Una mujer falible: La peor persona del mundo, de Joachim Trier
Julie es inestable, insegura, voluble, indecisa, caprichosa, irreflexiva, pretenciosa e incapaz de establecer compromisos a largo plazo; pero también es apasionada, sensual, graciosa, sensible y llena de energía. Tiene 29 años, es soltera, vive en Noruega, y no es la peor persona del mundo. Simplemente es una mujer de su generación y como tal se comporta: no desea ataduras, solo experiencias y sensaciones que la hagan sentir viva. Sabe que no tiene los pies sobre la tierra y que no ha encontrado su lugar en el mundo, pero tampoco le interesa una brújula que la oriente. No quiere ser cuestionada o criticada, y mucho menos aleccionada. Quiere que las cosas fluyan, que en ese devenir el universo la ponga en el lugar correcto con la persona adecuada, pero sin prisa, sin presiones. Mientras tanto se deja llevar por la corriente de los días, por las nuevas vivencias que reemplazan a otras que creía válidas, por los nuevos amores que reemplazan a otros que pensaba estables. El caso de Julie no es una anomalía, es una generalidad. Lo que consiguió hacer el director Joachim Trier en La peor persona del mundo (Verdens verste menneske, 2021) no fue poco: logró mostrarnos el retrato universal de una generación en crisis que no quiere reconocer que está al borde del abismo. Y lo hizo con desenfado, con humor agridulce, con una enorme honestidad. Casi que con conocimiento de causa, se diría.
Un prólogo, doce capítulos, un epilogo. Así está construida La peor persona del mundo, como viñetas aisladas -pero que progresan cronológicamente- de la vida de Julie. Hay mucho de Rohmer, del Godard de Vivir su vida, de Baumbach y de Woody Allen en el retrato fragmentado que Joachim Trier hace de esta mujer. Una voz en off en tercera persona le da un tono de cuento a este relato, que no es exactamente de iniciación, sino de reencuentro con ella misma, del hallar un autoconocimiento que para ella es algo esquivo. En últimas lo que Julie (la magnífica actriz noruega Renate Reinsve) está buscando –mediante ensayo y error- es darle un sentido, un significado a su vida, simplemente es que no sabe cómo. Teme asumir responsabilidades, aplaza enfrentarse a decisiones vitales, no quiere asumirse como adulta.
Durante la mayoría de la narración Trier la mira objetivamente, sin juzgarla ni intervenir. La ve resbalar, darse de bruces contra el piso, tratar de levantarse y de nuevo caminar, pero no le ofrece un salvavidas. Si en sus decisiones aparentemente impulsivas arrastra con los sentimientos de alguien, la deja hacer. Para él esas son víctimas colaterales del proceso vital de Julie, algo que ella tiene que experimentar, quizá para arrepentirse de lo que hizo, quizá para nunca volver la vista atrás. Tampoco sabremos si de sus decisiones ella aprendió algo o no. Su mente es un misterio, siempre la vemos hacer, no reflexionar sobre lo que hizo: ese es el signo de su generación. Obrar “sin mente”. Tirarse del avión y luego verificar si se lleva un paracaídas en la espalda. Ah y confiar en que uno aterrice en una montaña de colchones.
Parte de sus conflictos se derivan de su dependencia emocional y de la creencia suya de que ahí está la solución a su vida. Su relación con un hombre unos quince años mayor que ella, un exitoso dibujante llamado Aksel (Anders Danielsen Lie), parece llenarla y darle estabilidad, pero progresivamente Julie se siente –son sus palabras- como teniendo un papel secundario en su propia vida, como viviendo una existencia ajena. Lo curioso es que ese “despertar” inesperado de su consciencia, esa brecha generacional ahora sí importante, se lo da la aparición de otro interés romántico, no un ejercicio auténtico de introspección. Para ella la pasión renovada es la respuesta, otros brazos y otro cuerpo son la solución. Esa embriaguez es la que necesita, con eso le basta.
En el tercio final de la película el director Trier se cansa de dejarla obrar a su libre albedrío y le manda dos mazazos vitales prácticamente simultáneos y totalmente intencionales. Dos situaciones a las que debe enfrentarse por sí misma, sin que pueda huir dándole la espalda al problema, sea confiando en su suerte o refugiándose en un nuevo amante, en el licor, en una fiesta extendida, en el sexo. Julie se da cuenta de repente de que somos frágiles y finitos, que todos nuestros actos implican consecuencias y que muchas veces es imposible dar marcha atrás a lo que hicimos. Eso nadie se lo dice. Eso lo vive de primera mano esta mujer, por fin enfrentada a algo que escapa a su aquí y ahora, a su forma entre romántica, ingenua y despiadada de asumir la realidad.
La peor persona del mundo es una película excepcionalmente bien concebida y mejor ejecutada. Su fragmentación narrativa suprime los tiempos muertos y la llena de micro clímax continuos, concentrando el relato en los aspectos más relevantes –y que más le interesan al director- de la vida de esta joven. Además se permite un humor sofisticado, que emerge de lo cotidiano, de lo que somos al interactuar con los demás, no de situaciones forzadas. Sus diálogos destilan naturalidad y frescura, y el nivel de las actuaciones de los tres protagonistas es notable, incluso Renate Reinsve obtuvo el galardón a la mejor actriz en el Festival de Cine de Cannes de 2021 por este rol.
Es un logro gigantesco el poder convertirse en un espejo generacional y este filme lo ha conseguido. Sin embargo, el título del filme (aunque sé que es irónico) es injusto. Ya lo había expresado antes al inicio de este texto: Julie no era la peor persona del mundo, ni ella se consideraba así. Es una mujer que no tenía aún respuestas sobre sí. Es una mujer joven y punto. Sin más adjetivos que la califiquen o la descalifiquen. Y si la película hubiera sido protagonizada por un hombre de su edad, hubiera cometido los mismos errores o incluso más. Pero esa es la vida. Caerse para volver a echarse a andar, quizá en esta ocasión con pasos más firmes.
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