Con voz propia: Las niñas, de Pilar Palomero
“Tienes que empezar a expresarte con tus propias palabras”, le dice en clase la profesora –una religiosa- a una compañera de Celia, la protagonista de Las niñas (2020), la ópera prima de la directora española Pilar Palomero. Esa voz propia que la profesora pide, es simbólicamente lo que en la escena de apertura del filme se les niega, pues Celia hace parte un coro escolar y otra profesora –es un colegio de monjas- les pide a las que desafinan que solo gesticulen, que finjan cantar para no dañar la armonía del conjunto vocal. Se imaginarán ustedes que estamos en un filme situado en la España franquista, pero no: Las niñas trascurre en Zaragoza en 1992, aproximadamente cuando la directora Palomero tenía la edad de Celia y sus compañeras, pues este es un retrato generacional semi autobiográfico. Simplemente es que las cosas no parecen haber cambiado mucho entre ambas épocas.
Afiliada sin problemas dentro del género de películas de coming of age, esta producción ibérica tiene su mayor fortaleza en la naturalidad de Celia (interpretada por Andrea Fandós) y sus amigas, unas niñas enfrentadas a una adolescencia que día a día las aleja de su niñez y de su inocencia, situándolas en el terreno de la incertidumbre, la curiosidad sexual, los cambios corporales tan anhelados como temidos, las ganas de nuevas experiencias y la sensación de encajar cada vez menos en el mundo de sus padres y sus profesoras del colegio. Allá las hacen ver Marcelino pan y vino (1955), ellas quieren escuchar a Héroes del silencio y Niños del Brasil, y leer Súper Pop.
Las niñas no rehúye a ninguno de los tópicos del género: la estudiante nueva y desadaptada –Brisa (Carlota Gurpegui)- que se alía con Celia, las compañeras mayores que las ponen a fumar o a tomar, las fiestas clandestinas, la represión de la disciplina escolar católica fundada en la culpa y el pecado, la pregunta constante por el cuerpo y su desarrollo, el bullying mal disimulado. Todo, sin embargo, matizado por una autenticidad que parte de las vivencias de la directora y el modo tan sensible en que las jóvenes actrices, algunas ya con alguna experiencia escénica, lograron representar a una generación ajena a ellas.
El drama de Las niñas, más allá de las anécdotas del mundo escolar, es el de la ausencia del padre (y por añadidura de cualquier figura masculina relevante). Brisa es huérfana y el padre de Celia siempre ha sido una sombra, un misterio que la acongoja: es hija de una madre soltera, lo que representaba en ese entonces una marca indeleble en la reputación de una mujer y una fuente de habladurías para las compañeras de Celia, que en privado la menosprecian por esto. Para la niña la negativa de su madre (una gran Natalia de Molina) a abordar el tema la lleva a buscar respuestas, a llamar la atención de la única forma en que sabe que sabe que tendrá necesariamente que ser escuchada por su madre.
Este no es un relato de grandes proporciones ni de épicas ambiciones. Esta es una historia íntima sobre lo complejo de crecer y sobre lo difícil, pero necesario, que es aceptar y aceptarse. Los ojos grandes y expresivos de Celia –que evocan a los de Ana Torrent cuando niña- están abiertos al mundo y con ellos ve que ya es tiempo de dejar los miedos atrás y de atreverse. Ha reclamado su voz. Y ahora la utiliza.
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