La luz que no agoniza: Una historia de Lisboa, de Wim Wenders
¿Qué puedo querer de mí, o de no importa quién en este mundo?
Si me falta amor. ..
Si me falta amor…
¡Dios mío, y yo que no tengo amor!
-Fernando Pessoa
En Alicia en las ciudades (Alice in den Stadten, 1974), Philip Winter (Rüdiger Vogler) es un taciturno reportero gráfico que recorre parte del este de Estados Unidos, tomando instantáneas de un país que se le antoja ajeno Sus imágenes parecen incompletas, algo les falta, algo que Winter no es capaz de definir: la realidad parece más completa que la fotografía que su Polaroid le entrega. Después de algunas triquiñuelas del destino, nuestro reportero emprende la búsqueda de la abuela de Alicia por las europeas calles de Amsterdam y Wuppertal, en un periplo en el que, acompañado de esta niña, Winter trata, con dificultad pero con optimismo, de encontrarse o sí mismo. Aunque Alicia recupera al fin su familia, la pesquiso de Winter quedó en suspenso…
Philip Winter volverá uno y otra vez en la filmografía de Wim Wenders, tan recurrente en ella como mutante en oficios: marinero, escritor, conductor de un camión, detective cazarrecompensas. Rüdiger Vogler lo ha encarnado en varias ocasiones y luego de interpretarlo en Tan lejos, tan cerca (In weiter Ferne, so nah!, 1993), vuelve o nosotros en Una historia de Lisboa (Lisbon Story, 1994), convertido en un ingeniero de sonido alemán que atraviesa media Europa paro llegar a Lisboa a ayudar a un director de cine amigo suyo, que está teniendo dificultades con el rodaje de un filme. Curiosamente ese director se llama Friedrich Monroe (Patrick Bauchau) a quien Wenders nos presentó -y mató- en El estado de las cosas (Der Stand der Dinge, 1982); se trata entonces de una “resurrección” del personaje, en un filme que requería la presencia de un director de cine.
La secuencia inicial, con Winter en su automóvil, evoca lo mejor del cine del Wenders primero, esa road movie de perpetuo desplazamiento externo e interno, con personajes que tratan de sacudirse de crisis varias, moviéndose de un sitio a otro. Como en Alicia en las ciudades, Winter es un coleccionista, pero ya no de imágenes, sino de sonidos. Instalado en la casa de su amigo director, se dedicó a recorrer los calles de Lisboa en busca de los ecos cotidianos, de lo voz de lo gente, del murmullo del viento y del tronar de los máquinas. Y siguiendo con los vasos comunicantes con Alicia…, aquí también hay niños y una búsqueda, algo gaseosa, que da sentido a lo película: Monroe ha desaparecido, dejando de lado su proyecto fílmico inicial y dedicándose a actividades que son poco claras. Winter pasa entonces sus días grabando la voz de la ciudad mientras indaga por su amigo ausente, y las noches tratando de conciliar una tregua con los zancudos, en busca de una paz esquiva que le permita leer con calma la poesía de Fernando Pessoa.
Concebido inicialmente como un documental sobre la ciudad, pagado incluso por el ayuntamiento local, Una historia de Lisboa terminó, en manos de Wenders, convertida en uno pieza argumental llena de color local portugués, pero también de momentos propagandísticos gratuitos, que quizás le restan credibilidad a un filme por lo general sensible, gracioso y bien intencionado. ¿Y cuáles elementos serían esos? Primero la poesía de Pessoa, cuyo enorme talento y sensible arte ameritaban un tratamiento más elegante y complejo que lo simple lectura, entre sábanas y mosquitos, de algunos de sus poemas y escritos. Lisboa entera respira el espíritu de Pessoa y de sus heterónimos, sus pasos aún resuenan, su voz todavía se escucha en un susurro, y de veras Wenders se queda corto en el retrato que quisiera hacernos de ese hombre gigantesco que fue muchos y fue uno solo. El otro elemento gratuito, éste sí más elaborado, es la música. Winter se levantó una noche atraído por una voz y una música que parecen provenir de la misma casa y, tras una puerta, descubre a un grupo tocando. La voz mágica de Teresa Salgueiro y los músicos del sexteto Madredeus invaden el ámbito de la casa, llenándola de luz. Winter y todos los espectadores quedamos asombrados ante su virtuosismo. Esa voz me recordó un poema de Aurelio Arturo, llamado -he ahí el destino travieso- Todavía:
Cantaba una mujer, cantaba
sola creyéndose en lo noche,
en la noche, felposo valle.
Cantaba y cuanto es dulce
la voz de una mujer, ésa lo era.
Fluía de su labio
amoroso la vida.
la vida cuando ha sido bella.
Cantaba una mujer
como en un hondo bosque, y sin
mirarla
yo la sabía tan dulce, ten hermosa.
Cantaba, todavía
canta…
Wenders ya había escuchado antes a Madredeus y, además de encargarles la elaboración de la banda sonora, los incluyó en el filme, representándose a sí mismos y convirtiendo a Teresa en un interés romántico para Winter. El grupo, de bellas resonancias folclóricas y pop, ilumina con su presencia el filme y fue para muchos -y me incluyo aquí- la oportunidad de conocerlos y escucharlos por primera vez; pero el verlos allí en vivo y en directo, sin otra función distinta a tocar su música, no deja de tener cierto sabor comercial y publicitario. Sin embargo, antes que servir como un vehículo para atraer turistas a Lisboa, lectores a Pessoa y espectadores a Madredeus, la película debe ser vista como una declaración de fe en el oficio del cineasta, más ahora cuando parece que hay un agotamiento de lenguajes, contenidos y estructuras, a punto de asfixiar al cine.
Lo que Winter encuentra en la casa es una película en blanco y negro, muda, filmada con un cinematógrafo de principios de siglo, a la manera de un documental sobre la ciudad y su gente. Suponiendo que la ayuda que el director requiere de él sea la inserción de los sonidos que correspondan a las imágenes, Winter se da a la tarea de buscarlos, mientras recorremos las tranquilas calles de Lisboa a su lado. El cielo, de un intenso azul, es nuestro compañero perpetuo. Son los momentos más hermosos de la película, cuando Winter, armado de su boom y de su grabadora, parece más un cazador de mariposas sonoras, ávido de capturar la más bella, la más colorida, la más etérea. La calidez de la mirada de Wenders, otra vez y como siempre, sobreponiéndose e imponiéndose a la trama y al diálogo.
Pero lo que nuestro sonidista no sabe es que el director Monroe ya ha abandonado esa película, pues le parece que a esas escenas cotidianas algo les falta, que su espíritu inocente ya no va más en el mundo del cine de hoy y que el ojo del director que las filma les resta pureza y sinceridad. Monroe se ha lanzado entonces a un nuevo experimento: tratar de captar las imágenes en bruto, sin intervención humana, con una cámara en la espalda y dejando otras escondidas en lugares abandonados, tarros de basura y sitios diversos, siempre en funcionamiento, captando todo lo que pase por la lente, todo lo que la luz le permita filmar. La imagen pura, la realidad tan solo.
Cuando Winter encuentra a Monroe y se entera de sus planes, asistimos en un viejo teatro abandonado -símbolo muy probable de la decadencia del cine actual- a una pesimista declaración sobre el porvenir de este arte, muy al estilo de las reflexiones de El estado de las cosas. Monroe ve que no hay salida a la crisis del cine actual, consumido por el mercantilismo de sus productores y por la falta de originalidad y talento de sus directores, que utilizan las películas -unos y otros- no ya para contarnos una historia, sino para vendernos una. Pero Winter -y con él Wenders, no lo duden- tiene fe en el futuro y logra rescatar a Monroe de su catatonia espiritual para convencerlo de que el cine aún tiene lugar, de que es posible filmar “como si fuera el primer día de la creación” con ojos inocentes, sin segundas intenciones, como una auténtica labor de amor.
Mientras haya esperanza, mientras haya sensibilidad en nosotros, el cine tendrá cabida en nuestro existir. Necesitamos soñar, necesitamos que por un instante olvidemos quiénes somos y qué pasado arrastramos, para volver a ser como niños, puro presente y puras ganas de soñar. Y el cine es el mejor instrumento para lograr esto: sus imágenes prolongan nuestra vida, nos hablan del pasado, avizoran el futuro, nos salvan de la muerte y del olvido. Ya lo decía el maestro Manoel De Oliveira, dando testimonio en esta película “En el cine, la cámara puede fijar un momento, pero ese momento ya ha pasado. El cine conserva la huella de un fantasma, de ese momento. Ya no estamos seguros de que ese momento haya existido fuera de la película. ¿O es que la película garantiza la existencia de ese momento?” Pienso que el cine preserva nuestra memoria, la salpica de fantasía y la hace reverdecer día a día, cuando las luces se apagan y el proyector se enciende. El propio Wenders lo dijo a raíz del estreno de El cielo sobre Berlín (Der Himmel Über Berlin, 1987) “El cine debe intentar otra vez serie útil a los hombres”. Y lo es en la medida en que nos refleja y nos engrandece.
A pesar de los gritos apocalípticos de algunos, la luz del cine no agoniza, se queda aquí, junto a nosotros, con la promesa de no permitir que se apague, de mantener encendida y fuerte esa llama que directores a los que nunca les ha faltado amor, como Federico Fellini -a quien en este filme se le rinde homenaje de despedida-, François Truffaut, Ingmar Bergman, Andrei Tarkovski, Akira Kurosawa, Jean Renoir o Wim Wenders se han encargado de encender para nosotros. Mientras esto ocurra, habrá futuro para el cine y también -afortunadamente- para nosotros mismos.
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio no. 45 (Medellín, vol. 9, 1998), págs. 29-31
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1998
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