Las muchas vidas y la única muerte de Sharon Tate
Los créditos iniciales de Tess (1979) van apareciendo por la parte inferior de la pantalla, ascendiendo sobre las imágenes campestres y alegres que vemos. Se escucha música y por el lado izquierdo de la pantalla vemos a un grupo de personas que vienen por un sendero. Un pequeño grupo musical encabeza la ruidosa congregación de mujeres, doncellas vestidas de blanco y adornadas con flores en sus cabezas. Van riendo, hablando y cantando; se dirigen a un baile. Los créditos prosiguen: aparece el nombre de Claude Berri como productor y por último el de Roman Polanski como director. Pero más abajo surgen dos palabras que son una dedicatoria: to Sharon. Esas dos palabras quedan solas por encima de las imágenes, ascendiendo hasta que su color blanco se funde con el cielo de la campiña que vemos y desaparecen para siempre. Así, como Sharon se desvaneció de la vida de Polanski y de este mundo.
“Nuestra última velada juntos la pasamos en un restaurante frente al Támesis, recién inaugurado por Harry Saltzman. Sharon estaba más hermosa que nunca. La ultima fotografía suya que conservo, tomada pocos días antes de que zarpara su barco, es una pequeña prueba de Polaroid realizada con vistas a una portada de la revista Queen. Otro legado suyo es el libro que dejó en nuestro dormitorio: Tess, la de los d´Uberville, de Thomas Hardy. Lo acababa de leer y me dijo que podría hacer una película maravillosa”, escribe Polanski en su autobiografía Memorias, evocando a su esposa, que con ocho meses de embarazo, regresaba en un trasatlántico desde Londres hasta Estados Unidos para dar a luz en su país natal.
No volvería a verla, pero nunca olvidó su sugerencia sobre Tess. Quizá Sharon Tate hubiera protagonizado ese filme, así como poco le faltó para protagonizar El bebé de Rosemary (1968), como pensaba Polanski, pero los productores optaron por Mia Farrow. Es probable que junto a Polanski la carrera cinematográfica de Sharon Tate se hubiera solidificado, saliendo del marasmo anodino en el que se encontraba, pero el sábado 9 de agosto de 1969 su vida se apagó de la manera más violenta y brutal que uno pueda imaginarse. Ella y otras cuatro personas que departían en su hogar de Los Angeles fueron torturadas y asesinadas por miembros de la “familia” de Charles Manson. Ella recibió dieciséis puñaladas. Tenía 26 años y estaba a dos semanas de tener un hijo, Paul Richard, el primogénito de Polanski. No cabe imaginar un destino más pavoroso que el de Sharon Tate. “Su muerte una cálida noche de verano en 1969 cambió a Norteamérica para siempre. Tocó un nervio desnudo en un país desilusionado, en shock por los crímenes de John F. Kennedy, Martin Luther King, Robert F. Kennedy y Malcolm X. Los asesinatos Manson asustaron a una nación entera, que estaba dividida por la guerra y estremecida por las revueltas. En el frenesí mediático que rodeó –y todavía envuelven- a esos crímenes, las víctimas fueron casi olvidadas, relegadas a un segundo lugar detrás de sus notables asesinos”, escribe Greg King en su libro Sharon Tate and the Manson Murders.
¿Quién fue ella en realidad? ¿Qué hay más allá del mito de su muerte? Sharon Marie Tate había nacido en Dallas, el 24 de enero de 1943 y era una bellísima mujer, dueña de un atractivo físico extraordinario, puesto al servicio de una carrera cinematográfica aún incipiente, pero donde fue imposible que pasara inadvertida para nadie, ni espectadores, productores o directores. Fue la primera de las tres hijas de una pareja texana, Paul y Doris. Él era militar, y ella un ama de casa. Una foto de Sharon a los seis meses de edad le permitió ganar su primer concurso de belleza, el Miss Tiny Tot of Dallas. Ganaría otro en su adolescencia, el de Miss Richland, Washington, el estado donde su padre había sido trasladado. Entre varias ciudades de Texas, California y Washington trascurrió la infancia y la juventud de Sharon y sus hermanas, que no sospechaban que en 1959 a su padre iban a nombrarlo capitán del ejército y a trasladarlo a la base militar de Passelaqua, cerca de Verona, Italia.
Sharon ya era famosa antes de llegar a Italia en 1960: una foto suya en la portada del periódico militar Stars and Stripes la mostraba sentada en una silla de montar a horcajadas de un misil, con un traje de baño enterizo y con sombrero y botas de cowgirl. A los 17 años ya era muy llamativa. Ingresó al colegio americano de Vicenza donde causó sensación y revuelo por su aspecto: era rubia, alta y carismática. Sin embargo, según se dice fue violada en esa época por un novio militar que tuvo, pero ella temió un escándalo y no quiso denunciar lo sucedido. Sin embargo el hecho sembró en ella una inseguridad y una baja autoestima que nunca la abandonarían.
Sharon no tuvo que ir muy lejos para empezar a vincularse al cine, más bien podría decirse que el cine llegó a ella. “Hollywood en el Tiber” se llamó a esa época en que las producciones norteamericanas, para abaratar costos, eran rodadas en Italia. Eso incluía películas de época (los péplums) y contemporáneas, rodadas en Roma o en otras ciudades. En la cercanías de Verona se hizo Hemingway’s Adventures of a Young Man (1962), de Martin Ritt, y Sharon y sus compañeros del colegio se asomaron al rodaje e incluso participaron en una toma que requería una multitud de extras. El actor Richard Beymer la vio entre los jóvenes, habló y trabó una buena amistad con ella, sugiriéndole una carrera en el cine, incluso le dio los teléfonos de sus contactos en la industria. En la primavera de 1961 Sharon viajó a Venecia y allí conoció al actor y cantante Pat Boone que hacía un especial para la televisión. Incluso logró una audición y un pequeño papel. Después supo que se requieran extras para Barrabás (1961) y ella y dos de sus compañeros lograron ser aceptados. En el plató fue “detectada” por Jack Palance quien vio en ella muchas posibilidades y logró incluso que hiciera un screen test en Roma, del que nada surgió. Luego de casi dos años en Italia, el ahora mayor Paul Tate fue transferido al Fuerte McArthur, cerca de San Francisco, California. Hollywood estaría, para Sharon, a la vuelta de la esquina.
Al llegar, Sharon llamó al agente de Richard Beymer, Harold Gefsky, y le pidió una cita. Su hermosura lo convenció instantáneamente de sus posibilidades, hizo arreglos para organizarle un portafolio fotográfico, le consiguió alojamiento en Hollywood y logró sus primeros contratos como modelo en comerciales de televisión. Beymer y Sharon empezaron a verse regularmente, en una relación romántica que solo duró unos meses. Gefsky la contactó con Herbert Browar de Filmways –una compañía que hacía comedias para televisión- y este, al verla, llamó de inmediato a su jefe, el productor Martin Ransohoff, quien seducido por su aspecto, le hizo un contrato de siete años, con un sueldo de 750 dólares mensuales. De igual manera pagó para ella clases de actuación, dicción, danza y gimnasio. Incluso la inscribió en el Actors´ Studio en Nueva York, bajo la tutela de Lee Strasberg, pero la joven no aguantó la presión y el nivel exigido y solo estuvo allí un par de semanas. Demasiada generosidad como para ser verdad o como para no pedir algo a cambio. “Algo” de lo que no se hablaba abiertamente pero que abría todas las puertas necesarias para el éxito.
Filmways la incluyó en el reparto de uno de sus programas estrella, Los Beverly ricos (The Beverly Hillbillies), en el que apareció en trece episodios entre 1963 y 1965 en el papel de una secretaria bancaria, Janet Trego. Su carrera no despegaba, un screen test junto a Steve McQueen para un filme de Sam Peckinpah no fue positivo, y tras vincularse sentimentalmente con el actor francés Philippe Forquet y estar a punto de casarse con él, quedó sola en medio de agudas confrontaciones personales con su ahora exnovio. A finales de 1964 conoció en una fiesta al estilista Jay Sebring, dueño del salón Sebring International, a donde iban las grandes estrellas de Hollywood, y que inspiraría la película Shampoo (1975) de Hal Ashby. La seguridad cosmopolita de Sebring impresionó a Sharon y ambos empezaron a verse con frecuencia en círculos sociales, fiestas y happenings. Sebring la introdujo al mundo de las drogas, experiencia que ella aceptó como una forma de liberarse de sus inseguridades.
A mediados de 1965 Martin Ransohoff la incluyó en el reparto de una película de terror que iba a producir para la MGM. En el otoño de 1965 Sharon viajó a Londres para ser parte de El ojo del diablo (Eye of the Devil).
Un rito pagano
Titulada provisionalmente 13 y bautizado finalmente El ojo del diablo, este largometraje -rodado casi todo en Francia en el castillo de Brives les Gaillards- sufrió muchísimas demoras. Kim Novak tuvo que ser reemplazada por Deborah Kerr cuando ya había rodado el ochenta por ciento de las escenas debido a una lesión en su espalda, lo que obligó a repetir todas las secuencias donde aparecía. El guionista original renunció y el filme pasó por tres directores -Sidney J. Furie, Arthur Hiller y Michael Anderson- antes que J. Lee Thompson fuera llamado para terminarlo.
Jay Sebring acompaño a Sharon a Europa al rodaje, pero tras un tiempo tuvo que regresar a Estados Unidos a atender sus negocios. La novata actriz quedó en manos de David Niven, Donald Pleasance, Flora Robson, Deborah Kerr y David Hemmings, un reparto realmente de lujo para un filme de terror sobre una secta ocultista cuyos miembros exigen sacrificios humanos entre los hombres de la familia Montfaucon, como una ofrenda pagana que ayude a paliar la sequía que tiene empobrecida a la zona. Sharon interpreta a Odile de Caray, una hechicera que junto a su hermano Christian (Hemmings), un experto arquero, mantienen acechando el castillo de Montfaucon, sembrando el miedo en Catherine (Kerr), la esposa de Philippe de Montfaucon (Niven). Pese a estar en una zona rural de Francia Odile se viste de manera moderna, con un saco de cuello tortuga, un pantalón ceñido y botas. La película es en blanco y negro, pero sabemos por las fotos de producción que su atractivo atuendo es azul oscuro.
Odile es misteriosa, distante y atractiva. No son muchos sus parlamentos, pero su presencia escénica es patente gracias a su llamativa belleza, a su cabello rubio, a su frialdad glacial (lástima que Hitchcock no estuviera atento a este descubrimiento), a su sensualidad latente que despierta cuando Philippe la castiga con una fusta: Odile parece sentir placer y no rechazo ante el dolor físico. La película concluye con un primer plano de su rostro mojado por la lluvia.
Sharon se quedó en Londres tras el rodaje, Filmways le había alquilado un apartamento allí. Fue por esos días en los que conoció a quien sería su esposo, el director Roman Polanski. Recordaba él ese encuentro: “Cuando Marty Ransohoff visitó Londres con su socio John Calley, Filmways ofreció una fiesta en el Dorchester para celebrar su llegada. Fue allí donde me presentaron a Sharon Tate. Nos estrechamos la mano, conversamos cortésmente y nos intercambiamos nuestros números de teléfono antes de irnos cada cual por su camino. Recuerdo haber pensado que era una mujer excepcionalmente guapa, pero en Londres abundaban las mujeres guapas”.
Polanski había tenido mucho éxito con Cul-de-sac (1966) y Ransohoff le hizo un contrato para financiar sus siguientes proyectos. Este pensaba hacer una parodia a las películas de cazadores de vampiros y junto a Gérard Brach (1927–2006) escribió el guion de lo que sería La danza de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967), su primera película a color. Ransohoff le sugirió e insistió que incluyera a Sharon en el reparto. Existía el rol de la hija de un posadero judío pero Polanski no veía ahí al tipo de mujer que ella representaba. Puesto que vivían cerca la invitó a cenar y tras conversar y confesarse cosas terminaron en la cama de él en medio de un viaje de LSD.
Una peluca roja y la atracción que ella le generaba disiparon sus dudas: Sharon seria Sarah, la pelirroja y sensual hija de Shagal, el posadero, secuestrada por el Conde von Krolock para unirla a su secta de vampiros. La danza de los vampiros no puede ser tomada en serio, pues esa no es nunca su pretensión. Esta es una comedia que intenta parodiar el género del vampirismo y lo hace mediante la exageración, el slapstick y el doble sentido. El mismo Polanski es Alfred, el joven y torpe ayudante del profesor Abronsius (Jack MacGowran), un envejecido catedrático convencido de la existencia de los vampiros en Transilvania. Alfred está interesado en Sarah y todo lo que hace es movido por su interés en rescatarla, así al final se demuestre que era una mala idea.
Desde La danza de los vampiros va a ser evidente que el principal interés que Sharon Tate tiene para los realizadores es lo que ella representa en términos de sex appeal para un filme. Cuando aparece por primera vez en la película está desnuda, sumergida en una bañera, y ese casi siempre será su atuendo y su locación favorita, excepto cuando luce el suntuoso vestido rojo del baile que da título a esta película en español. La explotación comercial de su imagen va a ser de acá en adelante lo que va a mover su carrera en el cine. Polanski y Sharon terminarían enamorándose y consolidando su relación durante el rodaje de este filme en Italia.
La actriz regresa a Estados Unidos para filmar por primera vez en su país: se trata de No hagan olas (Don’t Make Waves, 1967), el último filme del gran Alexander Mackendrick, una comedia protagonizada por Tony Curtis y Claudia Cardinale que intenta captar –siendo graciosa solo a veces- la cultura californiana del surfing, el culto al cuerpo, la libertad sexual y el jipismo. Sharon interpreta a Malibú, una paracaidista que salva al personaje de Tony Curtis de ahogarse en el mar. Si en La danza de los vampiros estaba en una bañera, ahora la tendremos en bikini al lado de la playa. Verla brincar en un trampolín de resortes en una escena totalmente gratuita del filme es una experiencia voyerista de primer orden. En 1967 tuvo que haber hecho que más de un espectador repitiera este mediocre largometraje solo por verla. Y recuerden que ahí también estaba Claudia Cardinale, apenas de gloriosos 29 años. Puesto que los estrenos de El ojo del diablo y La danza de los vampiros se aplazaron hasta finales de ese año, No hagan olas fue la primera vez que el público norteamericano en realidad la contempló.
Polanski tuvo la fortuna de que la Paramount le encargara hacer de El bebé de Rosemary (1968) en Estados Unidos y así poder estar cerca a Sharon. Incluso se mudaron a un apartamento del hotel Château Marmont, un lugar cuyas fiestas reunían a toda la farándula y el mundillo perverso de Hollywood. La pareja vivía a tope entre sicodelia, drogas, excesos sexuales y la compañía de las stars: Warren Beatty, Jacqueline Bisset, Joan Collins, Jane & Fonda, Steve McQueen, Jim Morrison… Peter Biskind en su libro Moteros tranquilos, toros salvajes, evoca esa misma época con poco romanticismo: “con las mujeres Polanski tenía una actitud bastante europea. A Sharon siempre le hablaba como si fuera una pobre cría, le insistía en que ella tenía que servirle, y rara vez levantaba un dedo para hacerlo él mismo. Decía «Shaaaron, sírvele un poco más de whisky a Diick», recuerda Sharmagne Leland-St. John, actriz ocasional y conejita de Playboy que más tarde se casó con Dick [Sylbert]. «Sharon era la criatura más dulce que conocí en toda mi vida, muy lista, pero también muy tonta. Una vez me la encontré sentada en una silla, estaba regando una planta. Tras vaciar una jarra se fue a buscar más agua, y siguió regando mientras todos nos preguntábamos cuándo se daría cuenta de que el agua ya había rebasado el tiesto y que estaba mojando la alfombra.»”.
El cuerpo lo es todo
Esa “chica tonta” seguía rodando. La película de más alto presupuesto en la que participó fue El valle de las muñecas (Valley of the Dolls, 1967), de Mark Robson, adaptación del best seller trash de Jacqueline Susann, que vendió los derechos para llevar su novela al cine por un millón y medio de dólares a la 20th Century Fox. Susann vertió en su obra todo lo que sabía de primera mano del mundillo malvado del teatro, la televisión y el cine y eso convirtió a su texto en un éxito insospechado.
La película se empezó a rodar con Judy Garland, pero a los diez días se retiró del filme por su dependencia a las drogas, siendo reemplazada por Susan Hayward. Las grandes estrellas no quisieron que se les vinculara a este proyecto y los tres roles principales recayeron en Patty Duke, Barbara Parkins y Sharon Tate. Esta última representa a Jennifer North, una corista que por su aspecto se le ve siempre rodeada de pretendientes millonarios con los que consigue tener una vida llena de lujos y que termina casada con un cantante famoso, para luego –tras varios giros del guion- terminar en Francia como actriz de porno soft. Jacqueline Susann confeccionó el personaje de Jennifer como una combinación de la vida de su amiga la actriz Carole Landis y la de Marilyn Monroe. Sin embargo parece haber estado pensando en Sharon Tate cuando creó esa protagonista, a la que vemos pronunciar este parlamento mientras habla por teléfono: “Madre, yo sé que no tengo talento alguno, sé que todo lo que tengo es mi cuerpo y estoy haciendo mis ejercicios para el busto”. Además es la única del trío protagónico que acaba muerta. Verla salir cubierta con una sábana en una camilla forense es tan escalofriante como premonitorio. A Sharon nunca le satisfizo El valle de las muñecas, como si el filme, sin proponérselo, hubiera dicho más de ella misma que lo que hubiera querido.
Empezaba 1968 y con él la propuesta de que ella y Polanski formalizaran su relación. “Sharon no ocultaba su vehemente deseo de tener un hijo. Aunque jamás hablaba de casarnos, y a pesar de su liberado estilo de vida californiano, sabía que su educación católica la inducía a considerar importante el matrimonio. La fecha que elegimos -20 de enero de 1968- caía pocos días antes de su vigésimo quinto cumpleaños”, recordaba el director. Sharmagne Leland-St. John, que vivía en esos momentos con Harry Falk, el exmarido de la actriz Patty Duke, recuerda que “Sharon le dijo un día a Harry: «Roman quiere casarse conmigo y no sé qué hacer». Harry le dio algunos consejos paternales y Sharon le dijo: «Gracias. Me has ayudado mucho, de verdad, me has salvado la vida, no voy a tirar mi vida a la basura para irme a vivir con ese polaco». Pero una semana más tarde se casó con Roman en Londres”.
Sharon Tate había expresado su intención de dejar el cine una vez se casara, decepcionada de los resultados de su carrera, quería hijos, un hogar, una vida tranquila. “-tú eres el mejor de los dos –me dijo tristemente una vez, refiriéndose a nosotros como pareja y lamentando que la industria cinematográfica solo viera en ella una cara bonita”, escribe Polanski en su autobiografía. Ella se sentía un objeto. Y lo era. Pese a sus propósitos tenía un compromiso pendiente con Columbia, The Wrecking Crew (1968), la cuarta y última cinta del seriado del agente secreto Matt Helm (Dean Martin), una sátira de bajo presupuesto a las películas de James Bond. Allí hace el papel de Freya Carlson, una torpe e inoportuna funcionaria de la agencia de turismo de Dinamarca que debe atender las necesidades de Helm. Que tenga gafas, un uniforme ridículo y una tendencia a complicarlo todo hace que sus apariciones sean divertidas, quizá lo único gracioso de un filme que ni como parodia funciona. Obvio, todos estamos esperando el momento en que Helm descubra la belleza real tras el aspecto de Freya, y esto ocurre en una escena gratuita en la que él llega a su habitación del hotel en el que se aloja y ella se ha metido ahí. Se quita el vestido que tenía, se suelta el pelo, se ajusta la combinación que llevaba debajo con un cinturón y baila sensualmente para Helm y para nosotros, pues hay un primer plano de su trasero que ocupa casi toda la pantalla.
The Wrecking Crew vino a estrenarse en Estados Unidos apenas en febrero de 1969. Ese mismo mes ella y Polanski alquilan una casa en 10050 Cielo Drive en Benedict Canyon, a donde se mudaron. Las fiestas interminables continúan allá. Pese a que Sharon consideró seriamente dedicarse exclusivamente a su hogar, Roman Polanski no cambió sus andanzas promiscuas. “Tenemos un buen arreglo. Roman me miente y yo pretendo que le creo”, decía. Esta decepción conyugal, aunada a los buenos comentaros que recibió su papel en The Wrecking Crew le hicieron de nuevo considerar el proseguir su carrera en el cine, pero solo centrada en roles cómicos o en los que pudiera echar mano de su sensualidad, dejando de lado el propósito de verse como una actriz dramática. Parecía resignada a ser solo un anzuelo para las taquillas. “Su decisión reflejaba tanto su insatisfacción con El valle de las muñecas y la creciente toma de conciencia de que no importa lo duro que lo intentara, Sahron no iba a anotar muchos puntos en el duro mercado dramático si la gente no podía ver más allá de su rostro y su cuerpo”, escribe el biógrafo Greg King.
En marzo viaja a Italia a vincularse al proyecto de la película 12 + 1 (1969), una producción franco italiana dirigida por Nicolas Gessner. Le ofrecían un salario de 125.000 dólares (casi tanto como lo que su marido recibió por dirigir El bebe de Rosemary) y la oportunidad de trabajar junto a Vittorio Gassman, Orson Welles y Vittorio De Sica. Ya para ese entonces sabía que estaba embarazada, noticia que inicialmente ocultó a Polanski, temerosa que la hiciera buscar un aborto. 12 + 1 conocida en inglés como The Thirteen Chairs tuvo un mes de ensayos, seis semanas de rodaje en Roma y un mes de postproducción en Londres. Ella interpreta a Pat, una vendedora de una tienda de antigüedades en un pueblo de Inglaterra que compra trece sillas que Mario Beretti (Gassman) un barbero italiano que vive en Nueva York hereda de una tía. Una de las sillas oculta dinero en su interior pero de esto se entera Mario después de vender las sillas, las cuales a su vez ya han sido revendidas a diferentes compradores en Londres. Pat se va con Mario a ayudarlo a buscar silla a silla, hilando situaciones forzadas entre alocadas, picarescas y bochornosas, cuya suma arroja valores negativos. Que se viera el torso desnudo de Sharon en un par de escenas parecía haber sido un requisito indispensable para su contrato y para el éxito discreto del filme, que se estrenaría ya posterior a su muerte.
Al coincidir en Londres un par de meses con Polanski, Sharon trató de mejorar las cosas entre ambos, pero este la maltrataba y la ridiculizaba por su embarazo y por sus opiniones, mientras continuaba con sus aventuras con otras mujeres. Pese a los recuerdos nostálgicos y edulcorados de su autobiografía, Polanski fue también uno de sus victimarios.
Helter Skelter
Sharon volvió a Estados Unidos en el Queen Elizabeth 2. Llegó a los Angeles el 20 de julio y diecinueve días después estaba muerta. En la noche del 8 de agosto de 1969, Charles Tex Watson irrumpió en su casa acompañado de Susan Atkins, Linda Kasabian y Patricia Krenwinkel, integrantes todos del clan Manson. Al llegar dijo: “Soy el diablo y he venido a ejecutar la obra del diablo”. A tiros mató a dos de las víctimas, Steven Parent y Jay Sebring, y poco después de la medianoche acuchilló brutalmente a Voytek Frykowski, Abigail Folger y Sharon Tate. Era el primer paso del “Helter Skelter” de Charles Manson, la lucha de la raza negra que se sublevaría contra la raza blanca dominante. Todo tenía que verse como obra de un grupo de afroamericanos furiosos, para así encender la revuelta racial, de la que él y su “familia” serian preservados.
No lo lograron, pero con sus actos clausuraron la “década del amor”. El miedo y la paranoia se instalaron en la farándula. Muchos conocían a Jay Sebring o eran sus clientes, Sharon Tate y Polanski eran una de las parejas de moda, eran buenos anfitriones y sus fiestas eran memorables. Cualquiera pudo haber estado esa noche en 10050 Cielo Drive y haber sido uno de los asesinados. Leamos a Peter Biskind: “Se tuvo la sensación de que algo concluía, de que una era terminaba, de que habían hecho lo que habían querido durante un tiempo, y, para los de mentalidad más apocalíptica, la sensación de que la Parca pronto vendría a matarlos a todos. «Fue el final de los sesenta», dice [Dick] Sylbert. «Por toda la ciudad se oía a la gente tirar de la cadena»”.
Sharon Tate fue sacrificada en pro de una causa alucinada. Su rostro y su cuerpo, tan deseados y admirados, no pudieron salvarla esta vez. Ni su naciente fama, ni su esposo, ni sus amigos. Nada pudo impedir que el mal –incomprensible, aleatorio, brutal- la golpeara. Siempre fue una víctima: ya antes había sido violada, explotada, abusada y engañada. Faltaba el golpe final y definitivo, propinado en la ciudad más egocentrista que existe. Es famosa la frase de Sue Mengers, la representante de Barba Streisand, para calmarla después de los crímenes: “No te preocupes, cielo, no están asesinando estrellas, solo a actores de reparto”.
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