Los fantasmas mueren despacio: Vidas al límite, de Martin Scorsese
So open up the window and let me breathe,
I said, open up the window and let me breathe
I’m looking down to the street below
Lord, I cried for you, Oh, Lord.
-Van Morison, T.B. Sheets
Hay algo vergonzoso en la aproximación que cualquiera intente hacer al cine de Martin Scorsese. Es algo difícil de definir, algo como la sensación de estarnos asomando a vidas tan supremamente privadas que cualquier mirada huele a intrusión, a fisgoneo no deseado, a visión furtiva por el ojo de una cerradura. Los personajes de Scorsese no están ahí para que los veamos, existen sin que nuestra presencia los justifique. Así están de vivos.
Y claro, ese soplo de vida es un don magnifico que les ha concedido su creador, el director más importante del cine norteamericano contemporáneo y uno de los cineastas más dignos y honestos que existen. Scorsese nos ha dado una galería de seres humanos en constante búsqueda de si mismos, retratos adoloridos de hombres que han perdido el manual de instrucciones de sus propias vidas y que andan a tientas tratando de acceder a una redención que no saben siquiera a que se parece.
Hay una sed abrumadora en todos ellos, una inquietud vital que los deja flotando insomnes y obsesos en un mar de interrogantes, con la única certeza de que no hay un puerto seguro al cual llegar. Y es igual si el personaje es una figura espiritual -Jesús, el Dalai Lama- o un gánster con varios crímenes a bordo, no importa, la perspectiva de Scorsese es la misma, sus preguntas no se modifican, su soledad no conoce de alivio. Hay una línea conductora que enlaza a Charlie, Travis , Jack LaMotta, Rupert Pupkin, Paul Hackett, Vincent Lauria, Lionel Dobie, Henry Hill o Sam Rothstein sin importar la película o la situación en la que se encuentren: hay en ellos un alma que exige respuestas a preguntas incapaces de ser formuladas, y tal demanda detona por lo general en una salida violenta, que es más una liberación antes que una reacción. A esta colección se suma ahora Frank Pierce y provino de las páginas de la primera novela del otrora paramédico Joe Connelly, Bringing Out the Dead, escrita en 1998 y adaptada por Paul Schrader, en su cuarta colaboración con Scorsese, luego de Taxi Driver, Toro salvaje (Raging Bull) y La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ).
Y claro, con esos antecedentes, Vidas al limite (Bringing Out the Dead, 1999) adeuda mucho a su guionista, en una cinta cuyas afinidades con Taxi Driver no son para nada casuales. Scorsese ha vuelto a la noche, a un terreno afín a las pesadillas y al absurdo, como lo vimos en After Hours, y donde el mal y la maldad que acecharan al taxista Travis desde afuera de los vidrios de su automóvil siguen allí, fantasmas de muerte lenta. De nuevo el director opta por un testigo, por un hombre asombrado, insomne y sólo, que ve pasar frente a si a un desfile de seres que se resisten a desaparecer con las sombras de la noche, vampiros de todas las horas, espectros escapados de un mal sueño. Al taxi de Travis se aproximaban decididos y seguros, llenando de miedo y desconcierto a un hombre demasiado ingenuo y demasiado idealista para ese trabajo. Han pasado décadas y ahora a la ambulancia de Frank suben víctimas, seres entre la vida y la muerte, incapaces de hacerle daño, pero que logran inducir sobre él el mismo efecto: este hombre se va muriendo un poco cada vez que su radio transmisor suena, cada vez que se enfrenta al dolor, a la pena, a la muerte.
Su turno nocturno lo embriaga y lo repele, lo asquea y también lo desea cada vez, en el largo fin de semana en que viajamos con él por una Nueva York de callejones oscuros, pobreza de inmigrantes, cenizas de la droga, despojos de la pobreza. Su camisa blanca se salpica de sangre, pero es su espíritu el que está manchado para siempre: Frank no puede salvar a nadie, no podría, primero tendrían que rescatarlo a él. Nadie parece darse cuenta, pero esa mirada, su actitud de derrota y su eterno silencio no dejan duda: ese hombre pide a gritos que lo salven. Y eso, en un film de Martin Scorsese, es pedir demasiado. Optar por una mirada optimista, por un final recuperador es negarse a la evidencia: el cine de este director no nos muestra milagros, nos habla mejor de seres vivos, falibles e imperfectos, más propensos a volver a caer que a elevarse entre las nubes de la salvación. La inclusión de Nicolas Cage en el reparto, con todo y sus limitaciones como actor, fue una excelente decisión. Su personaje, dubitativo y taciturno, tiene claros puntos de unión con el que le entregó el Oscar por Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, 1995): ambos son seres caminando por la estrecha línea que separa lo que llamamos cordura de la demencia. “Siempre he tenido pesadillas, pero ahora los fantasmas no esperan que yo me duerma “–nos dice con su voz temblorosa y todo en ella nos dice que es cierto.
Las horas que acompañamos a Frank y a sus compañeros de trabajo (interpretados en diferente grado de ebriedad y taquicardia por John Goodman, Ving Rhames y Tom Sizemore), son un viaje a la inercia, a recorrer un camino circular que no los lleva a ninguna parte, fruto de un guion espartano nada efectista en su propuesta narrativa. Todo parece una única y larga noche, poblada de asfixia y de frío. Lo canta Van Morrison en la banda sonora: así que abre la ventana y déjame respirar/ he dicho, abre la ventana y déjame respirar/ estoy mirando a la calle abajo/ y he llorado por ti, oh señor. Y si la canción es un réquiem, la película también. La cámara de Robert Richardson ha fotografiado demasiadas películas de Oliver Stone y se ha contagiado de su estilo (¿o Stone del de Richardson?) sincopado, vertiginoso e inquieto, que ha recreado aquí para mostrarnos, con su montaje hiperquinetico, los colores de la adrenalina que anima hasta el límite los cuerpos de unos socorristas que se nos antojan tan cercanos a la muerte como los de los pacientes a bordo de la ambulancia. Hay una enorme pena aquí, y Scorsese no escatima esfuerzos en revelárnosla y por eso la película no se disfruta sino que se padece con el espíritu encogido.
Durante uno de sus recorridos, Frank da los primeros auxilios a un hombre de cuya hija -Mary (Patricia Arquette)- se aferra. A ella recurrirá buscando luz, buscando paz, buscándose. Scorsese no lo acerca a un ángel: lo lleva junto a una mujer con una historia tan dolorosa como la de Frank, pero sin deudas con ella misma. A su lado nuestro protagonista exorciza sus fantasmas cotidianos y en el último instante de la película encuentra –acaso- un poco de afecto. Nada en sus vidas ha cambiado, el director no pretende que creamos eso, simplemente comparten una soledad cuyos abismos no conocen fondo.
Martin Scorsese nos ha acercado -riguroso e irrebatible- a los fantasmas de la muerte y el retrato seco y frío que nos presenta tiene la capacidad de tocarnos y estremecernos mucho más que el cine convencional de todos los días. Mientras la ambulancia recorre la noche es ahora Johnny Thunders el que canta You can’t put your arms around a memory, y tiene razón: Frank insiste, enceguecido, en abrazar sus tristes recuerdos, mientras la vida se le escapa. Si, la vida –esa misma cuya fragilidad es tan inaudita que es mejor cerrar los ojos y pensar, engañados, que será eterna.
Texto publicado originalmente en la Revista Kinetoscopio No. 53 (Medellín, vol. 11, 2000) págs. 74-75
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2000
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