La Motta vs. La Motta: Toro salvaje, de Martin Scorsese
“Pude haber tenido clase. Pude haber sido un contendiente. Pude haber sido alguien, en vez de un vagabundo. Qué es lo que soy. Aceptémoslo”.
-Marlon Brando como Terry Malloy en Nido de ratas (On the Waterfront, 1954)
Las palabras del epígrafe de este texto –que es el más famoso monólogo de Brando en la película de Elia Kazan que le dio su primer Oscar- las está repasando frente a un espejo Jake La Motta (interpretado por Robert De Niro), antiguo campeón de boxeo de los pesos medianos, ahora convertido en comediante del hotel Barbizon-Plaza. Es 1964 y ya sus mejores años están atrás. En vez de su rutina de chistes, está recitando un monólogo serio, un lamento, una acusación. Un hombre –Terry Malloy- le reclama a su hermano que no lo protegió, que no se puso de su parte, que no lo guió por la senda adecuada y que por eso ahora es un vagabundo cuando pudo haber sido un contendiente serio a un título de boxeo, un aspirante con posibilidades, no el hazmerreír de sus semejantes.
Jake y Terry eran boxeadores, ambos tenían carreras deportivas exitosas, cada uno contaba a su lado con su hermano. Pero hasta ahí van las semejanzas. Terry puede reclamar que fue dejado solo y a su suerte en pro de intereses de otros, Jake solo puede mirarse en ese espejo y pedirse cuentas a él mismo, solo él fue el responsable de su caída, nadie más que él tuvo la culpa de su ocaso. Siempre La Motta fue el más duro contrincante de La Motta. En la secuencia de créditos con la que Martin Scorsese abre este filme lo vemos en el ring, dando pequeños saltos acompasados con el Intermezzo de la Cavalleria rusticana de Mascagni, mientras lanza golpes al aire a un rival invisible: a su propia sombra inderrotable.
Toro Salvaje (Raging Bull, 1980) es la crónica rigurosa del derrumbamiento físico y moral de un hombre con un don, con un talento deportivo que fue en últimas su ruina personal. Enfrentado a sus inseguridades personales, a los celos, a su misoginia, a su indomable personalidad, La Motta respondió siempre con la misma violencia que hacia erupción cada vez que salía a un ring de boxeo. Por eso terminó solo, sin su esposa, sus hijos o su hermano: todos le dieron la espalda cansados de soportarlo y padecerlo. Ya tenían suficientes heridas en el cuerpo, la mente y el alma. Más de las que podían tolerar. En su ceguera egoísta La Motta no los veía, solo abusaba de ellos una y otra vez.
Scorsese va a mostrarnos el arco completo de ascenso, gloria, caída y redención de este hombre, retrotrayendo la historia hasta 1941, cuando La Motta es un boxeador intentando suerte en los pesos medios. Al director los antecedentes del personaje no le importan, solo el resultado de ellos: un hombre con una sed y una ambición de un tamaño solo comparables al de su falta de brújula (paradójicamente esta es una película que adrede está llena de señales de orientación –avisos, carteles, letreros- tanto diegéticas como no diegéticas). Es un toro de lidia que acaba de salir al redondel de una plaza de toros: furioso y confundido. Scorsese nos muestra la furia en el ring y la confusión en su vida personal, atormentado por los celos y la desconfianza hacia su esposa. En esos dos ejes se mueve el filme. A una pelea de boxeo sigue un episodio que nos muestra lo incapaz que es de tener un momento de paz junto a su familia. La violencia no lo abandona nunca, es como un fantasma que lo persigue dentro y fuera del cuadrilátero. No es un hombre feliz, está demasiado atormentado y perturbado para serlo. ¿Qué busca, Qué persigue? ¿Qué hacer para calmarse? Ni él mismo lo sabe con claridad, jamás lo expresa con precisión. “Las películas de boxeo de los años treinta y cuarenta destacaban héroes que, a pesar de carecer de educación formal, eran de algún modo articulados y poéticos” (1), explica David Ehrenstein en su texto The Scorsese Picture. Jake La Motta era la antítesis de esos héroes. Su única certeza es la fuerza de sus puños. Y a ese vigor se acoge.
También Scorsese. Las secuencias de boxeo –que juntas no llegan a 15 minutos del metraje total del filme- están entre las más intensas jamás registradas por una película de ficción. Robert Rossen nos había mostrado décadas antes una aproximación en Body and Soul (1947), luego Stanley Kubrick lo intenta en la única secuencia de boxeo de El beso del asesino (Killer’s Kiss, 1955) y Robert Wise hizo lo propio en Somebody Up There Likes Me (1956). Aunque las secuencias de boxeo de las tres cintas están en su mayoría fotografiadas por detrás de las cuerdas del ring, por momentos la cámara se cuela al tinglado y vemos puntos de vista perceptuales, golpes dirigidos directamente a un espectador colocado en la posición del rival, contrapicados de ambos cuerpos trenzados y hasta lo que veríamos se fuéramos nosotros los que cayéramos a la lona, como ocurre con el protagonista de El beso del asesino. De igual manera las imágenes de Toro salvaje no tienen tampoco la distancia y objetividad de una transmisión televisiva de una pelea de boxeo: Scorsese quiere involucrarnos y por eso la película nos pone directamente junto a los boxeadores, en medio del ring, sintiendo que nos cae su sudor y su sangre en el rostro.
Sentimos la fuerza de sus embates, el sonido seco de un gancho de izquierda en el hipocondrio derecho del rival, la confusión que genera un golpe en plena cara, el calor y la humedad de la sangre que una arteria rota dispara, el desequilibrio vertiginoso que lleva a un hombre a caer desplomado sobre la lona. Nada de lo que hayamos visto previamente se parece a esto. Hay un virtuosismo casi irreal en esa aproximación tan profundamente visceral y adrenérgica a un combate. Esa cercanía, esa experiencia sensorial in-your-face nos contagia y a la vez nos repele. No queremos perdernos el próximo golpe que La Motta dé (o reciba) y a la vez queremos huir aterrados de ver tanto martirio físico, pues eso es a lo que los boxeadores se están sometiendo: a casi un exterminio voluntario. Además las secuencias van creciendo en intensidad hasta llegar al último combate, casi una expiación por parte de La Motta, en la que se deja golpear de manera inmisericorde por su eterno rival, Sugar Ray Robinson, devenido por la lente –urgente, caliente, ávida- del cinematografista neoyorquino Michael Chapman en un ser demoníaco en su frenesí revanchista y vengativo. Todo es un vértigo visual y auditivo imposible de describir, el mismo que siente un boxeador enfrentado a los puños de su rival de turno. La sangre hierve. Y la pantalla también.
Como ya mencionábamos la conducta de La Motta fuera del tinglado es exactamente igual a la que tiene dentro: golpes desenfrenados y tumbos erráticos. Toro salvaje no se trata de una biografía convencional y lineal, se trata de episodios aislados, una suerte de rounds individuales breves e intensos, que van minando el alma de La Motta y sus allegados, que no pueden impedir que aflore repentina su naturaleza conflictiva, celotípica y autodestructiva. Y ahí todo explota, sin que haya un momento de introspección, de remordimiento o culpa. Probablemente ese fue lo que atrajo a Martin Scorsese a esta historia. “Había encontrado el anzuelo –la autodestrucción, la destrucción de la gente a tu alrededor solo porqué sí. Yo era Jake La Motta” (2), confiesa el director, que a finales de 1978 no solo estaba deprimido y decepcionado por el fracaso de New York, New York (1977), sino que además estaba hospitalizado por su adicción a la cocaína y las interacciones de esta droga con la medicación que tomaba para su asma y otras enfermedades.
En medio del Festival de Cine de Telluride, en las montañas del Colorado, había perdido el conocimiento. Remitido a Nueva York, allí colapsó y fue internado con una trombocitopenia severa que amenazaba con generarle una hemorragia intracraneana. El hecho de que Isabella Rossellini, su pareja en ese momento, abandonara el país para irse a Italia por cuestiones de trabajo no mejoraba las cosas. En ese estado Robert De Niro fue a visitarlo al hospital. Ese punto límite al que había llegado Scorsese le pareció un buen momento para insistirle en un tema que ya había tratado infructuosamente durante años: convencerlo de llevar a la pantalla la autobiografía del boxeador Jake La Motta llamada Raging Bull: My Story, coescrita por Joseph Carter y Peter Savage y publicada en 1970. El actor le dijo: “¿Sabes una cosa? Podemos hacer esta película. Podemos hacer un gran trabajo. ¿Vamos a hacerla o no?” (3). Scorsese dijo por fin que sí.
“Me di cuenta que yo no tenía más para hacer. Había agotado todas las posibilidades. Incluso mis amigos se estaban yendo cada uno por su lado. Estaba solo. Era tiempo de volver a trabajar. Y lo que descubrí –está en Toro salvaje y en otras películas posteriores- es que yo tenía que reconciliarme con algo” (4). Su renuencia tenía que ver con que no le gustaba el boxeo y con que no sentía –hasta ahora- conexión alguna con la historia de La Motta, pese a que un entusiasta De Niro le propuso el asunto desde la época de Alicia ya no vive aquí (Alice Doesn’t Live Here Anymore, 1974). Mardik Martin y luego Paul Schrader trabajaron en diversas propuestas de guión durante la época de New York, New York, pero el resultado no dejaba satisfecho a Scorsese. Tras reunirse con los productores de United Artists, que expresaron sus reservas por algunas particularidades del guion, el director decidió irse con el actor al resort La Samanna en la isla de San Martín, en las Antillas, para modificar radicalmente el texto. “Bob De Niro y yo nos llevamos el guión a una isla a la que Bob quería ir y en eso trabajamos tres semanas, él y yo solos. Y en ese periodo escribimos el guión completo y, en cierto sentido, ensayamos la película entera, reescribimos todos los diálogos, todas las cosas” (5). Sin embargo no se dieron crédito como guionistas en el filme terminado: a Mardik Martin y Schrader se les reconoció su labor inicial. La decisión de rodar en blanco y negro tuvo que ver con el poder reflejar con más propiedad la apariencia de una época, con el haber visto siempre a los boxeadores en las fotografías monocromáticas de los periódicos y de los noticieros de cine, con asemejarse al trabajo fotográfico de Weegee y alejarse de los colores saturados de filmes como Rocky (1976). Sin mencionar el temor al deterioro progresivo e irreversible de las películas a color.
De Niro y el propio La Motta trabajaron juntos en el rol, no solo desde la perspectiva psicológica (enterándose de su vida, departiendo con él permanentemente) sino además boxeando más de 1.000 asaltos en un gimnasio de la calle 14, donde en varias ocasiones el actor le causó lesiones a su mentor. De Niro se ejercitó para alcanzar los 72 kg. de masa muscular de un peso mediano de boxeo y así rodar las escenas en el cuadrilátero, que se grabaron primero. La fotografía principal se inició en abril de 1979. El solo rodaje de las secuencias de boxeo tomó diez semanas en un estudio, dada la puntillosa coreografía requerida y el uso de una sola cámara. Luego la producción se detuvo cuatro meses mientras De Niro se iba a Europa a engordar 27 kg y así poder representar al La Motta retirado. Esto comprometió incluso su salud, se volvió hipertenso, respiraba con dificultad, roncaba, se cansaba con más facilidad. El rodaje concluyó en diciembre de 1979.
Cuando la película se estrenó al año siguiente, el 14 de noviembre de 1980 en el teatro Sutton en Nueva York, Scorsese tenía miedo que su película fuera su adiós al cine y que terminaría viviendo en Europa haciendo documentales y películas educativas para la televisión. “Puse todo lo que sabía y sentía [en Toro salvaje] y pensaba que podría ser el fin de mi carrera. Era lo que llamo la forma kamikaze de hacer películas: verter todo, luego olvidarse acerca de ello e irse y encontrar otra forma de vivir” (6).
Caer y levantarse como metáfora vital
Pese a sus pronósticos pesimistas, Toro salvaje se convirtió en una redención para la vida y la carrera de Scorsese –la película fue nominada a ocho premios Oscar y obtuvo dos, uno de los cuales fue para De Niro- y hoy no solo es considerada la cumbre de su carrera como cineasta, sino además la película más importante de los años ochenta y la mejor película deportiva según el Top Ten del American Film Institute. Aunque la película hacía un paralelismo con la vida de Scorsese en ese momento, Jake La Motta no es -sin embargo- un personaje que haya experimentado con claridad una transformación redentora, tan afín a los protagonistas de su cine.
Por más que el caer y luego levantarse, que son típicos de un boxeador, funcionen como una metáfora vital, y aunque La Motta se entrega a una golpiza voluntaria en el ring por haber cedido a su principios; y luego de ser puesto preso se da golpes en la cabeza contra una pared, desesperado por su situación personal, en realidad todo apunta a que Scorsese fue excesivamente referencial: “El hombre con su cara hacia la pared de la celda soy yo” (7), expresaba. Incluso la diciente cita bíblica con la que culmina la película (Juan 9:24-26) parece aplicar más al director que al boxeador: “Así que por segunda vez llamaron al hombre que había sido ciego y le dijeron: -¡Da gloria a Dios! Nosotros sabemos que este hombre es un pecador”. “Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo”. A ese respecto recordaba Paul Schrader que: “[la cita bíblica] es puramente Marty. No tenía idea que iba a estar ahí y cuando la ví me sentí absolutamente desconcertado. No creo que aplique para La Motta, tanto el de la vida real como el de la película. Creo que es el mismo tonto terminal al final como lo era al principio y creo que Marty está simplemente imponiendo la salvación en este tema por decreto” (8). Probablemente Jake La Motta y esta película le permitieron a Scorsese volver a ver, volver a verse.
El afamado crítico Richard Schickel le pregunta a Scorsese en su libro de entrevistas si Jake La Motta estaba encontrando la redención en el negocio del espectáculo y Scorsese le responde con moderación que, “Yo estaba esperando que para ese momento de su vida Jake se estuviera aceptando más él mismo. Eso es todo. El es más gentil con él mismo y con la gente a su alrededor. Si él llega tan allá en su vida, eso estaría bien. Es como esa frase de Diario de un cura rural: Dios no es un torturador; él quiere que seamos piadosos con nosotros, tomarlo con calma con nosotros mismos, en realidad. Y Jake de alguna forma llega allí” (9). De aceptarse, de eso trata Toro salvaje. No de una catarsis revulsiva, no de una epifanía. De mirarse al espejo y saber que somos lo que somos por culpa o virtud nuestra. Nada más. Tampoco nada menos.
Publicado en el libro Imágenes escritas: Obras maestras del cine, Fondo editorial Universidad Eafit, Medellín, 2014, p. 305-312
©Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2014
Referencias:
1. David Ehrenstein, The Scorsese Picture: The Art and Life of Martin Scorsese, Nueva York, Birch Lane Press Book, 1992, p. 69
2. Lawrence S. Friedman, The Cinema of Martin Scorsese, Nueva York, Continuum Publishing Co., 1997, p.115
3. Peter Biskind, Moteros tranquilos, toros salvajes, trad. Daniel Najmías, Barcelona, Editorial Anagrama, 2004, p. 505
4. Richard Schickel, Conversations with Scorsese, Nueva York, Alfred A. Knopf, 2011, p. 138
5. Andrew J. Rausch, The films of Martin Scorsese and Robert De Niro, Lanham, The Scarecrow Press, Inc., 2010, p. 74
6. Ian Christie, David Thompson, eds., Scorsese on Scorsese. Londres, Faber and Faber, 2003, p. 77
7. Michael Henry, “Raging Bull”, en: Peter Brunette, ed., Martin Scorsese: Interviews, Jackson, University Press of Mississippi, 1999, p. 91
8. L. S. Friedman, op cit., p. 114
9. R. Schickel, op cit., p. 145
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