Una partida perdida: La defensa del dragón, de Natalia Santa
Filmar la decadencia, la nostalgia y la ruina, tanto personal como de una época, fue el reto de Natalia Santa en su primer largometraje, La defensa del dragón (2017), presentada en Cannes en la sección “La quincena de los realizadores”. Para ello recurre a tres personajes -tres hombres mayores- unidos por la marginalidad y por su amor al ajedrez. Viven en sector céntrico de una Bogotá donde persisten tozudamente clubes de ajedrez, conviviendo junto a casinos, cafés, bares y discotecas de tango. El siglo XXI los acorrala, pero ellos se resisten a morir.
La directora retrata este ambiente y a estos tres hombres -Samuel, Joaquín y el Doctor Cebrián- de una misma y única manera, como si la atmósfera y ellos fueran una sola cosa, como si fuera ya imposible separarlos. El otoño de esos lugares y clubes -que no el de sus aficionados, aclaro- es el otoño de este trío de derrotados, a quienes redime su amistad.
Samuel (el músico Gonzalo de Sagarminaga) es el retratado con más detalle. Divorciado y con una hija aún niña, vive en la habitación de una pensión, y sobrevive dando clases particulares de matemáticas y ganando apuestas con esporádicos enfrentamientos de ajedrez, juego del que también imparte clases. Es una figura trágica, un hombre que pudo llegar a ser un campeón, pero que quizá se enfrentó con su propia mediocridad y prefirió hacerse a un lado. Auto imposibilitado para sentir, parece impotente -literalmente hablando- frente a las mujeres, que encuentran algún misterioso atractivo en este hombre desaliñado, descuidado y ruinoso.
Joaquín (Hernán Mendez) es un relojero, de los que rechazan la tecnología digital, que enfrenta con resignación la cara de la pobreza: su negocio ya no da más, sus clientes se han ido, las deudas lo acorralan. Siquiera tiene al ajedrez y al tango para paliar sus penas. Cebrián (Manuel Navarro) es un homeópata español que sobrevive de la pensión que recibe a través de un hijo en España. Lo que escasamente gana se lo gasta en los casinos. El ajedrez y su asistente -con la que cohabita- son su compañía.
La defensa del dragón es un filme episódico, centrado en Samuel y en sus desventuras, y tangencialmente en las de sus amigos. La película tiene un humor situacional seco e involuntario, al que colabora el estatismo de la cámara para crear cierto grado de teatralidad en la puesta en escena. La ambientación, excelente, logró reflejar con certeza y respeto la decadencia en la que viven y la que cada uno padece con resignación.
La mirada de Natalia Santa no es cínica, es compasiva sin necesidad de ser condescendiente. Estos hombres están en la condición en la que se encuentran por su propia voluntad, por su testarudez, por su ludopatía, por su vida bohemia. No pudieron ser más y presienten hace rato que esa partida está perdida.