La conjura de los necios: La dama desaparece, de Alfred Hitchcock
“Los guionistas tenían envidia de Hitchcock. El protagonista de la película lo miraba con desconfianza. El presupuesto era escaso. El director estaba gordo y pálido, y su futuro era gris y lleno de nubarrones”
-Patrick McGilligan
La película no iba a ser para él. Pero La dama desaparece (The Lady Vanishes, 1938) terminó siendo 100% Hitchcock, en una voltereta del destino que le permitió apropiarse de un proyecto que se gestó y creció a espaldas suyas, pero que él se encargaría de convertir en uno de los filmes más satisfactorios de su carrera, una de las cumbres de esa etapa inglesa de su vida –y de su filmografía- que ya llegaba a su fin.
En 1937 ya Hitchcock había adelantado negociaciones con David Selznick para trasladarse a Hollywood, si bien aún tenía pendiente realizar una película de su contrato vigente con la Gaumont British; pero al no encontrar ningún proyecto que le interesara, tuvo que resignarse a ir donde el productor Edward Black a preguntarle si había algún guion disponible. Lo había, y estaba abandonado desde el año anterior; se trataba de una adaptación de la novela The Wheel Spins de Ethel Lina White, publicada en 1936, y que había sido realizada ese mismo año por Sidney Gilliat y Frank Launder para para una película asignada al director norteamericano Roy William Neill.
El relato de White partía de una historia aparentemente real: una mujer y su hija llegan a un hotel en Paris en 1880 durante una gran exposición. La madre se enferma agudamente y el médico que la examina le pide a la hija conseguir unos medicamentos al otro lado de la ciudad. Al regresar al hotel nadie da cuenta de su madre, todos niegan haberla visto. Incluso la habitación está ocupada por alguien más. Hitchcock relataba que “las mujeres procedían de la India y el doctor se había dado cuenta de que la madre tenía la peste, entonces había pensado que si se divulgaba la noticia, crearía un pánico y haría huir a todos los turistas que habían ido a visitar la exposición” (1).
Cuando el asistente del director Neill se desplazó con un equipo de rodaje a Yugoslavia a rodar unos exteriores, se fracturó un tobillo. Al ser asistido por las autoridades, estas le pidieron ver el guion, que incluía referencias antinazis como “planos detalle de ocas pavoneándose entre soldados marchando en formación” (2). Yugoslavia quería permanecer neutral y el incidente culminó con la expulsión de los cineastas del país. El proyecto terminó por cancelarse.
Ahora era octubre de 1937 y Hitchcock se da cuenta de las enormes posibilidades de la historia. Sugirió modificar el principio el final del guion, para añadir ahí un tiroteo entre los bandos rivales e introdujo “algunos cambios extravagantes en la mitad de la historia” (3) –según relataba Launder- que tienen que ver con la mayor presencia de dos personajes secundarios, una pareja de ingleses obsesionados por el criquet, y el cambio de profesión de uno de los acompañantes de la protagonista en el tren: ya no sería un banquero sino un mago.
Como protagonistas vincularon a la bellísima actriz Margaret Lockwood y al novato Michael Redgrave, que venía de las tablas. Se rodaría durante cinco semanas, a finales del otoño de 1937 en los estudios de Islington. La actriz recuerda sobre el director que “Supongo que lo que más me sorprendió de Hitchcock fue lo poco que nos dirigió. Yo había rodado unas cuantas películas a las órdenes de Carol Reed, que, en comparación, era bastante meticuloso. Hitchcock no daba la impresión de dirigirnos. Más bien parecía una especie de Buda somnoliento, con una enigmática sonrisa” (4).
Aunque la película cuenta con un MacGuffin evidente –la cláusula secreta de un tratado de paz oculta en las notas de una canción- La dama desaparece en sí misma puede verse como un enorme MacGuffin: en su festiva improbabilidad ella entera es la disculpa, el truco gigantesco y perfecto que permite a Hitchcock lucir sus dotes de efectivo narrador y de inspirado entretenedor. La anécdota de una anciana, la señora Froy, que desaparece de un tren en movimiento que partió de un país imaginario de Europa Oriental y que nadie –excepto Iris Henderson, una joven inglesa que va rumbo a Londres- recuerda haber siquiera visto, le sirve al director para proponer un relato de gran agilidad, chispa y humor. Iris está empeñada en demostrar que la dama desaparecida no es consecuencia de un golpe en la cabeza que recibió antes de abordar el tren, lo que ha puesto su percepción en entredicho. Puesto que nadie la acusa de nada, Iris no debe comprobar su inocencia –como muchos otros protagonistas de Hitchcock; tan solo quiere descubrir la verdad y recuperar su credibilidad ante los demás.
Los espectadores del filme sabemos de la existencia de la Sra. Froy y apoyamos calladamente a Iris en su empeño, pero no entendemos por qué alguien se tomó el trabajo de hacer desaparecer a una avejentada institutriz y profesora de música. Descubriremos lentamente que la investigación de Iris se enfrenta a una conjura de silencio: quien secuestró a la mujer no solo tiene claros motivos, sino además la complicidad (comprada) de muchos a bordo, que niegan su presencia en el tren. Sin embargo, hay una segunda y tacita conjura, que funciona como una inteligente metáfora de la situación política del momento: varios ingleses a bordo, no involucrados en el complot del secuestro, también niegan haber visto a la mujer, por necios y egoístas motivos personales.
No quieren meterse en problemas y prefieren aislarse frente a los asuntos ajenos, así sepan que Iris está en lo cierto. Y cuando al verse en peligro por fin deben tomar partido, creen que por el solo hecho de ser ingleses estarán siempre a salvo y nada va a ocurrirles. Se parecen a la sociedad inglesa de 1938, cuyas clases altas aún alababan a Hitler y desdecían de los rumores sobre sus intenciones expansionistas e invasoras. Dios y el rey iban a protegerlos. En esta postura crítica, La dama desaparece se hermana a La regla del juego (La règle du jeu, 1939) de Jean Renoir, estrenada al año siguiente, cuando ya la amenaza nazi era una terrible realidad.
Sin embargo el tono desenfadado y leve del filme de Hitchcock pone en un segundo plano sus intenciones de denuncia. La película fluye armoniosa y rauda “como trenes en la noche” (5) –en palabras de Truffaut en La noche americana (La nuit américaine, 1973). No hay como expresarlo mejor.
Referencias:
1. Francois Trufaut, El cine según Hitchcock, Madrid, Alianza editorial, 3ª reimpresión, 1993, p. 99
2. Bill Krohn, Alfred Hitchcock, Cahiers du Cinèma Sarl, 1ª ed. Española, 2010, p. 32
3. Patrick McGilligan, Alfred Hitchcock, una vida de luces y sombras, Mdrid, T&B Editores, 1a. Edición, 2005, p. 197
4. Donald Spoto, Las damas de Hitchcock, Barcelona, Editorial Lumen, 1ª edición, 2008, p. 104
5. Diálogo en La noche americana (La nuit américaine, 1973)
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio No. 95 (Medellin, Vol. 21, 2011), págs. 91-93
©Centro Colombo Americano de Medellin, 2011
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