La sonrisa final: El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismäki
“Soy mecánico. Trabajé en un garaje en las afueras de Alepo. El 6 de abril de la primavera pasada cuando regresé del trabajo algo había sucedido. Al llegar a casa la encontré en ruinas. No sé quien disparó el misil. Las tropas gubernamentales, los rebeldes, EE. UU., Rusia, Hezbollah o ISIS. Mi hermana Miriam llegó al mismo tiempo. Había estado en la tienda haciendo la fila del pan. Empezamos a excavar de inmediato. Los vecinos ayudaron. Hacia la mañana habíamos encontrado a mi padre, mi madre, mi hermanito, mi tío, su esposa y sus hijos. Habían estado comiendo juntos. A la mañana siguiente, cuando los enterramos, tomé prestados seis mil dólares de mi empleador. Mi primo nos llevó en una furgoneta hasta la frontera turca. Cruzamos la frontera a pie.” Así empieza el testimonio de Khaled, el protagonista de El otro lado de la esperanza (Toivon tuolla puolen, 2017), ante las autoridades de inmigración finlandesas a donde ha llegado buscando asilo.
Finlandia no escapa –como ningún país europeo- a la ola de refugiados del medio Oriente y este filme de Aki Kaurismäki es la historia de uno de ellos, un sirio joven que llegó como polizón en un barco de carga desde Polonia y que ahora se enfrenta en primera persona al sistema de acogida y regularización de los inmigrantes ilegales.
Sus antecedentes son los de muchos otros que solo lograron salvar su vida, perdieron todos sus familiares y las cosas materiales que tenían y ahora se aferran a la esperanza de un nuevo comienzo en un país sin guerra. Pero este relato de Kaurismäki no es exactamente una fábula compasiva (aunque lo parezca), ni una historia de redención personal. Khaled (interpretado por Sherwan Haji) se enfrentará a la realidad, al rechazo, a la intolerancia, a la ilegalidad.
Paralela a esta narración corre la de otro hombre, un finlandés maduro llamado Wikström (Sakari Kuosmanen) que en crisis personal y laboral, decide echar todo por la borda y comprar un restaurante. También, como Khaled, busca un nuevo comienzo. El restaurante y sus muy singulares e ineptos empleados le permiten a Kaurismäki exhibir su habitual manierismo formal, su teatralidad característica, su gusto por la música y su humor seco, deadpan al extremo, pero tremendamente efectivo.
La puesta en escena “kaurismakica” de la cinta es absolutamente genial: es como si todos los personajes y las locaciones de El otro lado de la esperanza se hubieran quedado anclados en los años setenta. Solo la aparición de un teléfono móvil y un televisor de pantalla plana; así como la situación de los refugiados nos hacen recordar que este filme está ambientado en el siglo XXI y no en una nación bajo un régimen comunista en los años de la cortina de hierro (aunque Finlandia mantuvo su neutralidad y autonomía durante esa época).
Las trayectorias de Khaled y Wikström van a confluir, para demostrar el aspecto solidario y recursivo de la gente de a pie, un filón humanista que este autor también ha sabido explotar con sinceridad. Sin embargo esta es una película con un trasfondo triste y pesimista. El rostro siempre serio de Khaled es el reflejo de su inestabilidad personal, de su ilegalidad, de su miedo. Aki Kaurismäki se permite ser crítico de las instituciones de su patria y de lo obtusas que pueden ser, y así mismo se muestra preocupado por los brotes de intolerancia racial, radicales y de extrema derecha, cuya presencia no puede ser ignorada.
El otro lado de la esperanza le entrego el Oso de plata a Kaurismäki como mejor director en el Festival de cine de Berlín y con ella ganó el Grand Prix de la FIPRESCI en 2017. Muestras de que su singular cine es importante, necesario y noble (que no ingenuo). Así solo haya al final una sonrisa. La última.
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