La infancia rota: Juegos prohibidos, de René Clément

5505
0
Compartir:

¿Cómo explicar las sensaciones que una imagen despierta? ¿Cómo entender su significado, su enorme capacidad de conmoción? En ocasiones parece que el cine estuviera hecho ex profeso para sacudirnos, para darnos un golpe emocional, visceral antes que sensorial. Algo por dentro se conduele frente a lo que vemos, borrando de un golpe la frontera entre la ficción y lo que sabemos real.

Ahora estamos de nuevo frente a una película y sus imágenes reflejan dolor y miedo. Es imposible no conmoverse frente a esos padres que, buscando refugiarse del fuego que los aviones alemanes disparan sin compasión sobre los campos franceses, son acribillados al lado de su pequeña hija de cuatro o cinco años, que aún no entiende que, en este preciso instante, ha quedado huérfana y sin siquiera el consuelo de su perro, que también ha sucumbido frente a las mismas balas. Estamos en 1940, en la Segunda Guerra Mundial y el cuento que René Clément nos está narrando en Juegos prohibidos (Jeux Interdits, 1952) apenas acaba de empezar.

Juegos prohibidos (1952)

Lo que parecía una fábula infantil, con sus créditos iniciales escritos en las hojas de un libro, se ha convertido en una pesadilla real y temida. La sencillez y rapidez de la escena que acabo de describir amplifica su tono documental y la hace más perturbadora todavía. El director ha escenificado el hecho con la sobriedad y la discreción que implica el mirar la muerte con ojos compasivos, con los ojos de quien se resiste a creer que algo así pueda pasar.

Ahora seguiremos a la pequeña Paulette (interpretada por Brigitte Fossey), que huye apenas acompañada por el cadáver de su perro y los recuerdos confusos de aquella tragedia que acaba de vivir. Hay una inexplicable fortaleza en sus actos, una curiosa resolución que le impide quedarse inmóvil, reflexionar sobre lo que ha pasado o siquiera mostrarse triste. Refería Truffaut a propósito de su película La piel dura (L´argent de poche, 1976) que “El niño inventa la vida, se golpea, pero desarrolla al mismo tiempo todas las facultades de resistencia” (1). Algo así le ocurre a Paulette, frágil pero a la vez decidida a seguir hacia adelante. Un niño algo mayor, Michel (Georges Poujouly), la encuentra en el bosque y se la lleva a su casa. Es gente del campo la que ahora la acoge, pero Paulette ya no es la misma que hasta hace unas horas jugaba con sus muñecas y compartía con sus padres. El impacto ha sido definitivo. Ahora esta niña está marcada por la muerte. El mundo de los vivos parece no interesarle.

Juegos prohibidos (1952)

Con todo lo lúgubre que suene, la verdad es que no estamos ante un relato macabro. Paulette no tiene una conciencia muy clara de que es la muerte y enfoca todo lo que ocurre a su alrededor como un juego. Lo que empieza como un intento para darle sepultura a su perro, rodeándolo de otros animales para que no se sienta solo, se convierte en un proyecto inusual: la conformación de un cementerio -secreto y privado- de animales en la parte interna de un molino, donde cada tumba es adornada con una cruz robada del panteón local. Los niños se las ingenian para hacerse a las cruces -que según Michel representan a Dios- y nada va a impedir que las consigan. No entendemos bien porqué lo hacen y el director respeta la impenetrabilidad de los motivos infantiles, que vistos desde el exterior pueden por momentos parecer siniestros. La película abre una brecha generacional entre los padres -vistos desde esta perspectiva como toscos e insensibles- y los niños, que toman su labor con toda seriedad, una empresa que prefieren dejar en secreto, ante la amenaza de unos adultos que no van a saber entender el sentido de sus actos.

Juegos prohibidos (1952)

La narración avanza a medio camino entre el relato costumbrista, con visos cómicos, y la descripción de la actividad oculta de los niños. No hay ningún sentido profanatorio o blasfemo en lo que ellos hacen. El acento prohibido se lo ponemos nosotros como espectadores. Somos nosotros los que vemos lo extraño de su tarea y la desesperanza de su situación. Para los niños es, lo repito, un juego. Uno en el que Paulette afronta la muerte como algo ambiguo, que la ha dejado sola, pero que a la vez la atrae. Cuando va al cementerio del pueblo la vemos feliz entre las tumbas mirando las cruces más altas, más brillantes, más ornadas. Cuando al ir a misa se distrae haciendo lo mismo y cuando George, el hermano mayor de Michel, fallece en casa, ella comprende que alrededor de la muerte hay una solemnidad que aumenta su fascinación. Las oraciones, las ceremonias, los ritos funerarios, todo le parece natural, elementos propios de una infancia ya rota por la violencia. La película está llena de símbolos religiosos y mortuorios, en los que prima el recuerdo de los que ya se fueron. Es tan evidente lo cercano que está el filme a la muerte, que la absurda pelea entre los dos campesinos rivales -el padre adoptivo de Paulette y su vecino- tiene lugar… en una fosa abierta en el cementerio. Sin embargo, el sentido religioso del filme está vacío, sin significado distinto a la no pretendida parodia y al placer estético que los niños sienten y a la curiosidad que les genera el hecho de morir.

Juegos prohibidos (1952)

Esta predilección por la muerte refleja también el trauma mental que Paulette ha sufrido con la obligada ausencia de sus padres. El shock derivado de esta pérdida le impide ser por completo feliz. Apegada estrechamente a Michel y entregada a su cementerio personal, la niña está evitando vivir. En una reseña de Monsieur Ripois (1954), François Truffaut opinaba que el talento de René Clément era el de un imitador y que Juegos prohibidos imitaba las crueldades de la infancia (2). No creo que Truffaut estuviera haciendo referencia a una actitud cruel por parte de ambos niños (matar una cucaracha parece ser lo más inhumano que hicieron), sino a lo dura que es la infancia para algunos niños, asunto que el autor de Los cuatrocientos golpes sabía de primera mano.

Paulette sufre las consecuencias de la violencia que la rodea y ahora sólo la acompañan la soledad y sus recuerdos. La paz que vive en medio de la familia que la adopta es sólo temporal: ese no es su mundo, pronto tendrá que partir. La película termina con Paulette perdida en medio de una multitud en un albergue de refugiados de la Cruz Roja. Es una ya entre muchas víctimas. Pronto el anonimato y el olvido tenderán su manto sobre esta vida que apenas se inicia, pero cuyo futuro -que a nadie parece importar- no es posible anticipar. Juegos prohibidos se une así a una selecta filmografía de películas sobre la infancia adolorida, vulnerable e indefensa. Películas que nos recuerdan, no sin cierta congoja, que la niñez es territorio desconocido y tenebroso, arenas movedizas que desafían el suelo, tan imperturbable y pagado de sí mismo, de la vida adulta.

Juegos prohibidos (1952)

El origen de la película se remonta a un guión que su autor, François Boyer -un joven guionista de 27 años- no pudo vender a ningún productor. El tono sombrío del relato ahuyentó a posibles interesados y el autor tuvo que convertir el texto en una novela y publicarla en 1947 con el título de Les Jeux inconnus (en inglés circuló como The Secret Game). Sin éxito en Francia, la obra disfrutó de una inusitada fortuna en Estados Unidos. La revista Time en su edición del 14 de agosto de 1950 reseña la publicación del libro de Boyer, “Escribir de manera convincente acerca de la reacción de un niño frente a la violencia es una prueba real para la destreza de un novelista. Pocos lo han hecho bien (…)”. (3) De repente el libro cobra importancia y Clément, en compañía de los afamados guionistas Jean Aurenche y Pierre Bost, adquiere los derechos y vuelve a convertir la novela en un guión.

El arquitecto, camarógrafo y documentalista Clément, nacido en Burdeos el 18 de marzo de 1913, ya era para ese entonces un hombre de reconocida trayectoria: después de hacer documentales en Arabia y el norte de África a finales de los años treinta, regresa a Francia y su largometraje debut, La bataille du rail (1945), le hizo ganar el premio al mejor director del Festival de Cannes de 1946 (era la primera vez que este evento se llevaba a cabo); la película obtuvo el premio del jurado internacional y el Gran Premio del festival. Al año siguiente su filme Los malditos (Les Maudits) gana en Cannes el galardón a mejor película de aventuras y crimen. Y en 1951 obtiene el Oscar honorífico a la mejor película extranjera y de nuevo el galardón al mejor director en Cannes por Demasiado tarde (Le mura di Malapaga, 1949), con guion de Aurenche y Bost y el papel protagónico de Jean Gabin, la gran estrella francesa del momento. Su solvencia era tan evidente que hasta sospechosa resultaría después para parte de la crítica de cine francesa.

Juegos prohibidos (1952)

Inicialmente la idea con Juegos prohibidos era hacer un cortometraje que hiciera parte de un filme de tres partes, con tres directores diferentes que se llamaría en inglés Cross My Heart and Hope to Die. El proyecto se quedó sin financiación y todo parecía a punto de ser archivado. Sin embargo, el productor Robert Dorfmann alcanzó a ver lo filmado y le pidió a Clément que convirtiera su segmento en un largometraje. Una petición similar le hizo Jacques Tati, a quien Clément dirigió en el cortometraje Soigne ton gauche (1936), cuando ambos eran un par de novatos.

Y así se llevó a cabo. A su sobria construcción contribuyó la música original que compuso el español Narciso Yepes, un único solo de guitarra que acompaña armónicamente las aventuras de estos niños, sin interferir y sin poner ningún acento dramático. Ya es suficiente con la situación vivida allí. Francia consideró el filme como de mal gusto y no quiso presentarlo en el Festival de Cannes, pero triunfaría en Venecia, obteniendo el León de oro, mientras en Hollywood se alzaría con el Oscar honorario a la mejor película extranjera, el segundo en la carrera de Clément (recordemos que la categoría oficial a mejor película en lengua extranjera se estableció en 1957). El filme vivía buenos tiempos.

Juegos prohibidos (1952)

Pero la temporada soleada no iba a perdurar mucho. En enero de 1954 Truffaut, a quien tanto he mencionado en este artículo, publica en la revista Cahiers du cinéma el manifiesto llamado “Una cierta tendencia del cine francés”, en la que echa por tierra el cine galo tal como se conocía hasta ese momento, enfocando su ira en el cine pulido y académico de los guionistas Aurenche y Bost, a los cuales ridiculiza y acusa de los males que padece la cinematografía de su patria, impugnando la llamada “tradición de la calidad” representada en el cine literario basado en adaptaciones poco fieles, con desprecio a la fuente original, a la que se daban el lujo de reinterpretar por medio de un sistema de “equivalencias” donde poco quedaba del espíritu original de los textos. “Aurenche y Bost son esencialmente literatos, y yo les reprocharía aquí el despreciar el cine subestimándolo. Se comportan frente al guión como se cree reeducar a un delincuente buscándole trabajo; creen siempre haber “hecho el máximo” por él adornándolo con sutilezas, en esa ciencia de matices que forma el tenue mérito de las novelas modernas. Éste no es, por cierto, el defecto menor de los exégetas de nuestro arte, que creen honrarlo usando la jerga literaria”(4), escribía Truffaut.

El mal estaba hecho y Juegos prohibidos cayó dentro de ese grupo de películas malditas que no merecían ser consideradas ya, el arcaico cinéma de papa de la postguerra, cuyos esquemas fueron superados por la nueva ola del cine francés. También los grupos de izquierda acusaron al filme de burlarse de la clase obrera, representada en los iletrados y toscos campesinos protagonistas. A Truffaut y a sus colegas les producía sospechas el cine unánimemente galardonado de Clément, signo inconfundible de que hacía parte de un establecimiento fílmico que ellos aspiraban derrumbar.

Juegos prohibidos (1952)

El tiempo sedimenta todo y Juego prohibidos se ve hoy como uno de los más hermosos intentos por explorar el inasible universo infantil desde una perspectiva propia, que da una desesperada respuesta personal a una situación de extremo dolor, desprotección y abandono. Allá van Michel y Paulette arrastrando en la noche una carretilla llena de cruces, mientras en el firmamento se escucha el estrépito de los bombardeos, las ráfagas iluminan el cielo y el ambiente se siente lleno de humo. Allá van con su secreto a cuestas, allá van llevándose también los últimos jirones de una infancia marchita, definitivamente, por la guerra.

Referencias:

1. “Siempre he contado historias de amor y de niños”, sitio web: Francois Truffaut [en castellano], disponible en: http://www.truffaut.eternius.com/escritos_truffaut_8.htm

2. François Truffaut, The films in my life, New York, Da Capo Press, 1994, p. 199.

3. “They Stole Crosses”, sitio web: Time Magazine, disponible en: htpp://www.time.com/time/magazine/article/0,9171,858954,00.html

4. François Truffaut, “Una cierta tendencia del cine francés”, en: Joaquim Romaguera y Homero Alsina Thevenet (eds.), Textos y manifiestos del cine, Madrid, Cátedra, 1989, p. 233.

Publicado originalmente en la Revista Universidad de Antioquia No. 312 (Medellín, abril-junio de 2013) con el título “Dos instantes junto a René Clément”
©Editorial Universidad de Antioquia, 2013

Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

Compartir: