Lección de química: Antes del atardecer, de Richard Linklater
Han vuelto a verse. La gran duda del final abierto de Antes del amanecer (Before Sunrise, 1995) era si Jesse y Celine se ha bían reencontrado, tal como lo habían prometido al final del filme. Y así ocurrió. Pero no pasó tan pronto como ellos y nosotros esperábamos. Tendrían que transcurrir nueve años para que volvieran a verse, para que volviéramos a verlos.
La cita no fue esta vez fruto de un encuentro casual. Jesse habia escrito un libro en el que hacía ficción su fugaz encuentro con Celine en Viena, a la manera de un anzuelo que le sirviera para atraerla de nuevo. Ahora estaba en París presentando el texto y -quizá- tratando de encontrar a Celine, y lo logró. Ella acudió a la cita tácita en la librería Shakespeare & Co, pero no tienen tiempo. A él le queda un poco más de una hora para tomar el vuelo a Nueva York. Eso es todo lo que tienen para resumir lo que ha sido de sus vidas en estos nueve años. Un rato, Antes del atardecer (Before Sunset, 2004).
El director Linklater los suelta por las calles de París y los deja hablar, tal como en la película previa. Pero ya no son los mismos. La vida los ha “aterrizado”, no siempre de buena forma. Ahora son adultos mayores de 30 años, su perspectiva es otra, menos idealista, más madura, quizá también más amarga. Pero no sólo ellos han cambiado: nosotros también. Y ese es el principal acierto de ambas películas: habernos logrado reflejar en dos momentos precisos de nuestro existir, evolucionando y creciendo a la par con nosotros. Nada suena falso en estas películas: el idealismo sorprendido de Jesse y Celine es el de un par de nuevos adultos con ganas de comerse el mundo. La aceptación resignada de que no todo es posible, como vemos en Antes del atardecer, es signo de que han comprendido que el mundo no es una presa tan fácil como pensaban.
Su conversación no arranca del mismo punto en que la habían dejado años atrás. Al principio no es fácil ni fluida. El impacto de verse de nuevo los deja mudos. Su lenguaje corporal -el único que les sirve en esos momentos- nos indica que la camaradería ganada ya no está, que tienen de nuevo que volver a sentirse cómodos con el otro. Empiezan por trivialiades, por temas generales, por el trabajo de cada cual. Hay una extrema naturalidad en el discurrir de estos diálogos que, aunque elaborados, no se perciben falsos.
Es más, conversaciones de este estilo eran lo que podíamos esperar de ellos, pues así charlaban en Antes del amanecer, relatándonos lo que sus padres y abuelos pensaban, contándonos sus sueños y pesadillas, confesándonos su idea muy personal del mundo. A esto contribuye que el guión fue elaborado por el director Linklater y los dos protagonistas -Ethan Hawke y Julie Delpy- dando cada uno sus aportes, diciendo en la pantalla lo que serían capaces de decir en la vida real. Es una delicia escucharlos hablar de todo un poco, sin falsas solemnidades pero estando muy conscientes -la pareja y nosotros- de que tarde o temprano, casi sin darnos cuenta, nos deslizaremos hacia terrenos personales, hacia interrogantes fundamentales que necesitan salir a flote y respirar.
No son felices, cada uno arrastra problemas afectivos, derivados muy en el fondo del recuerdo permanente de esa noche en Viena, que los marcó para siempre. Refugiados en el pasado y aparentemente recuperados, sus heridas vuelven a abrirse delante del otro y se reconocen indefensos ante el dolor del afecto. Sienten miedo de darse, de abrirse a los demás. La mano derecha de Celine se acerca a la cabeza de Jesse para acariciarlo, pero se retira atemorizada. No es capaz de un contacto cercano, no quieren, ni ella ni él, ser heridos. La voz es su lazo común, y a través de ella se descubren, se quitan las máscaras de una felicidad que no tienen, pero tampoco se atreven a exigir más. Pero la química entre ambos esta ahí, intacta corno antes la hubo.
Mientras tanto, la cámara los sigue discreta, en un travelling anterior y posterior que no entorpece el flujo de la narración, que pretende funcionar en tiempo real, sin elipsis alguna. Esto, obviamente, hace que los diálogos y los monólogos de cada uno tengan que estar milimétricamente preparados, pero que también haya -y es apenas lógico- espacio para algo de improvisación. El rodaje se realizó durante quince días, filmando sólo por las tardes para que la luz del sol parisino encajara sin tropiezos.
El resultado es un acto de amor. De amor a las posibilidades del recuerdo, de amor a la fidelídad a un sentimiento y, claro, de amor al cine. Esta película nos recuerda a Truffaut, a Eric Rohmer, a Claude Sautet. Tiene el aroma de esos dramas íntimos que el cine francés nos ha mostrado desde siempre, que no necesitan de grandes decorados o de extensas puestas en escena para hacernos partícipes de un retazo de vida contado con gusto y enorme sinceridad.
Al final, ya en casa, ya cómodos, Jesse y Celine sucumben a la música. Ella se ve relajada, moviéndose al ritmo de Nina Simone que canta Just in time y él la mira arrobado. Han vuelto a verse, justo a tiempo. Sólo falta un fundido final, también justo a tiempo.
Publicado en la revista Kinetoscopio no. 71, Medellín, vol. 14, 2005, p. 91-92
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2005
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