La sed eterna: Adiós a Las Vegas, de Mike Figgis

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Una ola de pesimismo recorre hace algún tiempo al cine norteamericano que, con frecuencia, recurre a la glorificación de temas y personajes que por su ubicación al margen de la sociedad no hubieran sido nunca protagonistas de las epopeyas pro-americanas que Hollywood mismo impuso y que diversos factores sociales, económicos, políticos han ido cambiando lentamente por producciones más pequeñas, de un corte liberal y de un tono indudablemente más oscuro, donde la violencia es la principal invitada.

En algunas de estas cintas, a la marginalidad de sus temas hay que sumar la de su realización, hecha con recursos limitadas fuera de las fronteras pudientes de los grandes estudios, cuyo poder económico impone ciertas restricciones creativas para no ver afectada su valiosa inversión, excepto en el caso de que tengan ante si a un director lo suficientemente importante como para tolerarle -benevolentes- algunos excesos: Scorsese, Stone, Tarantino, Spike Lee, Polanski, Schrader y unos pocos más.

Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, 1995).

Los demás deben someterse al yugo de los productores o aventurarse al cine independiente por física necesidad antes que por una vocación obstinada. Así le pasó al director, guionista y músico inglés Mike Figgis, cuyos mediocres filmes previos como Stormy Monday (1988) o Liebestraum (1991) o aquellos estrenados entre nosotros -pero no por eso menos irregulares- como Sospecha mortal (Internal Affairs, 1990) o Mr. Jones (1992) con Richard Gere y Lena Olin, le hicieron buscar los caminos del cine independiente para filmar -curiosamente- una de las películas más unánimemente aplaudidas del momento: Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, 1995).

El guión del propio Figgis se basa en una novela semiautobiográfica de John O’Brien, un autor alcohólico que se suicidó dos semanas antes de que la película empezara a rodarse. La adaptación del texto -fidedigna o no, no tiene aquí importancia- centró la historia en dos seres, cuyo encuentro es básicamente el encuentro de dos soledades.

De amor y soledad
Ben Sanderson (Nicholas Cage) es un guionista de cine de Los Ángeles que, despedido por su dipsomanía, se va a Las Vegas a beberse sus últimos dólares, sin otro propósito distinto a morir: en la ciudad donde todo el mundo juega, Ben apuesta todo a su propia muerte. Allí conoce a Sera (Elisabeth Shue), una prostituta callejera a la que aborda como un cliente más, pero que antes que sexo le pide un poco de atención, para, por medio del diálogo, hacer menos pesada su carga mutua de soledad y hastío. No conocemos las motivaciones de ninguno de los dos. Poco se nos dice de su pasado y menos de su incierto futuro. No sabemos por qué bebe Ben o desde hace cuánto. No importa, los motivos del alcohólico pocas veces son concretos. No sabemos por qué Sera se siente unida a él, por qué va cultivando un sentimiento romántico hacia su tambaleante ser. No importa tampoco, el amor no conoce motivos.

Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, 1995).

Un alcohólico y una prostituta encajan perfectamente para una fábula rosa en la que ambos son redimidos y encaminados hacia una recuperación social tan falsa como inútil, no sin antes mostrarnos la glamorosa y estilizada vida en las calles, como sólo ocurre en la mente aséptica de Hollywood, donde todos los borrachos dicen frases inteligentes, visten impecablemente, huelen bien y son capaces de actos heroicos, y donde todas las prostitutas son hermosas, cultas, nobles y honestas. Por eso lo mejor de Adiós a Las Vegas es, sin duda, su falta de propósitos moralizantes. No hay aquí implausibles redenciones o milagrosas salvaciones como -qué paradoja- sólo se ven en las películas. Aquí lo que hay es dolor, pesar y la sensación de ser ahora más que nunca un espectador inerme ante un destino cuyo final no hay modo alguno de alterar.

Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, 1995).

Las que esta película describe son una atmósfera y una época muy distintas a la de cintas con un tema afín como Días sin huella (The Lost Weekend, 1945) o Harvey (1950) que mostraron con valentía -para su momento- el mundo de un hombre sumido en el alcohol, pera que a la postre es rescatado por su familia y la sociedad. Acá ya Ben no hace parte de un núcleo social que pueda hacer algo por él. Está solo y dispuesto a morir; su encuentro con Sera es un accidente que en nada altera sus planes. Su caída es brutal y tremendamente penosa: Nicholas Cage, en una actuación que supera cualquier expectativa, navega tembloroso en un estado de semi inconsciencia a lo largo de casi toda la cinta, retratando a un hombre por encima de cualquier prejuicio moral, que entre espasmos, delirios, arcadas, gritos y caídas le está diciendo adiós, no a Las Vegas, sino a un mundo que ya no tiene para él ningún sentido La perfecta construcción de su personaje -que le hizo merecedor del Oscar y de una larga lista de galardones- provoca en el espectador una extraña mezcla de sentimientos que van desde el rechazo hasta la conmiseración, pasando por el dolor de verlo destruirse pegado a una botella siempre dispuesta a ser bebida.

Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, 1995).

Cage, sobrino de Francis Ford Coppola, inició su carrera en el cine en 1982 y siempre se ha caracterizado por una actuación etérea, con un particular distanciamiento hacia sus personajes, al que colaboran su tono de voz y su aspecto físico, alejados de los cánones del galán típico. Esto, por supuesto, juega a su favor en esta película, sin que se le resten méritos a su actuación. Actuación en la que es inútil buscar un mensaje pro Alcohólicos Anónimos o un panfleto que alerte de los peligros del licor, como tampoco -por supuesto- una apología al alcohol, y no creo que ver esta cinta induzca o alguien o iniciarse en tan discutibles placeres. Este es tan sólo el itinerario infernal de un viaje que no tiene retorno. Eso lo sabe Sen, eso lo sabe cualquier persona que bebe.

Otra cosa ocurre con Sera. Su contacto con Ben genera en ella un cambio, que está lejos de ser la transformación inexplicable de callejera a gran dama como en Mujer bonita (Pretty Woman, 1990) o en alguna de sus variaciones. No. Aquí hay un cambio discreto, un despertar inesperado del afecto cuyo origen ella mismo no se explica. Quizás haya que recurrir o Italo Calvino cuando en uno de sus textos dice: «Se conocieron. Él la conoció a ella y a sí mismo, porque en realidad nunca se había conocido. Y ella lo conoció a él y a sí misma, porque aún habiéndose conocido siempre, jamás se había podido reconocer así».

Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, 1995).

En un recurso estilístico interesante, Sera le va narrando sus días junto a Ben o un interlocutor invisible, al parecer un psicoterapeuta, pero que bien puede ser usted o yo. Somos confidentes de su ilusión, de sus sueños rotos, de su vida difícil, de su insaciable búsqueda de cariño. Sera nunca dejo de recorrer las calles, su cercanía a Ben le hace abrir lo mejor de sí, pero el curso de su existir era el mismo: amargo, solitario, sin rumbo. El director ha sentido respeto hacia su personaje y aunque las escenas que describen su modo de vida son tan duras como podrían esperarse, no hay en ellas la vulgaridad de otros filmes, sino más bien una mirada trágica que nos hace sentir apenados de ser testigos de su humillación y avergonzados de ser parte de una sociedad de consumo que es capaz de comprar -sin remordimientos- todo tipo de objetos, seres humanos incluidos.

Elisabeth Shue, una joven actriz con pocos pergaminos en el celuloide -quizás su rol más importante haya sido en Adventures in Babysitting (1987)- realizó acá una gran interpretación paro dar vida a una Sera auténtica, cuya belleza arisca y sus modales bruscos nos hablan del frío del pavimento de unas calles repletas de seres como ella, mendigos de un amor esquivo al que parece que no tienen derecho.

Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, 1995).

Rodeados por otros personajes menores que se deslizan por lo memoria como caricaturas poco concretas, Ben y Sera comparten un tiempo breve que ambos saben que no podrá prolongarse. No lo viven intensamente, lo padecen con amargura y desazón: el llanto de Sera, a horcajadas sobre Ben agónico, es el llanto de saberse condenados de antemano, sin poder ni querer cambiar las cosas. ¿Pesimismo? ¿Cobardía? No, más bien lo aceptación resignada de una decisión que más que nosotros mismos, es la vida la que la ha tomado. Y así cualquier rebeldía es inútil.

Filmado en dieciséis milímetros y a un costo de tres millones quinientos mil dólares, Mike Figgis nos trae de esta manera su versión amarga de una historia de amor en estos tiempos difíciles y lo que vemos ante nosotros -tras sus colores contrastantes y sus luces de neón- es un filme intenso, conmovedor y tremendamente brillante. Mucho más arriesgado y valioso que las encopetadas producciones de Hollywood, caducas y predecibles hasta la náusea. Poco queda por decir; tan sólo que tras el trago áspero que Adiós a Las Vegas nos hace sorber gota tras gota, logramos entender que la sed eterna que nos mueve no es la del licor -fácilmente saciable- sino otra más enfermiza y apremiante, la sed -claro- de amor.

Publicado originalmente en la Revista Kinetoscopio no. 37 (Medellín, vol. 7, 1996)
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1996

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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