuentra es una actitud persistente y un comportamiento común de sus personajes. Esta conducta siempre termina por ejemplificar algo que Huston se esmeró en mostrar: las vicisitudes de la empresa criminal.

Bette Davis en In This Our Life (1942)

Bette Davis en In This Our Life (1942)

Al director le preocupaban los motivos que yacen bajo el crimen, el entramado de ambición, egoísmo, avaricia y maldad que mueve al ser humano a sacar a flote sus instintos primarios, su ancestro animal encerrado en siglos de culturización: las impenetrables raíces del mal, que lo contamina todo, bacteria invisible que infecta nuestro confiado existir. Huston se solaza en los malos, en el bajo mundo no siempre aparente a simple vista: es Stanley (Bette Davis) en In This Our Life (1942) disfrazada de señora bien, es Dobbs (Bogart) consumido por la codicia en El tesoro de la Sierra Madre (1948), es el mafioso Johnny Rocco (Edward G. Robinson) atrapado por el vendaval en un hotel de Cayo Largo (1948), es la malhadada pandilla de The Asphalt Jungle (1950), son los alemanes de La reina africana (1952), son los cuatro infelices de Beat the Devil (1954), los falsos profetas de Wise Blood (1980), la pareja que dice ser los progenitores de Annie (1982) y todos aquellos que asomaron la cabeza en La noche de la iguana (1964), The Mackintosh Man (1973) y Bajo el volcán (1984).

En diferentes ropajes y bajo distintos motivos, todos representan la organización criminal, esa que también -para nuestro desconcierto- tiene reglas, códigos, una propia escala de valores. Es más, hay cierta ternura en la mirada de Huston hacia el mal: aquí los criminales tienen familia, hijos enfermos, amores que los esperan en casa. Claro, todos estos elementos encajan dentro de las características del fim noir y algunas de sus películas representan con claridad este género, como Across the Pacific (1942), Cayo Largo y The Asphalt Jungle. Pero Huston por lo general despojó a sus personajes del cliché de espías de gabán oscuro y callejón ídem, y los llevó a la calle, los vistió de blanco, los hizo respetables, de algunos hizo mofa, pero a ninguno lo mostró inofensivo.

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Para decirlo en otras palabras: mientras Alfred Hitchcock muestra al crimen en acción, Huston analiza sus motivos. Es más, en Hitchcock muchas veces no hay motivos, todo es un MacGuffin, un truco falso que echa a rodar la película. La empresa criminal de Huston tiene propósitos concretos y reales: un halcón tachonado de joyas, un tesoro, el botín de una caja fuerte, uranio, un reino, un cheque con muchos ceros, la libertad, una vida, un alma. Pero las intenciones de sus personajes se estrellan contra el otro elemento que permea su obra entera y que es ante todo una actitud, fácil de trazar cinta por cinta: aquí la ambición se derrumba al impactar de frente con el muro del fracaso.

Huston y los trabajos perdidos

De nada vale esforzarse en tan viejas hazañas, / ni alzar el gozo hasta las más altas cimas de la ola, / ni vigilar los signos que anuncian la muda invasión / nocturna y sideral que reina sobre las extensiones. / De nada vale. / Todo torna a su sitio usado y pobre / y un silencio juicioso se extiende, polvoso y denso, / sobre cada cosa, sobre cada impulso / que viene a morir contra la cerrada coraza de los días.

De nada vale luchar, como dice este poema de Mutis, si ya el destino ha jugado las cartas. Y en el universo de John Huston, las cartas siempre están marcadas. No hay ganadores, sólo perdedores. La sombra del fracaso los envuelve y termina por cegarlos. Y no creemos que el fracaso sea acá punitivo-“te fue mal porque eres malo”-, pues la mirada de este director carece de propósitos morales, sino que es más bien una actitud vital, diríamos casi una filosofía: los gambusinos de El tesoro de la Sierra Madre no van a disfrutar ese oro, el plan perfecto de The Asphalt Jungle tiene grietas, los aventureros de El hombre que sería rey (1976) tendrán sólo una gloria efímera.

Bogart y Tim Holt en El tesoro de la Sierra Madre (1948)

Bogart y Tim Holt en El tesoro de la Sierra Madre (1948)

Huston se encarga de mostrarnos que en la vida real no hay felicidad absoluta y duradera, que la derrota está ahí acechando ante un error, una flaqueza, un pequeño tropiezo. Sus personajes, y esto es curioso, parecen saber que ese es su destino y no se enfrentan a él, prefieren asumir su negro futuro como algo inevitable e inmutable. Por eso tienen esa aura trágica, esa resignación de hecho cumplido, de desastre a punto de ocurrir.

Miren a Doc Riedenschneider (Sam Jaffe) en The Asphalt Jungle cuando, en vez de seguir huyendo, prefiere disfrutar sus últimos minutos de libertad viendo bailar a una adolescente en una cafetería. Miren la actitud flemática y de abandono que muestran Gutman (Greenstreet) y Joel Cairo (Lorre) cuando comprenden que El halcón maltés están sólo un pajarraco de mal agüero y ningún valor. Pero el punto de vista de Huston no es necesariamente pesimista; ante todo es de un absoluto realismo que apunta a lo veraz, mostrándonos unos hechos que en condiciones normales -las de la vida real- difícilmente habrían tenido un desenlace distinto.

La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, 1950)

La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, 1950)

Que otros especulen con falsos milagros e improbables actos de valor y sacrificio: lo de él es lo que ocurre cuando no hay intervención divina, cuando dependemos de nuestras decisiones y nuestros actos. Somos falibles, somos frágiles, parece decirnos. Él incluso falló y muchas veces, en el plano personal y en el cine, con cosas infames como La Biblia (1966), Fobia (1980) o Fuga a la victoria (1981), con el rey Pelé en un campo de concentración alemán.

En la actitud proclive hacia el fracaso coinciden los criminales y los héroes del cine de Huston. Sus personajes protagónicos son el epítome del hombre individualista, del self made man que nunca necesitó a nadie y que sólo reconoce a otro ser humano cuando su propia imagen se refleja en un espejo. Adoloridos, sin paz, con las heridas de un pasado incómodo aún sangrando, los héroes de Huston, sea Sam Spade de El halcón maltés, McCloud (Bogart) en Cayo Largo, Ahab (Gregory Peck) en Moby Dick (1956) o Allison (Robert Mitchum) en Heaven Knows, Mr. Allison (1957), son seres atormentados, víctimas de más de un desengaño moral, en busca de una felicidad esquiva que no avizoran y soportando el peso de una enorme soledad que no se atreven a confesar.

Deborah Kerr y Robert Mitchum en Heaven Knows, Mr. Allison (1957)

Deborah Kerr y Robert Mitchum en Heaven Knows, Mr. Allison (1957)

Entre esa perpetua búsqueda y las pérdidas que ya arrastran o que derivarán de esa misma pesquisa, los héroes de Huston oscilan entre la gloria y el dolor. Ahí están los soldados de La roja insignia del coraje (1951) con la muerte en los talones y ahí están también Tully (Stacy Keach) y Erni (Jeff Bridges) mordiendo el polvo de los tinglados en Fat City (1972). Pero la palabra “héroes” no cabe aquí tal cual la conocemos. Sus personajes, antes que buscar ser paladines, deben asumir ese rol como consecuencia de las acciones que emprenden. Huston los obliga a ello pues él no entendía la vida sino era llevándola a sus límites, inflamándola de pasión y haciéndola girar en un movimiento infinito. Su cine es igual: de la acción devienen sus héroes titubeantes e improbables.

De los hombres que bailan con su sombra

Esos momentos en que se desea estar absolutamente solo porque se está seguro de que, cara a cara con uno mismo, se será capaz de encontrar verdades raras, únicas, inauditas; después la decepción y pronto la amargura, cuando se descubre que de esa soledad finalmente alcanzada nada sale, nada podía salir.
-E.M. Cioran

Ya antes lo anticipamos: en sus filmes, Huston creó un cosmos donde el ser humano se encuentra solo, a merced no solamente de su destino, sino también de su pasado, al que lo une una serie de cargosos lastres de los que no logra evadirse. Y hay que destacar que con ese pasado no va un lazo familiar fuerte, un pariente cercano, alguien por quien vivir. Se mantiene en un desarraigo completo, siempre acaba de llegar a un sitio donde resulta extraño, donde no hay raíces ni logra dejar ninguna, y el futuro es algo que, incluso, no depende de él.

Richard Burton y Ava Gardner en La noche de la iguana (1964)

Richard Burton y Ava Gardner en La noche de la iguana (1964)

Esos personajes, solitarios y melancólicos, van a ciegas por un mundo al que ven totalmente perdido o superior a sus fuerzas. No intentan cambiarlo o explicarlo, lo rozan acaso. Y en ese contacto ínfimo es que aparece el mal al que deben combatir o unirse, o la derrota -paradójicamente- eterna ganadora en este caso.

El cura en La noche de la iguana, Lautrec asombrado en Moulin Rouge (1952), los vaqueros nostálgicos de The Misfits (1961), los cazadores de The Roots of Heaven (1958) o Leonora (Liz Taylor) muriéndose de tedio en Reflejos en un ojo dorado (1967) no son más que seres fuera de su tiempo, espectros anacrónicos arrastrados por el pasado y una soledad enorme que se les pega a la piel como una costra, tan estrechamente adherida que intentar removerla es un imposible, y ellos lo saben. No logran comunicarse con nadie, no pueden expresar lo que sienten, y eso es en gran parte su tragedia. Aún en las descripciones de grupos humanos, como en El tesoro de la Sierra Madre o El honor de los Prizzi (1985), no hay realmente lazos solidarios. Huston los muestra individualistas y aislados, y sólo de vez en cuando se permite alguno hacer un gesto que indique un asomo de altruismo o buena voluntad.

Trevor Howard, Errol Flyn y Juliette Greco en The Roots of Heaven (1958)

Trevor Howard, Errol Flyn y Juliette Greco en The Roots of Heaven (1958)

Coherente con ello, el estilo visual de este director es igual a sus personajes: seco, directo, de frente. No hay rodeos espaciales o temporales, sus filmes son lineales, llenos de planos largos, con los movimientos de cámara exactos para lo que Huston pretende: mostrarnos unos ambientes sencillos, oscuros y por lo general decadentes. Siempre lo rodeó un equipo técnico y de producción que le fue fiel a pesar de sus inconstancias y explosivos cambios de humor y de planes. Con él trabajó gente como Cedric Gibbons, el venerado escenógrafo de los musicales de la MGM, el músico Max Steiner, el guionista Peter Viertel, los productores Sam Spiegel y Ray Stark, y fotógrafos como Arthur Edeson y el mítico Gabriel Figueroa. Todos sabían que con él cualquier cosa podía pasar, pero se arriesgaron -testarudos- a ayudarle a transformar sus ideas en imágenes.

Viertel publicó en 1953 un libro sobre sus experiencias durante la filmación de La reina africana (Katherine Hepburn escribió otro), texto que Clint Eastwood leyó y transformó en la película Cazador blanco, corazón negro (1990), que es -de alguna manera- su homenaje a Huston, a quien retrata como uno de sus personajes cinematográficos: con la soledad de quien no es comprendido y resulta a su vez víctima de unos demonios interiores a cuyo influjo destructor no logra -¿no desea?- oponer resistencia.

Las risotadas del diablo

Sin el mal simplemente no existiría la dramaturgia
-Hector Sierra

Refiriéndose a El honor de los Prizzi, Luis Alberto Álvarez, en su texto Páginas de cine vol.2, dice: “Más que satírica, sarcástica hasta el cinismo es la aproximación de Huston a su tema”. Y no sólo a este tema, le faltó decir al maestro Álvarez, sino también a una buena parcela de su filmografía. El corrosivo humor de John Huston ha dejado herederos en los hermanos Coen, en Quentin Tarantino, en el escocés Danny Boyle y en el Stephen Frears de The Grifters (1990), que protagoniza -así es la vida- Anjelica Huston, la hija que tuvo de la unión con la bailarina Enrica Soma, su cuarta esposa. En cuanto a la herencia, se trata de un material oscuro e inflamable, que Huston dosificó en sus películas: mientras en unas es una gota de acidez colada en un diálogo, en otras es la absoluta risotada de un diablo gozón. Si las conversaciones entre Bogart y Hepburn en La reina africana despiertan una ligera sonrisa por su mesura y agilidad, no podemos decir lo mismo del tono francamente irónico de Beat the Devil, realizada tres años después. Con un guión virulento de Truman Capote, esta cinta es una burla evidente al propio cine de Huston. Contada en tono de parodia, no repite otra cosa que la estructura básica de El halcón maltés, pero el sueño no se dirige ahora sobre un ave con joyas, sino a un terreno con uranio. Da igual: sigue siendo una utopía. Lo que no pudo ser igual es la caracterización de los personajes, pues caricaturizando a todos Huston pudo castigar otra vez la empresa criminal, esta vez debido a la incapacidad y a la torpeza.

Jennifer Jones, Bogart y Gina Lollobrigida en Beat the Devil (1958)

Jennifer Jones, Bogart y Gina Lollobrigida en Beat the Devil (1958)

El ambiente gótico que rodea este filme lo ha convertido en un extraño clásico, una pieza de culto a la manera de Wise Blood. En ésta, Huston utilizó la ironía para suavizar un poco la temática espinosa de los falsos profetas, pero su acercamiento es el mismo: amargas caricaturas se arrastran por un mundo urbano alienado, frío y de una completa soledad. El tono de pesadilla inconclusa de esta cinta lo comparte otra pieza burlona y feroz: Bajo el volcán, según la obra de Lowry, donde la iconografía mexicana de la muerte es telón para un ámbito de destrucción personal que ya nos había anticipado en La noche de la iguana.

Al humor sutil retornó en El hombre que sería rey y en Annie– su único musical -, pero el viejo maestro no quería morirse sin que viéramos otra vez su sonrisa maligna y por eso existe El honor de los Prizzi, en cuyo título se anticipa ya la primera zancadilla: allí no hay honor, ni alianzas, ni amigos. Solamente el individualismo eterno y la ambición desmesurada de unos cuantos. El cinismo del director no tiene piedad hacia sus personajes, aunque de todos modos son tan sólo bocetos de personas que Satán dibuja a mano alzada en momentos de ocio.

 El hombre que sería rey (1975)

El hombre que sería rey (1975)

Lo que llama la atención del humor de Huston es la sensación de incomodidad que despierta, el hecho de sentirnos atacados en medio de una balacera en la que no sabemos cómo nos hemos involucrado. Este director supo llegar a los cimientos del humor negro y, adobándolo con su mitología personal de personajes góticos, tristes y yermos, logró extraer de ahí una mueca, un rictus de pasmo antes que una fácil carcajada. Es perceptible en el aire cierto tufillo a azufre…

Gente como John Huston también se muere

No era Huston que te murieras, John
-Sandro Romero Rey

Huston, que se casó cinco veces, que fue Mayor en la Segunda Guerra Mundial, que se ganó un Óscar como director, que estuvo en la lista negra de la cacería de brujas, que fue capaz de dejar a la Hepburn en el Congo mientras se iba a cazar elefantes, que se hizo ciudadano irlandés, que fijó su residencia final en México, que dirigió a gigantes corno Lauren Bacall, Marilyn Monroe, Clark Gable, Marlon Brando o Deborah Kerr, que dio vida a Anjelica, a Tony y a Danny, que bebió lo que quiso y que fue actor en casi treinta películas de otros, murió el 28 de agosto de 1987.

Con personas tan vitales corno este maestro nos parece a veces que la muerte no puede tocarlos, que han comprado hace mucho un boleto a la eternidad, y en este caso así ocurrió, pero gracias a que su obra lo sobrevive y lo revive cada vez que la pantalla blanca es tocada por la luz de un proyector. Nos dejó su universo de solitarios y egoístas, de buscadores irredentos de algo esquivo parecido a la felicidad y que sólo encuentran la derrota y el dolor, luego de contemplar el enorme abismo de sus vidas. Huston hizo del fracaso una virtud, y del perdedor un héroe. Redime así a la masa anónima que nunca consiguió nada, que sólo tuvo sueños, premios de consolación, lágrimas no disimuladas y, de pronto, una palmadita en la espalda.

Hemos retornado a su recuerdo, y John Huston, ya viejo, de barba blanca y puro en la boca, nos recibe sonriente ofreciéndonos un trago de tequila candente. Y, claro, lo recibimos aliviados. (¡Salud, maestro!).

Publicado originalmente en la Revista El Malpensante no. 8 (Bogotá, enero-febrero de 1998). Págs. 36-43. Una versión revisada de este texto apareció en el libro Grandes del cine (Medellín, 2010), págs. 65-73. ©Editorial Universidad de Antioquia, 2010

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

Huston entre Bogart y Bacall en el plató de Cayo largo (1948)

Huston entre Bogart y Bacall en el plató de Cayo largo (1948)

Conversando con Marilyn Monroe durante el rodaje de La jungla de asfalto (1950)

Conversando con Marilyn Monroe durante el rodaje de La jungla de asfalto (1950)

John y su hija Anjelica Huston

John y su hija Anjelica Huston

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