La balada del adiós: The Misfits, de John Huston
Socorro, socorro.
Socorro.
Siento que la vida se me acerca
cuando lo único que quiero
es morir.
– Marilyn Monroe, verano de 1961
(Versos enviados por la actriz a Norman Rosten) (1)
-“¡Absolutamente no!” (2).
Esa fue la respuesta –a gritos- que Montgomery Clift le dio a su secretario personal, Lorenzo James, cuando a la 1:00 am del 23 de julio de 1966, éste fue hasta su cuarto a desearle buenas noches y a preguntarle si quería ver una reposición de The Misfits que iban a presentar más tarde en televisión. El actor había pasado la mayor parte del día en su habitación y James quizá pensó que la película podía distraerlo. No suponía él, ni tampoco Clift, que esas serían sus últimas palabras. En la mañana, James lo encontraría muerto en su cama, de espaldas, con las gafas puestas y los puños cerrados. Montgomery Clift tenía solo 45 años. Era el tercero de los protagonistas de The Misfits que moría.
Al estreno de la película en Nueva York, el 31 de enero de 1961, asistieron él y Marilyn Monroe. Las críticas no fueron buenas en su momento para un filme que había superado su presupuesto inicial en quinientos mil dólares y cuyo calendario original sufrió un retraso de 45 días. El rodaje había terminado el 4 de noviembre de 1960 y doce días después fallecía Clark Gable, la estrella más veterana del filme, víctima –como Clift- de un ataque cardiaco, que la leyenda y los rumores diseminados por la columnista Hedda Hopper atribuyeron a los esfuerzos físicos excesivos a los que fue sometido durante el rodaje del filme en el desierto de Nevada. La atormentada diva rubia se iría para siempre un año y medio después, dando origen a el mito trágico del siglo XX. Para ella y para Gable The Misfits sería su última película, su balada del adiós.
El director John Huston junta a los fracasados de siempre –uno de los temas habituales de su cine- para hacer de esta película nostálgica un homenaje a la sed de afecto, a la necesidad absoluta de tener una última esperanza antes de darse por vencido. “Todos nos morimos, con o sin motivos”, le dice Gay Langland, el vaquero otoñal, a la rubia Roslyn, que parece tenerlos todos, cansada de sumar decepciones y seguir –luego de haberlo apostado todo- con las manos vacías, tan frágil, solitaria y asustada como un venado que salió del bosque en plena noche y fue capturado y puesto en un zoológico de cristal lleno de luces, mientras cientos de personas lo observan. “¿De quién te escapas todo el tiempo?”, le pregunta Gay (Clark Gable). Ella, la inaferrable, solo quiere que la amen. “¡Auxilio!”, pide ella en solitario mirando hacia arriba –hacia el vacío, quizá- ante la posibilidad de volver a sentir, y por ende de volver a sufrir.
Mírenla. Esa Roslyn sensible y quebradiza, pero aún con fe, es Marilyn por dentro y por fuera. Arthur Miller, su notable esposo de ese entonces, escribió ese papel para ella y pensando en ella, en su vida hasta ese momento, en sus sufrimientos, en la falta de paz que vampirizaba sus días y sus noches. Pero también Miller tenía en su mente el pasado de la actriz y el triste presente que estaban viviendo como pareja y por eso es inocultable un tono de resentimiento y de falta de piedad hacia el personaje. “Arthur puso en boca de Roslyn –el personaje interpretado por ella- palabras tomadas directamente de la historia de Marilyn Monroe, desde la infancia hasta el divorcio de Joe DiMaggio y su posterior unión con un hombre mayor, con el que no tiene más que un futuro incierto” (3), escribe Donald Spoto, en una biografía de la actriz.
Con dignidad ella asumió el papel a sabiendas que era, ni más ni menos, “la exposición pública de una pena íntima” (4). La pareja ya no se hablaba y la tensión era insoportable. Durante el rodaje Marilyn y Miller dejaron de compartir un camerino juntos y cada uno busco una habitación independiente: ella se mudó donde su preparadora de actuación, Paula Strasberg, que con su actitud entrometida y dominante se ganó durante el rodaje el apodo de “la verruga negra”. Pese a todo, la actriz trató de dar lo mejor de sí: “[Marilyn] no actuaba: quiero decir que no fingía las emociones. Era algo auténtico. Se metía hasta el fondo de sí misma, encontraba esa emoción y la hacía aflorar a la conciencia. Es posible que en eso consista toda interpretación realmente buena. Era profundamente triste ver lo que le estaba ocurriendo” (5), escribía John Huston en su autobiografía, al recordar como ella tomaba crónicamente medicamentos para dormir y otros para despertarse, y que debido a una sobredosis se tuvo que suspender el rodaje una semana mientras estuvo hospitalizada en Los Ángeles en el Westside Hospital.
Recuerda Arthur Miller en una entrevista realizada por Serge Toubiana que “Marilyn se estaba poniendo enferma rápidamente. Entonces todo se volvió más difícil porque durante muchos días no pudo trabajar. Tuvimos que parar el rodaje una semana pienso, quizá ocho o nueve días” (6). Sin embargo algunas fuentes afirman que tal internación fue un truco que orquestó Huston para comprar tiempo y así cubrir sus enormes deudas de juego en los casinos del lugar. Con el rodaje suspendido no había una nómina que pagar semanalmente y los ejecutivos de United Artists en Los Ángeles y Nueva York tenían tiempo para decidirse a inyectar nuevos recursos al proyecto y por ende dinero para que Huston pudiera honrar sus deudas: alguien más abusaba de Marilyn, como podemos ver. La diosa lo tenía todo, y carecía de todo. Por eso en la película eleva los ojos a lo alto e implora ayuda. Y no es la única que implora: Guido (Eli Wallach), el piloto viudo, ese hombre generoso, también quiere y necesita que alguien lo mire con ojos compasivos para ver si deja de tenerse tanta lástima. En últimas quiere aterrizar, quiere un cable a tierra para poder seguir viviendo.
¿Y Gay? Es el vaquero que ve enfrente el otoño de su vida y el de su oficio. Y le cuesta aceptar ambos. Siempre ha vivido sin barreras sentimentales ni laborales, rey de su destino. Pero es una pose para ocultar el derrumbe implacable, el enorme dolor de sentirse distante de sus hijos, con ganas aún de volver a empezar a sabiendas que ya es tarde. Gable –de 59 años- vivía también su ocaso como actor, abocado a papeles menores indignos de su fama. The Misfits suponía un reverdecer para su carrera y una nueva oportunidad para renacer: casado por quinta oportunidad, esperaba por fin un hijo, pero no alcanzó a verlo, John Clark Gable nacería cuatro meses después de su partida definitiva. Muchos coinciden que en The Misfits realizó la mejor interpretación de su carrera, pero Gable no vivió para saberlo. El adiós es un tema que impregna la película, que es perfecta en su concepción trágica, de última oportunidad, de botella al mar en plena tormenta. Así era su personaje en el filme, enfrentado a las despedidas, pero con ganas de tener otra posibilidad quizá esta vez con mejor fortuna. El cine se la dio, la vida no.
Pero falta un personaje más en esta cita. Otro vaquero, un hombre de rodeos, autodestructivo y sin futuro. Es Perce Howland y es Montgomey Clift a la vez, ese extraño en el paraíso, esa ave cautiva de mirada nerviosa e incapaz de sentir o expresar felicidad. El productor del filme, Frank Taylor, lo expresó bien cuando lo comparó con Marilyn Monroe concluyendo que eran “gemelos del alma. Estaban en la misma longitud de onda. Veían el abismo en la cara del otro y se reían de él” (7). Ese cowboy que se enfrenta a caballos broncos y a toros salvajes sin miedo a morir porqué nada tiene que perder, tiene la misma actitud embriagada y suicida del Montgomery Clift de sus últimos años. Después del accidente del 12 de mayo de 1956 cuando estrelló su auto luego de salir de una fiesta en casa de Elizabeth Taylor, la vida de “Monty” Clift no fue la misma. Desfigurado su rostro y su espíritu, se entregó al alcohol y a las drogas, en una espiral hacia la nada, hacia el caos. Y sin embargo tendría por delante filmes como De repente en el verano (Suddenly, Last Summer, 1959) y Wild River (1960) para tratar de salir a flote. Antes de hospitalizarse para tratarse una hepatitis alcohólica había firmado el contrato para hacer The Misfits. “Decidí hacerlo porqué no aparezco hasta la página 59 [del guión]” (8), bromeaba el actor.
Filmar esta película fue como desnudarse y salir a la calle sin temor a las críticas de los transeúntes. La dignidad fue reemplazada por las ganas de mostrarse, de que nos dejen contar que es lo que nos quita la paz. Comparte con Marilyn la falta de certezas, el desasosiego vital que solo les permite ver callejones sin salida, y sin nadie ahí en quien confiar. Él vivía incómodo con su homosexualidad reprimida, ella era infeliz al no poder acercarse a los demás sin temor, encerrada en la jaula de oro de su sexualidad. Terminarían volviéndose muy cercanos durante el rodaje, pasando incluso horas juntos en el vestuario de Marilyn, tiempo en el que él le enseñaba técnicas de actuación, mientras compartían decepciones e indefensiones comunes. Refería Clift: “Tengo el mismo problema de Marilyn. Atraemos la gente como la miel a las abejas, pero por lo general es la clase equivocada de personas. Gente que quiere algo de nosotros, así sea solo nuestra energía. Necesitamos estar solos para ser nosotros mismos. Para ser un actor, uno no puede permitirse defensas, una piel dura. Tienes que ser abierto y la gente puede hacerte daño con facilidad” (9). Y entre esa gente habría que incluir a los propios compañeros de trabajo, pues Clark Gable no soportaba a Clift y a Marilyn, tratándolos siempre de la manera más despectiva posible.
Nace un “western del Este”
En la génesis de The Misfits está un cuento que Arthur Miller publicó en la revista Esquire en 1957, en el que recordaba a los tristes vaqueros otoñales que había conocido en Reno cuando fue allí a divorciarse de Mary Grace Slattery, su primera esposa, mezclándole los sentimientos que en esos momentos sentía por Marilyn, con quien se había casado un año antes. En ese entonces “Era un hombre enamorado, conmovido por la afinidad emocional de su esposa con la naturaleza, por su amor a los niños y a los animales, su gusto por la jardinería, por las flores, y su sensibilidad general ante la vida, de la que la consideraba una representante madura. En 1960, su actitud era considerablemente distinta. La película que debía presentar en el papel estelar a la esposa del escritor ahora era pensada como un film en blanco y negro que reflejaba claramente la amargura y el resentimiento de él” (10).
Un par de años después de publicarlo, e invitado una noche a cenar a casa de su amigo y antiguo editor, Frank Taylor, Miller entretuvo a los cuatro hijos de su anfitrión relatándoles la historia de The Misfits, haciendo él mismo las voces características de todos los personajes. Taylor vio posibilidades de adaptar el cuento a la pantalla y le propuso el proyecto a John Huston, quien no conocía a Miller, pero admiraba su obra. El dramaturgo expandió el relato en una “novela cinematográfica” y se lo envió a Huston, quien tras leerla le respondió con un cable diciéndole que le había parecido “Magnifica” a invitándole a Irlanda a concretar los detalles del guión. Miller le respondió a su vez diciéndole que “tengo la sensación de que nos disponemos a entrar en una de esas raras producciones en las que todo lo que se toca cobra vida” (11).
Luego de la negativa de Robert Mitchum –la primera opción de Huston- Taylor visualizó de inmediato a Clark Gable en el papel de Gay: “solo hay un actor en el mundo que expresara la completa esencia de masculinidad y virilidad que necesitábamos para el rol protagónico, y ese era Gable. A los 59 años todavía era una imagen contemporánea de virilidad. Y no veo a nadie acercarse a su clase a ese respecto. Marlon Brando es viril para las mujeres pero no para los hombres. Gable era viril para ambos” (12). Sin embargo el actor –que estaba de vacaciones en Italia cuando su agente George Chasin le envió el guion- no estaba muy seguro de las bondades del proyecto. Arthur Miller se reunió con él para tratar de convencerlo, al principio no con mucho éxito. Al final le dijo que el proyecto era “una especie de western Eastern, un western del Este. Trata de la falta de significado de nuestras vidas y quizá de cómo llegamos a ser lo que somos” (13). Gable aceptó al día siguiente. Recibiría $750.000 dólares y un 10% de las ganancias brutas por su participación en el filme. Como premonición, Mitchum y John Huston se encontraron en Londres previamente a empezar el rodaje y el actor lo previno acerca de la condición de salud de Gable: “El corazón le ha dado dos o tres sustos. Si le das una cuerda y le pones a pelear con los caballos, acabas con él” (14).
¿Y la actriz protagónica? Para Miller no había nadie mejor que su esposa para representar a Roslyn. Además Huston recordaba con cariño a Marilyn, a quien conocía desde 1949, en la época en la él hizo We Were Strangers. Incluso le había dado un pequeño pero significativo papel en La jungla de Asfalto (The Asphalt Jungle, 1950). Sin embargo las relaciones entre la actriz y el director se hicieron tensas al regresar ella de su hospitalización. Marilyn vinculó negativamente a Miller y a Huston, y para ambos tuvo una actitud displicente. “Pienso que Arthur se ha estado quejando con Huston respecto a todo lo que él piensa que está mal conmigo, que soy un caso psiquiátrico o algo así. Y por eso es que Huston me trata como una idiota” (15), se quejaba la bella rubia.
The Misfits era para Huston la oportunidad de volver a rodar en Estados Unidos, lo que no hacía desde 1950 con La roja insignia del valor (The Red Badge of Courage), y si era para filmar en el estado de Nevada, donde el juego era legal, su entusiasmo era aún mayor. Tras conseguir financiación a través de Max Youngstein y su compañía Seven Arts Productions, emprenderían todos un rodaje marcado por el calor insoportable del desierto en el verano, el polvo alcalino que impregnaba las lentes, la fractura marital de los Miller, las continuas reescrituras de un guion que cada vez se parecía más a una retaliación y menos a un vehículo para mejorar la imagen de la actriz y explotar su potencial; las constantes y exasperantes tardanzas de Marilyn en medio de la obnubilación que le producían las drogas que tomaba; los riesgos físicos que asumía Clark Gable; la obsesión de Huston por el juego y los casinos que lo hacían apostar toda la noche hasta que asomaba el día, y –por fortuna para todos- la buena disposición de Monty Clift, que harían que Huston lo considerara para el futuro rol protagónico de Freud (1962), momento en el que el actor entró en una profunda e irreversible crisis.
Todos estos avatares quedaron registrados para la posteridad por la agencia fotográfica Mágnum, que tuvo la exclusividad de las fotos fijas y la tras escena del rodaje, en un registro magnífico que la editorial Phaidon recogió en un libro ilustrado con fotografías, entre otros, de Henri Cartier-Bresson, Eve Arnold, Elliot Erwitt e Inge Morath.
Cuando el 4 de noviembre se apagaron los reflectores y las cámaras, y la producción de The Misfits llegó a su fin, también se empezaron a apagar tres vidas. Creo que ellos ya lo sabían.
Referencias:
1. Marilyn Monroe, Fragmentos, Barcelona, Editorial Seix Barral, 2010, p.163
2. Patricia Bosworth, Montgomery Clift: A Biography, 6ª ed., Nueva York, Limelight Editions, 2004, p. 411
3. Donald Spoto, Marilyn Monroe, Barcelona, Editorial Anagrama, 2000, p. 498
4. Ibíd.
5. John Huston, Memorias, 2a ed., Madrid, Espasa Calpe, 1998, p.377
6. Arthur Miller, Serge Toubiana, The Misfists, story of a shoot, Londres, Phaidon, 2011, p. 13
7. Lawrence Grobel, Los Huston. Historia de una dinastía de Hollywood, Madrid, T&B editores, 2003, p. 498
8. Michelangelo Capua, Montgomery Clift: a biography, Jefferson NC, McFarland & Company Inc. Publishers, 2002, p. 125
9. Ibíd., p. 127
10. D. Spoto, op cit., p. 498
11. L. Grobel, op cit., p. 485
12. Chrystopher J. Spicer, Clark Gable: biography, filmography, bibliography, Jefferson NC, McFarland & Company Inc. Publishers, 2002, p. 286
13. L. Grobel, op cit., p. 486
14. Ibíd.
15. Jeffrey Meyers, John Huston: Courage and Art, Nueva York, Crown Archetipe, 2011, p. 254
Publicado originalmente en la Revista Universidad de Antioquia No. 305 (julio-septiembre/2011). Págs. 104-110
©Editorial Universidad de Antioquia, 2011
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