El olor de un hombre bueno: Lazzaro feliz, de Alice Rohrwacher

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Viendo al personaje de Lazzaro, el joven protagonista del tercer filme de la directora y guionista italiana Alice Rohrwacher, es fácil recordar las palabras de Federico Fellini al referirse a La Strada (1954), una de sus obras maestras: “Creo que hice la película porque me enamoré de aquella niña-viejita, un poco loca, un poco santa, de aquel desordenado, gracioso, desgraciado y tiernísimo payaso que llamé Gelsomina y que todavía hoy consigue hacerme llorar de melancolía cuando oigo su sonido de trompeta”. Un poco loco y un poco santo, así es Lazzaro. Por cierto, Gelsomina se llama la mayor de las hijas de la familia de apicultores de Las maravillas (Le meraviglie, 2014), el largometraje previo de Rohrwacher, así que la evocación mental no debe ser casual. Además algunos de los personajes de Lazzaro feliz (Lazzaro felice, 2018) se movilizan en un carromato de algún modo similar al de Zampanò en La Strada, como por si quedaba alguna duda del homenaje a Fellini.

Lazzaro feliz (Lazzaro felice, 2018)

Pero la pretensión de Alice Rohrwacher no creo que haya sido hacer un guiño cinéfilo externo al hacer a su Lazzaro, un campesino simple con un leve retraso mental y sin lazos familiares, del mismo material etéreo de Gelsomina, sino ir más allá y hacer de su película una fábula benévola sobre la santidad, sobre la ingenuidad bendecida, sobre los seres que viven unos centímetros por encima del suelo y son tocados por una gracia que no es de este mundo. ¿Recuerdan a Chance en Desde el jardín (Being There, 1979), caminando sobre las aguas de un lago? A ese tipo de personajes “un poco locos, un poco santos” me refiero. Son los hijos de un dios menor, pero que sin embargo no los desampara. La pregunta es si ese tipo de bondad, si esa clase de mirada virginal sobre el existir tiene cabida en un mundo tan feroz como el nuestro.

Lazzaro feliz no parece inicialmente ser una película con visos fantásticos: se antoja un relato pegado a la realidad rural italiana, un cruce de caminos donde se tropiezan el Padre padrone (1977) de los Taviani con el Novecento (1976) de Bertolucci. Entre los cultivadores de tabaco que vemos hay pobreza, carencias y la vigencia de un régimen cuasi feudal que los tiene esclavizados, paralizados y atemorizados. Pero lo particular es que esta historia no ocurre en el siglo XIX, sino a finales de los años noventa del siglo XX.

Lazzaro feliz (Lazzaro felice, 2018)

Uno de esos campesinos es Lazzaro (interpretado por Adriano Tardiolo), un joven que es la servidumbre de aquellos que son servidumbre. Por su docilidad y buena disposición le obligan a hacer todos los trabajos que los demás no quieren hacer y a ayudar en todo lo que surja. Nada se sabe de él, solo tiene a su abuela y nada más. Lazzaro a veces tiene crisis de ausencias y se queda mirando al vacío. Hay que sacudirlo para hacerlo regresar a este mundo donde parece no tener cabida ni nexos. Por eso cuando el joven marqués Tancredi, hijo de la dueña de la plantación tabacalera, sugiere que él y Lazzaro podrían ser medio hermanos –a causa de las andanzas disipadas de su padre- para el campesino eso representa un punto de unión con la realidad, un posible lazo familiar, una ilusión que va a defender como sea.

El rubio Tancredi refugiado en el cambuche desértico de Lazzaro se parece al Bowie de El hombre que cayó a la Tierra (The Man Who Fell to Earth, 1976) de Nicolas Roeg,  pero en este caso el que parece venido del cielo es Lazzaro, un ángel caído entre nosotros, un Buster Keaton noble del que todos abusan, así no lo reconozcan.

Lazzaro feliz (Lazzaro felice, 2018)

La segunda mitad de esta película milagrosa es una parábola en el sentido bíblico de esta palabra. Solo puedo contarles que Lazzaro no se llama así por capricho. Y que los desposeídos van a seguir siéndolo en el futuro, así hayan sido rescatados por la “sociedad”. Y que en la realidad inmisericorde en la que vivimos no hay sitio para la generosidad, y que tarde o temprano acabamos marchitándola, así como Gelsomina se marchitó, quizá porque nos recuerda el tamaño de ese escepticismo que nos permite seguir vivos, pero que es a la vez nuestra derrota.

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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