¿La educación sentimental?: El cartero, de Michael Radford
“Armados de una ardiente paciencia, entraremos en las esplendidas ciudades”
-Arthur Rimbaud, citado por Pablo Neruda al recibir el Premio Nobel de literatura
Ir contra la corriente y desconfiar de los juicios unánimes parecen ser parte del destino, no siempre sonriente, de quien intenta analizar una película: tratando de encontrar una palabra para definir a El cartero (Il Postino, 1994) me encontré rodeado de adjetivos ajenos que la alababan sin remedio -“bella”, “maravillosa”, “sublime”, entre otros- mientras yo pensaba en vocablos como “vacua” o “superficial”. A sabiendas de sentirme en las antípodas del gusto del común de los demás espectadores, no eran otras las palabras que este filme me inspiraba. Una cierta desconfianza hacia todo aquello alabado sin mayor análisis y más cuando los que se referían a ella eran -sin sonrojarse- sesudos columnistas económicos y políticos de la prensa nacional, me hicieron sospechar algo extraño aunado al hecho -aún más extraño- de que la cinta hubiese sido estrenada en nuestro país y no pasada por alto como ocurre con prácticamente todo el cine que se realiza fuera de las fronteras de Hollywood.
No es raro que el público la disfrute y que sienta que ha visto una muy buena película -“cine fino” dirían algunos publicistas. Y no es raro, digo, pues aquí carecemos de una cultura cinematográfica estructurada que nos permita elegir y comparar, pudiendo separar lo realmente bueno de lo que sólo parece serlo. Y de esta manera cualquier cosa que nos den nos satisface y nos conforta. Quien siempre ha estado a pan y agua no extraña las buenas viandas: cuando el pan está hoy un poco menos duro se le antoja un manjar divino. Y aquí entra el crítico en su incómodo papel de hacer abrir los ojos, de convencer al espectador que puede y debe exigir mucho más, que con conformismo siempre verá más de lo mismo: Antonio Banderas & Stallone o películas basadas en novelas de Isabel Allende, Stephen King o Michael Crichton.
De esta manera, detrás de su empaque de filme europeo intelectual, de drama de las más elevadas esferas, que atañe a la poesía, al despertar de la sensibilidad, al amor, a la muerte y al mismísimo Pablo Neruda, hay de verdad muy poco: un filme plano, manipulador, perfectamente predecible y que no supo captar la esencia de un tema -ese sí- de una gran belleza y solidez. El problema de El cartero habita esencialmente en el guion, escrito a diez manos, y que estaba basado en una novela del chileno Antonio Skármeta, Ardiente paciencia, publicada en 1983 durante el exilio del autor en Berlín. De manera curiosa, en los créditos de El cartero se refieren a este texto con el nombre de El cartero de Neruda, antetítulo con el que este libro ya ha empezado a circular en Colombia y en cuya portada se reproduce una escena de la película. La variación del nombre original no es más que un ardid publicitario -al que Skármeta ha accedido- para relacionar la novela al filme como parte del ya imprescindible merchandise que debe acompañar a toda cinta.
Pero lo que todos parecen querer ignorar es que El cartero es ante todo un remake de una película previa, Ardiente paciencia (Mit Brennender Geduld, 1983), protagonizada por Roberto Parada y Oscar Castro, y dirigida por Skármeta, quien además de novelista, fue profesor de cine durante los dieciséis años que residió en Alemania. La cinta, filmada en Portugal, se refiere a los últimos años de Neruda en la Isla Negra y al cartero con el que hablaba de poesía y de política. Independientemente de la calidad de esta primera versión es absurdo que todos pretendan pasarla por alto, para no quitarle originalidad al filme de Radford. De todos modos, su adaptación a la pantalla recogió una anécdota sencilla y pretendió alargarla sin misericordia cual telenovela colombiana, pero la fragilidad de la historia hizo que no diera para más y se rompiera en cierto punto, cuando ya no era posible dar marcha atrás, ni tratar de solucionar las cosas de una manera distinta que poniendo punto final a la cinta. Pero esto no ocurre: el filme se extiende sin razón, asfixiado y agónico.
Tan agónico como su protagonista, el actor y comediante Massimo Troisi, que falleció -cosas del destino que venden películas- el 4 de junio de 1994, justamente un día después de terminado el rodaje en los míticos estudios de Cinecitta. Troisi, a quien recordamos en Splendor (1989) de Ettore Scola, interpreta a Mario Ruoppolo, un tipo un poco lento e ingenuo, que consigue casi sin quererlo un trabajo singular: ser el cartero de un famoso poeta exiliado llamado Pablo Neruda, tirado en ese rincón del Mediterráneo por sus incómodas ideas políticas. Curiosamente, la figura delgada de Mario junto a su rodante medio de trabajo evoca de inmediato a Antonio Ricci quien fuera -muy a su pesar- uno de los Ladrones de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) de la obra maestra de De Sica.
Neruda fue personificado por una gran figura del cine francés, Philippe Noiret -el actor de Hitchcock, Tavernier o Mario Monicelli- con quién guarda una curiosa semejanza. Pero la semejanza fue sólo externa, sólo fue la máscara, nada más. El guion le impide profundizar en su personaje, de quién desconocemos todo. Sólo vemos la sombra del poeta, no su luz. Y esto es una carencia enorme pues el quid de la película supone el contacto entre ambos hombres y cómo esta relación permeabiliza a Mario ante lo sensible, ante la vida, ante el amor. Pero ese cambio de actitud no aparece justificado por los breves encuentros entre ambos, en los que Neruda aparece altivo y distante, preocupado más por si mismo que por el futuro amororoso y poético de su discípulo. Es de alguna manera el mismo esquema ilusorio de Don Juan (Don Juan DeMarco, 1994), provocar un cambio vital que supere traumas, prejuicios y desamores. La educación sentimental que rompa las limitaciones -afectivas, sociales, culturales- de Mario se nos antoja más bien fruto de alguna generación espontánea que de lo aprendido junto a ese Neruda frío y ensimismado que nos ofrece el director. Pero bueno, mientras se da la cercanía entre ambos, el filme avanza, episódico y de alguna manera entretenido (con apuntes cómicos derivados de la ignorancia e ingenuidad de Mario); pero cuando Neruda sale de escena, la película muere, sin que ningún recurso sea válido para revivirla: pierde progresivamente su interés, la narración se hace paquidérmica y apuesto a que todos logramos presentir el futuro de sus protagonistas, cuyo destino trágico es la puntada final para aquellos -pocos- que aún no habían soltado una lágrima en el teatro.
Alcanzamos a imaginar este tema en las manos ya ausentes de Truffaut o Louis Malle, o en las aún palpitantes de Bertolucci o Claude Sautet y creemos que el resultado sería otro, más humano, más profundo, más real. El director inglés Michael Radford, a sus cincuenta años no ha logrado todavía una obra fílmica coherente o importante, a excepción quizás de Another Time, Another Place (1982) o de la popular La ronda de los depravados (White Mischief, 1987). Pensamos que falla en intentar capturar el color local de esa Italia insular de la postguerra, que no logra sacar de verdad el alma de sus personajes y mucho menos el de una personalidad tan intrigante y compleja como la de un poeta. No es fácil asumir los rasgos de una cultura que desconocemos, lo cual lleva a interpretaciones equívocas: recordemos a Rosi naufragando en Crónica de una muerte anunciada (Cronaca di una morte annunciata, 1987) o a Bille August sucumbiendo ante el realismo mágico de La casa de los espíritus (The House of the Spirits, 1993). Es lo malo de este tipo de coproducciones internacionales que intentan homogenizar un producto de características locales haciéndolo supuestamente universal, pero falso por completo. La del El cartero no es Italia, es la idea que de Italia tienen en los demás países en donde el filme va a ser comercializado. A Italia la vimos de verdad por última vez en De amor y soledad (Il ladro di bambini, 1992), de Giannni Amelio.
Pero la que de veras paga las consecuencias de este filme es, sin duda, la poesía. Utilizada de modo decorativo, es sólo un elemento más de la escenografía que sirve para lograr algunas sonrisas entre el público y para ayudar a que la historia avance, como pasaba también en El lado oscuro del corazón (1992), donde poemas de Juan Gelman o Mario Benedetti eran puestos en boca de los protagonistas como parte de los diálogos. Desperdiciando semejante tesoro, nunca vemos a Neruda en proceso de creación, nunca degustamos su voz o su letra, ni sentimos la fuente de su inspiración o sus motivos como artista. Nos limitamos a la temblorosa voz de Mario recitando unas lánguidas estrofas, mientras en el aire quedan expósitas las palabras del autor de Residencia en la tierra, ignoradas por unos espectadores que -a no dudarlo- hubieran disfrutado con placer sus versos.
Comentario aparte amerita la música de este filme, realizada sin estridencias por un gran maestro, el argentino Luis Enrique Bacalov, pianista y folklorista de amplia trayectoria en el cine, con participaciones en películas de Pasolini, Fellini y Dianne Kurys entre otros. Bacalov -quien incluso residió unos años en Colombia- realiza una banda sonora de temas populares, variaciones de tangos y cuecas, que se desliza sobriamente sobre la pantalla tratando -inútilmente- de aliviar un poco las imágenes. Pero ni esto la redime, El cartero se precipita, víctima de sus propios errores, en el precipicio oscuro a donde van a parar los filmes tan manipuladores como éste: en las simas profundas del olvido.
Publicado en la Revista Kinetoscopio no. 35 (Medellín, vol. 7, 1996), págs. 30-33
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1996