Sinfonía húmeda: La forma del agua, de Guillermo del Toro
Parto de la base de que el espectador que vea La forma del agua (The Shape of Water, 2017) sabe desde los primeros instantes que está ante una fábula y no ante una película realista. Está en el tono, está en la bella secuencia onírica inicial, está en la voz en off del narrador que nos habla de una princesa sin voz, un monstruo y un reino –cual Camelot– regido por un buen príncipe. “O quizá debería advertirles acerca de la verdad de estos hechos. Y de la historia de amor y pérdida…” nos cuenta esa voz que nos está hablando desde un futuro indeterminado, recordando lo que ocurrió, tamizando desde su memoria lo sucedido.
La princesa se llama Elisa Esposito, vive en Baltimore en 1963 y es una joven huérfana, muda y que vive sola en un apartamento en el piso de arriba de un cine. Su mejor y único amigo es Giles, un dibujante homosexual, y su compañera de trabajo más cercana es negra. Todos tres son minorías, seres “raros”, excluidos. Pese a que este relato no está anclado a la realidad, en la televisión que ven Elisa y Giles –además es su vecino- se ven las protestas por los derechos civiles; el racismo y la intolerancia están en el aire, la guerra fría instaló en las almas el temor a una invasión rusa, hay pánico ante todo lo que sea extraño, diferente y foráneo. La sexualidad está reprimida pero el filme no es tímido en mostrarnos como la viven sus personajes en su intimidad. Es curiosa esta mezcla entre una narración fantástica con un contexto absolutamente real, apegado a los hechos históricos del momento y del país en el que viven sus protagonistas.
Es obvio que el monstruo anfibio que Elisa (magnifica Sally Hawkins) conoce en el laboratorio militar secreto en el que trabaja como aseadora es un símbolo de todos los temores de la Norteamérica de los años sesenta: proviene de un país extranjero, es extraño, no habla inglés y puede representar una amenaza. Camina en dos pies pero no está hecho “a imagen de Dios” como los WASP –representados por el jefe de seguridad Richard Strickland– y por eso debe estar encerrado, oculto, vigilado y ojalá aniquilado. Que Elisa se atreva a acercarse a ese ser anfibio y a aceptar sus diferencias es un acto de resistencia solidario, un gesto romántico de una excluida hacia otro excluido, uno que no es capaz de notar que ella es muda, que es pobre, que vive más de ilusiones que de realizaciones.
El apego que ella siente que por la criatura, que se traslada al plano físico, representa así mismo la sublimación de todos los deseos irresolutos de Elisa: el imposible anhelo de ser aceptada, de ser amada, de ser necesitada por alguien, así el objeto de sus afectos sea un fantasma, un semi dios, una alucinación. Cualquiera de estas alternativas parece más a su alcance que los brazos de un hombre real que es posible que no la acepte como es. En el mundo idealizado en el que ella vive, hecho de películas clásicas, de musicales, de esos filmes de ensueño donde Bojangles le enseña a bailar a Shirley Temple en The Little Colonel (1935), donde Betty Gable canta y danza en Coney Island (1943) o Alice Faye interpreta “You`ll Never Know” en Hello Frisco, Hello (1943), es más seguro estar enamorada de un imposible que de un ser de carne y hueso, contacto que Elisa debe temer y repeler.
Así pues, ella no es exactamente una princesa inmaculada anhelante de un príncipe azul (bien sabe que no existen sino en sus sueños) sino una mujer insegura y con una existencia predecible y aburrida que de repente se ve ante un hecho incomprensible, como es la aparición de una criatura que parece sacada de El monstruo de la Laguna Negra (Creature from the Black Lagoon, 1954), pero que ella aprovecha para sacar a relucir no solo su bondad, sino todo el rico y complejo mundo interior que la habita como mujer.
Del Toro no quiere mostrarnos una mujer con el corazón seco de tanta soledad, sino un ser que en el fondo de su existir tiene todo dispuesto para amar. En esta variante de La bella y la bestia (La belle et la bête, 1946) y de King Kong (1933), la bella ante todo brilla por dentro y tiene muchos motivos para comprender y aceptar a la bestia. Casi que la necesita para ser feliz. Su encuentro es una sinfonía húmeda, un ballet acuático de cuerpos urgidos de afecto. La belleza del filme en esos momentos es sobrecogedora.
La forma del agua tiene unos notables valores de producción. La ambientación de época, la reproducción de un laboratorio de investigación sacada del imaginario que tenemos de las películas que hemos visto, la sala de cine debajo del apartamento de Elisa… todo está lleno de suntuosos detalles que algunos catalogarán de empalagosos y de vistos ya, pero que hacen parte del encanto de un cuento de hadas imperfecto como es este. Giles (atención a este rol de Richard Jenkins), que ha sido desde el principio el narrador, lo concluye con preguntas: “Si les contara sobre ella, que diría yo? ¿Qué vivieron felices para siempre?” Las respuestas están en el fondo del agua, reflejadas en las formas de dos cuerpos que son uno en un abrazo.
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