La mala semilla: Al este del paraíso, de Elia Kazan
“No existe una explicación simple de porqué llegó a significar tanto para tantas personas hoy día. Quizá es debido a que en su actuación tenía el talento intuitivo para expresar las esperanzas y temores que son parte de todos los jóvenes… de alguna forma mágica y fílmica se las arregló para dramatizar de manera brillante las preguntas que cada joven en cada generación debe resolver”
Joe Hyams, en James Dean: Little Boy Lost
No hay una presentación formal, ni nada que nos oriente, sólo el año en que transcurren los hechos: 1917. Él está sentado en un andén cuando lo vemos por primera vez, esperando que los pasos de una mujer se acerquen y lo superen. Esa mujer se dirige a un banco y de allí saldrá, para seguir siendo perseguida –de lejos, pero sin tregua- por él. Por su hijo Cal. Él quiere hablarle, quiere decirle que la odia, que no le perdona su abandono. Ella dirige el prostíbulo más famoso de Monterrey, él vive con su padre y su hermano mellizo en el valle de Salinas, cerca de allí.
Hay algo extraño en Cal, hay una agresiva fragilidad en su andar encorvado, en sus gestos dubitativos, en su aparente desorientación, en su mirada infantil. Cal, ayudado por una cámara inusualmente cómplice, parece ebrio a todo momento, preso de un estado de inconformidad vital del que no puede escapar. Cal mira de reojo y de lejos, y de su boca salen menos palabras de las que quisiera expresar. Cal quiere que lo quieran, quiere que lo acepten, que lo necesiten, pero no sabe como lograrlo. Cal es James Dean, en su primer papel protagónico en el cine, y tiene mucho más de James Dean que del adolorido joven californiano que John Steinbenk describió en su novela. Pero hay algo que ambos si tienen en común: los dos son ángeles expulsados del edén, viviendo en otro lado. Viviendo, ya lo adivinan, Al este del paraíso (East of Eden, 1955).
La película de Elia Kazan es una actualización de la historia de Caín y Abel y del paraíso perdido. El guionista Paul Osborn adaptó la parte final de la voluminosa novela homónima de Steinbeck, para construir este relato de dos hermanos -Aaron y Cal- que se disputan los favores de su padre, Adam (interpretado por Raymond Massey), un granjero cultivador de lechuga, un puritano obsesionado con la religión y la fe. “Yo me parecía mucho a Cal. Podríamos decir que Al este del paraíso fue, para mi, un acto de defensa propia. Su verdadero tema era la gente que no me entendía. De mi relación con mi padre, de cómo me desaprobaba siempre, de cómo él pensaba que yo no estaba haciendo lo que debería”, explicaba el director.
Kazan sólo está interesado en las posibilidades dramáticas de esta confrontación, y por eso desnuda su película de todo elemento innecesario y distractor. Prácticamente no hay un atisbo de vida familiar entre los hermanos y su padre, ninguna escena que nos sirva de puente dramático o de reconocimiento de los personajes. “Por aquella época” -recuerda el director en un diálogo con Jeff Young, “Yo le estaba dando muchas vueltas al tema de la importancia de la unidad en la obra de arte. John Howard Lawson dice en su libro acerca de la escritura de guiones que la unidad surge del clímax. Ésa es una idea muy fértil. Todos los elementos de una historia tienen que dirigirse hacia el clímax”. De ese modo, sumando clímax sucesivos, el director aumenta la tensión interna de su filme, pues sabemos que no quiere -ni va a darnos- descanso.
Para lograrlo va a requerir de algo más: de un actor a la altura de las circunstancias dramáticas pretendidas. Se llama James Dean y todavía no sabe que su nombre se va volver sinónimo de mito, de leyenda trágica. Mezclando una naturalidad y una espontaneidad propias de su juventud, con un lenguaje corporal que desplegaba una energía casi imposible, Dean era la elección perfecta para representar la tortura interna y las contradicciones que padecía Cal, abandonado por su madre e ignorado por un padre que ve en él los defectos de los que carece su otro hijo. A propósito recuerda Kazan, “No busqué mucho. Paul Osborne le había visto en una obra de teatro y me dijo que tenía que echarle un vistazo a ese chico que representaba un pequeño papel en el Royale Theater. Así fue como conocí a James Dean. Hablé unos diez minutos con él y luego llamé a Paul y le dije “Él es el chico”. Lo supe desde el primer momento”.
Kazan le hizo un screen test en la Warner y de inmediato lo vinculó a su proyecto fílmico. Aunque Dean no era de su completo agrado, a Kazan le parecía que el joven actor tenía conflictos personales irresolutos que encajaban bien con el personaje que iba a interpretar. El director lo acompañó desde Nueva York hasta California y al salir del aeropuerto, Dean le pidió que se desviaran para visitar a su padre. El director fue testigo de cómo ambos apenas si podían soportarse.
La dirección de actores lo era todo en Al este del paraíso. La película gira alrededor de intensos conflictos emocionales, uno de cuyos ejes siempre es Cal: Cal y su hermano, Cal y su padre, Cal y su madre, Cal y Abra. Kazan se las arregla para suprimir cualquier posibilidad de tiempos muertos que atenúen la atmósfera dramática de un filme que se sufre con visos de tragedia helénica. La caracterización teatral que el director quería para sus personajes no fue problema para Dean, cuya única experiencia previa era en las tablas. De allí se trajo una intensidad que contagió a todo el reparto y lo puso a magnificar unos conflictos que parece difícil que se acumulen en una misma familia, por lo menos en tan breve lapso de tiempo.
Como tratándose de un purgatorio vital que lo lleve a una posible y anhelada redención, el personaje de James Dean va sumando dolores y decepciones, mientras responde con violencia a todos los que pretenden acercarse a él. Cansado de rogar que lo quieran, incapaz de hacer que vean sus virtudes y portando el estandarte de la mala semilla, Cal va a demostrarles a todos que el dolor que le han hecho sentir va a estrellarse contra ellos mismos. Todo se desencadena con inusitada fortaleza para, al final, lograr un momento de paz, un instante de comprensión junto a su padre. ¿Será suficiente? La tregua que Elia Kazan nos propone para el final de su relato es una difícil redención, arduamente luchada, difícilmente disfrutada. Pero si queremos mirarla como un exorcismo personal nada nos lo impide. Los demonios íntimos estaban a flor de piel..
Texto publicado originalmente en la Revista Universidad de Antioquia no. 281 (Medellín, julio-septiembre /05) págs. 114-121
©Editorial Universidad de Antioquia, 2005
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