La soledad del honesto: Ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica
« ¿Bicicleta? –replicó-, ¡pero si en Roma se roban de cuatrocientas a quinientas diarias!»
-Luigi Bartolini, Ladrones de bicicletas
1. Emoción – conmoción
Roma, en los primeros años después de la Segunda Guerra Mundial. Antonio Ricci, un hombre largamente desempleado, padre de dos hijos, consigue un empleo modestísimo pegando carteles en las paredes de la ciudad. Su esposa amorosamente le arregla la gorra del uniforme; Bruno, el hijo mayor, –un niño apenas- le limpia la bicicleta y lo acompaña a ese primer día de trabajo, esa jornada que representa no solo reintegrarse al mundo laboral, sino además prosperar, volver a tener ilusiones, volver a ser parte de un tejido social que lo ha marginado. Todo lo que he mencionado hasta ahora –que es el inicio de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948)- todo, repito, es un material dramático altamente inflamable y susceptible de cualquier tipo de manipulación sentimental, no necesariamente honesta.
Y eso que el punto de quiebre aún no ocurre. Lo hará cuando haga su aparición el sujeto que da título a la película y que deja a Antonio sin su vehículo y frente al vacío. La nada representada en la inoperancia de la ley, en la confabulación y el silencio de los bandidos, en la imposibilidad de recuperar una bicicleta ya seguramente reducida a partes y vendida en el mercado ilegal. Lo que queda es un ciudadano sin salidas, llevado al límite de la angustia y de la desesperanza, un ser que deberá descender a donde jamás pensó, dejando atrás sus valores, su moral, para terminar cubierto de vergüenza y de lágrimas. Y nosotros como espectadores terminamos conmocionados, llenos de genuina emoción, de humana solidaridad para con un hombre que no es capaz de mirar a los ojos a su hijo Bruno, tal son el bochorno y la pena que siente. De repente cesan las sospechas que teníamos frente a que íbamos a ser reducidos a títeres, manipulados por un guion sensiblero dispuesto a engañarnos. Cesan las sospechas y el cinismo, todo cesa y queda un enorme silencio en el alma, ese que acompaña a la sensación de haber asistido a un réquiem, al funeral de toda esperanza.
¿Cómo logra el arte emocionarnos? ¿Qué fibras humanas tiene que hacer vibrar? ¿Cómo consigue una película como Ladrón de bicicletas tocarnos de una forma tan auténtica? La intención del director Vittorio De Sica era conmovernos, pero eso no necesariamente se traduce en una emoción genuina, que de veras nos afecte y nos estremezca de manera tan fuerte. Tiene que haber de parte del autor un conocimiento profundo de la experiencia humana y de cómo representarla de manera tan realista, tan fácilmente apropiable por parte de un espectador que se identifica con ella como suya. El neorrealismo italiano –al que esta película se inscribe- buscaba reflejar la realidad cotidiana y denunciar el abandono y la crisis social y económica de la postguerra mediante medios cinematográficos lo más transparentes posibles. Y, sin embargo, Ladrón de bicicletas es una ficción, perfectamente planificada para dar la ilusión de realidad. Su compromiso con esa ilusión, con la representación verista de la situación humana es absoluta. Casi milagrosa, podría uno decir.
2. La fuente
El prolífico novelista, poeta y grabador italiano Luigi Bartolini publicó su novela Ladrones de bicicletas en 1946. Es un relato en primera persona, protagonizado por él mismo, que no es otra cosa que una invectiva contra la sociedad italiana, escrita inmediatamente después de la liberación aliada. Bartolini sufrió la persecución y el exilio por sus ideas antifascistas y debido a eso su texto es un largo ajuste de cuentas, un desquite asqueado. Con la disculpa del robo de una bicicleta de aluminio que él mismo padece (episodio que puede o no haber sido real), Bartolini recorre todo el lumpen romano buscando su vehículo y tratando de desentrañar el mercado negro de las bicicletas robadas y desguazadas, mientras se queja de la corrupción estatal y de la inoperancia de la policía y de la ley.
Investido de una autoproclamada superioridad intelectual y moral, otorgada por su condición de escritor y antifascista, Bartolini no deja institución en pie en su perorata contra el crítico estado de las cosas en su país, al que ve sumido en la pobreza, el caos institucional y la falta de valores de todo orden. Para él, que explícitamente anota que hace ese texto con la intención de ganar algún dinero, tuvo que haber sido una buena noticia el haber recibido una llamada del dramaturgo y guionista Cesare Zavattini, que le dijo, “He pasado la noche en blanco para leer de un tirón tu maravillosa novela, y mañana se lo propondré al director para que la represente en pantalla de cine” (1).
Zavattini llamó a Vittorio De Sica, para quien ya había escrito dos películas, y le comentó del libro y de la posibilidad de convertirlo en un guion y luego en una película. Decidieron entonces comprarle a Bartolini los derechos cinematográficos. Zavattini hizo la adaptación y en el guion trabajaron cinco escritores –incluida Suso Cecchi D’Amico- además del propio De Sica y de Zavattini. Prácticamente del libro solo conservaron el título, la idea del robo de la bicicleta y la búsqueda infructuosa en medio de la indolencia policial y la compleja maraña de impunidad que rodea a los mercados de revendedores de bicicletas robadas.
Sobre la adaptación, De Sica relataba que “La verdad es que la historia se diferencia radicalmente del libro (que es verdaderamente alegre, colorido e incluso picaresco). Basta decir que el protagonista, la víctima del robo, no es Bartolini sino un cartelero que corre desesperado por Roma en busca de su vehículo. De esto se deduce otro ambiente, otros intereses, adecuados a mis medios y a mis objetivos. (…) Mi objetivo, decía, es el de descubrir lo dramático en las situaciones cotidianas, lo maravilloso en la breve, o incluso brevísima crónica, considerada por la mayoría como una materia gastada” (2). Preparando el guion, De Sica y Zavattini hicieron recorridos por la ciudad, visitaron la misa de los pobres en la iglesia de los Santos Nereo y Aquileo, fueron a un burdel en Via di Panico y al apartamento de una adivina, buscando hacerse una idea de cómo estos sitios deberían lucir en la película. En abril de 1948 el guion estuvo listo.
3. Hacer la película
De Sica tocó muchas puertas buscando financiación para su película, pero ningún productor italiano se mostró interesado en el proyecto. David O. Selznick desde Hollywood le escribió para darle su apoyo, siempre y cuando Cary Grant fuese el protagonista. En Londres De Sica contactó a Gabriel Pascal, pero este solo le ofreció doce millones de liras para hacerla. De nuevo en Roma De Sica obtuvo ayuda económica de su abogado, Ercole Graziadei; y a través de un amigo suyo pudo convencer al conde Cicogna de Milán de cofinanciarla. El director creó entonces su propia compañía productora, Produzione De Sica S. A., para sacar adelante el filme, cuyo presupuesto fue de cien millones de liras.
Coherente con los postulados neorrealistas, la mayoría de la película se rodó en locación en Roma y el resto en los estudios S.A.F.A., entre mayo y agosto de 1948. Hubo el dinero suficiente para que la producción le pagara como extras a cuarenta vendedores de bicicletas y poder mostrar sus locales informales reales, incluso se pagó a una compañía de bomberos romana para crear una lluvia vespertina en el mercado de Porta Portese. Para rodar la escena del robo de la bicicleta de Antonio se utilizaron seis cámaras y una sincronización perfecta con los semáforos del sector para que el ladrón pudiera escapar entre el tráfico. El supuesto realismo del filme corresponde a una muy bien planeada composición. Recuerden lo que decía André Bazin: “el realismo en el arte solo puede lograrse de una sola manera -a través del artificio” (3).
Ladrón de bicicletas contó con un reparto de actores naturales no profesionales. Relata De Sica: “Me dispuse a buscar a los actores. Se presentaron cientos de niños acompañados por sus madres y padres. No había nada que hacer con ellos. Eran todos de buena cuna, uno incluso vestido de soldado de infantería me cantó una canción patriótica. Sin embargo, me interesó el padre de uno de estos niños. Se llamaba Lamberto Maggiorini, tenía una cara que me llamó la atención por su fuerza emotiva, que se encontraba en los ojos, llenos de susto y bondad. Le hice una audición. Me gustó, Lo contraté. Era obrero en Breda” (4). Ya tenía a su protagonista masculino, ya había encontrado quien interpretaría a Antonio Ricci. A su esposa, María, le daría vida una periodista, Lianella Carell, que fue a entrevistar a De Sica y que terminó enrolada en el proyecto; mientras que Bruno, el hijo mayor, apareció sin buscarlo encarnado en Enzo Staiola, un niño que asistió al primer día de rodaje y se sentó al lado de De Sica. “Lo cogí por el brazo y lo mantuve pegado a mí por miedo a que se marchase. Cuando acabó la escena, mis colaboradores se pusieron a buscar a los padres de Enzo. Con él, el trío de protagonistas estaría completo” (5), evocaba el director.
El rodaje fue fluido pese a las limitaciones de los protagonistas. “Las cuidadosas instrucciones del director a los actores no profesionales de su reparto produjeron un nivel de destreza actoral que de lejos sobrepasaba el nerviosismo autoconsciente de los no profesionales en los filmes bien sea de Rossellini o Visconti” (6), nos dice Peter Bondanella en su texto de historia del cine italiano. Entre septiembre y octubre de 1948 se hizo la postproducción en S.A.F.A., para luego someterse a la censura oficial que por fortuna no fue severa. La película se estrenó oficialmente el 24 de noviembre de ese año en Roma, en el teatro Metropolitan. “Sin ser un enorme éxito, consiguió ser la octava película nacional más taquillera de la temporada, recaudando 252 millones de liras” (7). En Francia el éxito fue clamoroso: en el estreno en París estuvieron Jean Renoir, André Gide, Jacques Becker y René Clair, quienes acogieron generosamente al filme.
En 1950 en la entrega de los premios de la Academia de Hollywood, Ladrón de bicicletas recibió el premio honorífico a mejor película en lengua extranjera, pues aún no existía oficialmente la categoría del Oscar a mejor película extranjera (solo se introdujo en 1956). Si hubo alguien ofendido con todo este éxito fue Luigi Bartolini, quien sintió que su novela no había sido llevada apropiadamente a la pantalla e incluso emprendió acciones legales contra el filme y sus realizadores. En una reedición de su libro en 1954 escribía que “en la película, que no define época alguna, no se advierte un caballero ni buscándolo con candil; en cambio, en la novela, los caballeros ponen en jaque a los ladrones” (8). Era obvia su decepción: él no era el protagonista de la película, tal como supuso.
4. Padre e hijo: panorama de la soledad
“Desde una perspectiva marxista, la solidaridad entre los individuos de una misma clase es un elemento fundamental para el progreso social. (…) En 1948, cuando De Sica rodó Ladrón de bicicletas, el mito de la solidaridad había adquirido una dimensión utópica absolutamente alejada de la realidad que acababa cuestionándolo. (…) Al afrontar el problema de la difícil cohesión humana y destruir el mito de la solidaridad, la película pone en evidencia la crisis del idealismo” (9), escribe Ángel Quintana en su texto sobre el cine italiano. Y André Bazin al escribir sobre este filme refuerza la idea al afirmar que, “la tesis implicada es de una maravillosa y atroz simplicidad: en el mundo en el que vive este obrero, los pobres, para subsistir, tienen que robarse entre ellos” (10). Antonio Ricci ante el robo de su bicicleta se enfrenta a una sociedad en la que su desgracia –pequeña para los demás, inmensa para él- es mirada con desdén, sospecha y sin conmiseración alguna. A pocos les importa realmente lo que le ocurrió, hay quien incluso le eche la culpa de lo sucedido por candoroso. Esta Roma de Ladrón de bicicletas es un lugar inhóspito donde el honesto, que pensaba encontrar solidaridad y justicia, siente, en vez de eso, el tamaño de su soledad.
La película en italiano -así como el libro de Bartolini- se llama Ladri di biciclette, o sea Ladrones de bicicletas. En inglés se conservó el plural, Bicycle Thieves, pero a la película en español decidieron bautizarla en singular, perdiendo de vista el punto que esa Roma que describe no solo tiene un ladrón, tiene muchos. Así como tiene muchísimos desempleados, arruinados, avivatos, gente con hambre, mujeres prostituyéndose, seres luchando como sea por subsistir. El boom económico de los años cincuenta aún no se concreta y esta sociedad se está desmoronando entre el caos, la corrupción y la amoralidad. En eso el libro de Bartolini es absolutamente claro.
El idealismo de Ricci, que le permite creer en la ley y en la solidaridad de aquellos tan pobres como él, se va derrumbando a medida que se enfrenta al laberinto kafkiano de la inoperancia policial, la falsa caridad católica, el desinterés de los comunistas y la abierta complicidad de los ladrones, sembrando en él una desesperanza y una frustración progresivas que, ya consciente de su total indefensión, lo llevan hasta los límites que el filme describe. Una trayectoria similar es la que sigue Bruno, su hijo, su fiel acompañante en la pesquisa de la bicicleta. La imagen idealizada que él tiene de su padre –de la que dan fe las miradas de admiración que le brinda- se va desdibujando a medida que progresa el relato. Bruno se cae un par de veces y su padre no lo nota, un par de autos por poco lo atropellan, recibe de Ricci una bofetada por cuestionarlo y al final debe presenciar lleno de vergüenza y dolor como su padre se convierte en uno de los pillos que han perseguido a lo largo de la película.
Gracias a eso entiende que su padre es un ser humano tan falible como cualquiera y que puede cometer un error. Ese acto de desespero lo baja del pedestal idealista en que el niño tiene a su padre, a quien admira ciegamente, y lo humaniza ante los ojos de Bruno, que le ofrece a Ricci su silente consuelo, el único que recibe en el filme. Bondanella lo resume bien: “El único remedio que De Sica sugiere, uno típicamente italiano, resulta del apoyo y del amor que Ricci recibe de su familia. No hay cuantía de determinismo o fatalismo que pueda destruir la especial relación entre Ricci y Bruno. Psicológicamente, la historia de De Sica solo tiene una resolución –el amor entre padre e hijo” (11).
La solidaridad y el silencio ante el bochorno que un hijo obsequia a su padre: un acto de amor filial como única respuesta posible para un hombre dejado a su suerte por una sociedad donde el “sálvese quien pueda” es el único consejo que cualquiera recibe. Padre e hijo, ambos de la mano, irredentos, aturdidos, sollozando. Se tienen uno al otro. No tienen más certezas.
Referencias:
1. Luigi Bartolini, Ladrones de bicicletas, Barcelona, Sajalín editores, 2009, p. 181
2. Ibid., ps. 179-180
3. André Bazin, What Is Cinema?, Volume 2, Berkeley, University of California Press, 2005, p. 26
4. Vittorio De Sica, La puerta del cielo, Memorias 1901-1952, Salamanca, Editorial Confluencias, 2015, p. 113
5. Ibid., p. 114
6. Peter Bondanella y Federico Pacchioni, A History of Italian Cinema, Nueva York, Bloomsbury Publishing, 2017, p. 88
7. Francisco García G., Ladrón de bicicletas, (Colección Guías para ver y analizar nº 66), Valencia, Nau Libres, 2019, p. 14
8. Luigi Bartolini, Op cit., p. 181
9. Ángel Quintana, El cine italiano, 1942-1961. Del neorrealismo a la modernidad, Barcelona, Paidós Studios, 1997, p. 97-98
10. André Bazin, ¿Qué es el cine?, 8a ed., Barcelona, Ediciones Rialp. Barcelona, 2008, p. 329-330
11. Peter Bondanella y Federico Pacchioni, Op cit., p. 90-91
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