La vida evocada: El cuarto azul, de Mathieu Amalric
“La vida es diferente cuando se la vive que cuando se examina después”, dice Julien. Y El cuarto azul (La chambre bleue, 2014) es la constatación de la certeza de esas palabras. Acá todas la imágenes que vemos, todo el relato, está mediado por la memoria de un hombre que rinde un testimonio judicial. Solo durante unos minutos creemos estar observando una narración objetiva, contada en tercera persona por esa cámara invisible –esa convención del cine- que nos permite meternos a cuartos cerrados y ser testigos de la vida de otros. Y acá disfrutamos lo que vemos: una pareja de amantes entregada a satisfacer su pasión. Pero de repente una pregunta de un tercero (¿”Le mordía a menudo?”) rompe el sortilegio y nos damos cuenta que lo que estamos viendo no corresponde al presente, ni a la realidad objetiva. Estamos asomados –y limitados- a lo que Julien recuerda y cómo lo recuerda. El filtro del deseo y de la culpa atraviesa y transforma sus evocaciones.
En la diligencia policial en la que se encuentra debe repetir un dialogo que sostuvo con Esther, su amante. Ese dialogo ya lo habíamos visto, acompañado por las imágenes de ambos, pero ahora está escrito en la pantalla del computador donde se hace la relatoría del testimonio de Julien y además un juez lo está pronunciando, como quien ensaya por vez primera un libreto de una obra teatral. Las palabras ya no parecen ser las mismas, han perdido su corporalidad y su sentido íntimo, ahora lucen huecas, un poco ridículas quizá. Sí, la vida es diferente cuando se la vive que cuando se examina después.
Ahora bien, si todo lo que vemos tiene el punto de vista de Julien, me pregunto yo qué tan confiable es esta narración. ¿Esta embellecida por el recuerdo grato del cuerpo de Esther? ¿Está incompleta por algún olvido? ¿Está deformada para evitar ser incriminado? ¿Nos mienten las imágenes de El cuarto azul? ¿Qué tanto podemos confiar en ellas? Preguntado por el primer encuentro que tuvieron, al borde de una carretera donde ella había sufrido un percance con su automóvil, los recuerdos de Julien están sin duda mejorando la experiencia: lo que vemos en esos momentos tiene una consistencia idílica, casi perfecta, de comercial de televisión, diferente a lo que se nos había mostrado hasta entonces.
Pero a veces, para mi sorpresa, las imágenes difieren de lo que los protagonistas afirman –tornándose objetivas- como para reforzar la idea de que su testimonio no es confiable. “Nunca veía las mucamas”, dice él. Y vemos como una mucama lo descubre vistiéndose en un pasillo. “Lo esperaba desnuda”, dice ella. Y la vemos vestida, sentada en la cama esperándolo. “No recibí las cartas” y lo vemos leyéndolas una a una.
¿Saben? Nunca sabremos qué tan ciertas eran las imágenes de este filme. No lo sabremos porque la verdad de lo que ocurrió entre Julien (Mathieu Amalric) y Esther (Stéphanie Cléau), y lo que la pasión les llevó a hacer solo les pertenece a ellos. La justicia hizo lo que pudo con base a pruebas forenses, careos, relatos de testigos, análisis de su conducta… elementos de un retrato parcial que nunca llegará al fondo de sus motivos y que este filme, inteligentemente fragmentado, se encarga de dejar insinuado.
El actor y director francés Mathieu Amalric ha vuelto a dar cuenta de su buen pulso como realizador al adaptar-junto a su pareja y coprotagonista Stéphanie Cléau- una novela homónima del gran Georges Simenon publicada en 1964 y convertirla en un ejercicio de respeto a un escritor y de concreción fílmica: una cinta de 75 minutos, rodada en formato académico (1.33:1), contada por el punto de vista subjetivo del acusado de un homicidio pasional. Esto nos convierte a los espectadores en constructores obligados de un fascinante rompecabezas narrativo al que siempre le faltará una pieza. La que corresponde a la verdad.
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