Los náufragos de la calle de la Providencia: El ángel exterminador, de Luis Buñuel
“Si el filme que van a ver les parece enigmático e incoherente, también la vida lo es. Es repetitivo como la vida y, como la vida, sujeto a múltiples interpretaciones. El autor declara no haber querido jugar con los símbolos, al menos conscientemente. Quizá la explicación de El ángel exterminador sea que, racionalmente, no hay ninguna”.
– Luis Buñuel
El epígrafe que precede a estas palabras es definitivo y concluyente. Lo expresó Buñuel a propósito de una de las películas más inescrutables y originales de su excelsa filmografía. Se trata de El ángel exterminador (1962), que desde el momento mismo de su estreno se ha investido tanto con un manto de misterio como de admiración. Resumen de sus temas recurrentes y de su peculiar estilo como autor, la película ha sido analizada y diseccionada hasta el cansancio, sin que nadie haya alcanzado todavía la esencia última de su explicación, la cual pertenecerá siempre a su autor, si es que –como él lo expresó- existe alguna.
El filme es el segundo de los tres de este director que serían producidos por el empresario mexicano Gustavo Alatriste, a quien Buñuel conoció tras regresar a España en 1960, luego de sus veinticuatro años de exilio. Alatriste, casado en segundas nupcias con la actriz Silvia Pinal, le propuso a Buñuel que hicieran una película juntos y de ahí surgió Viridiana (1961), filmada en las afueras de Madrid. Tras el escándalo en España y el éxito internacional que la cinta alcanzó –incluida la Palma de Oro en Cannes- Alatriste le propuso a Buñuel trabajar juntos de nuevo pero esta vez en México y con un presupuesto más limitado. Buñuel recordaba con aprecio las libertades creativas que Alatriste le dio para ese segundo filme, del cual no pidió ver el guion. Al ver el filme terminado solo atinó a confesar que “No he entendido nada, pero es maravillosa” (1).
La película que maravilló a Alatriste estaba basada en un guion escrito años antes por Buñuel y Luis Alcoriza para un mediometraje y que se llamaba Los náufragos de la calle de la Providencia y que tenía como origen una historia que a Buñuel se le había ocurrido en Nueva York en 1940, acerca de los invitados a una cena que se ven obligados a quedarse en la elegante mansión en la que departen sin que haya una razón aparente para ello. Buñuel añadió material para convertir el tratamiento original en un largometraje y le cambió el título, por uno que le oyó al escritor José Bergamín durante el rodaje de Viridiana y con el que pretendía bautizar una obra de teatro: se trataba de El ángel exterminador. Pasó el tiempo, Bergamín no escribió la obra y Buñuel seguía interesado en el titulo. “Le escribí a éste pidiéndole los derechos del título, y me respondió que no necesitaba pedírselos, puesto que esas palabras aparecían en el Apocalipsis” (2), relataba Buñuel.
Respecto al sentido del título en relación con el contenido de la película, el director afirmaba que “Yo primero pensé que el título tenía una relación subterránea con el argumento, aunque no sabía cuál. A posteriori lo he interpretado así: los hombres cada vez se entienden menos entre sí. Pero, ¿por qué no se entienden? ¿Por qué no salen de esta situación? En la película es lo mismo: ¿Por qué no llegan juntos a una solución para salir de su encierro?” (3). La interpretación de Buñuel –era de esperarse- tampoco es clara. Tenía más sentido el título original, el que aducía a un naufragio. Aquí, literalmente, los convocados a la cena mencionada, terminan encerrados en un salón como si se tratara de una isla desierta a la que han llegado luego de sucumbir su navío. Enfrentados no ya a la naturaleza, como sí a la naturaleza humana, los improvisados náufragos empiezan el difícil camino de la convivencia y del natural desgaste que sufren las relaciones sociales tras un encierro forzado en el que se les obliga, muy a su pesar, a ser comunidad. El privilegiado grupo social que Buñuel ha elegido para hacerlo víctima de este experimento -más cercano a una travesura que a los postulados del método científico- representa a la burguesía en todo su decadente esplendor. El director no pretende escarmentar a la clase alta, sino hacer un descenso desde un punto muy alto, para que la caída se notara, para que el sonido de los formalismos sociales, al resquebrajarse y romperse, retumbara con más fuerza.
Años antes, en Lifeboat (1944), Hitchcock conformó también un grupo heterogéneo, reunido contra la voluntad de sus miembros, pero la disculpa en este caso era obvia: los sobrevivientes de un barco torpedeado durante la guerra eran obligados a convivir en un bote salvavidas. En ese espacio reducido, en medio del mar, era lógico que surgieran los instintos primarios de los náufragos. Pero, ¿En medio de una sala en la elegante mansión de la familia Nóbile? No hay nada que les impida abandonar el recinto, pero no lo hacen, víctimas de un sortilegio abúlico que Buñuel -hechicero omnipotente- dejo caer sobre ellos. La cámara de Gabriel Figueroa en ocasiones los toma de lejos, desde otro salón, enmarcando como en un proscenio su errático deambular. Pero la barrera invisible que los retiene allí no es lo importante, es tan sólo una disculpa surreal a la que el director restó siempre importancia. “Lo que veo en ella es un grupo de personas que no pueden hacer lo que quieren hacer: salir de una habitación. Imposibilidad inexplicable de satisfacer un sencillo deseo. Eso ocurre a menudo en mis películas” (4), escribía en su autobiografía Mi último suspiro. He ahí la esquiva libertad, siempre un espectro en el cine de Buñuel.
Aceptadas, queramos o no, las reglas del juego que se nos propone, podemos esperar a partir de aquí que ocurra cualquier cosa. El personal universo del director empieza a salir a flote, tratando de no alterar ni sobre imponerse a la lineariedad narrativa sino más bien de adornarla, de sazonarla con su indescriptible esencia. Un punto importante son las constantes repeticiones que abundan en el filme, elemento por completo consciente que él no se cansaba de destacar: “La repetición me atrae, tiene un efecto hipnótico. En la película hay como veinte repeticiones. Unas se notan menos que otras” (5). La repetición puede ser de un personaje que repite un acto que ya hizo o que dice algo que ya dijo; o por imitación, cuando alguien repite lo que otro invitado ya dijo o hizo. “La entrada de los invitados en la lujosa mansión de los Nóbile y la subida por la escalera al piso superior la repetí dos veces consecutivas, sin otra variación que una toma en picado y otra en contrapicado. Cuando terminó de hacerse la copia, el fotógrafo Gabriel Figueroa vino a verme alarmado y me dijo «Oiga usted, la copia no está bien, una escena se repite». Le dije: «Pero Gabriel, el montaje lo hago siempre yo mismo. Además usted filmaba conmigo y sabe que en la repetición usamos otro encuadre. Es una repetición voluntaria… » «Ah, ya veo», dijo, pero en verdad estaba asustado” (6). La repetición en El ángel exterminador logra contagiarnos de una extraña circularidad: al estar confinados, los personajes empiezan a repetir las mismas cosas que ya hicieron y, más importante, a perder identidad y a masificarse, a comportarse con la dinámica errática de un grupo, fácilmente arrastrable por las pasiones y por la guía equivoca de algún fanático. Empiezan a aflorar entonces los rencores largamente guardados, el odio, el egoísmo, la xenofobia, los deseos reprimidos, la búsqueda de un culpable a como de lugar, sin importar los impotentes llamados a la cordura que algunos pueden hacer. La masa ciega es ira e intolerancia y Buñuel se solaza en mostrarnos que fácil se convierten en ella los que días antes eran los representantes más dignos y favorecidos de la sociedad. La enorme fragilidad del ser humano, tal como a él le gustaba mostrarla.
Ese convertirse en obligada comunidad se facilita por el parecido de los personajes. Sus atuendos, accesorios y peinados se nos confunden en una primera visión de la película y es fácil equivocar las identidades de muchos de ellos. Buñuel lo logró: nosotros no somos capaces, como espectadores, de diferenciarlos y ellos -lentamente- pierden también la capacidad de diferenciarse y actúan como uno, como un único ser humano, primario, asustado, furioso y al acecho de los más débiles.
Esta mirada social, como de un antropólogo apasionado, es la que Buñuel privilegia sobre su película, pero la introducción de elementos “particulares” -mezcla de recuerdos propios y ajenos, ganas de confundir al público, y reiteración de sus obsesiones y afinidades surrealistas- pobló de “símbolos” al filme, a partir de los cuales se ha estudiado desde todos los ángulos: religiosos, antropológicos, políticos, sexuales, psicoanalíticos. En la película hay menciones a la virginidad, a la cábala, a la masonería, a los judíos, a los jesuitas; aparece un oso, unos corderos, una mano que se mueve sin cuerpo; hay una secuencia onírica, un mesero que se tropieza, una pareja de suicidas. Imágenes perturbadoras, que sembraron siempre su filmografía con interrogantes y que constituían su credo privado, su discurso característico jamás traicionado por compromisos o presión alguna. Buñuel insistía en contradecir a todos los que buscaban explicaciones en cada detalle: “No he introducido ningún símbolo en la película y aquellos que esperan de mi parte un trabajo de tesis, una obra con un mensaje, pueden seguir esperando. Tengo la duda de si El ángel exterminador es susceptible a interpretación, pero todos tienen el derecho a interpretarla como quieran. Hay algunos que le dan una explicación que es puramente erótico-sexual, otros, política. Yo le daría más bien una interpretación histórico-social. Pero cuando los críticos en la rueda de prensa en el Festival de Cannes le preguntaron a Juan Luis por qué hay un oso en la película, vagando por una fiesta, él respondió «Porque a mi padre le gustan los osos». Es verdad. Hay quienes interpretan al oso como la Unión Soviética a punto de devorar la burguesía. Eso no tiene sentido” (7).
Luis Buñuel quería filmar El ángel exterminador en Europa, más específicamente en Londres o en París y con un reparto europeo. La autenticidad del lujo y de los detalles a mostrar era importante para él, así como tratar que los actores no representaran una tipología típica mexicana, quizá para evitarle dificultades en el país que lo acogió y en el que se había nacionalizado, y para darle una apariencia internacional que atrajera a un público más amplio que el latinoamericano. Pero los recursos financieros de Alatriste sólo le permitieron filmar en México y con un grupo de actores nacionales encabezado por Enrique Rambal, Silvia Pinal, Lucy Gallardo, Augusto Benedico y César del Campo.
Puede que con más recursos, Buñuel hubiera podido filmar la película que ambicionaba, pero con los que logró obtener nos entregó una obra maestra del cine hecha en un suelo cercano, con aroma latino, pero con un alcance universal que iba a expandirse hasta atraparnos en un embrujo como el que cautivó a los invitados a esa cena memorable en casa de la familia Nóbile. Pero esta vez el sortilegio iba a ser para siempre.
Referencias:
1. Agustín Sánchez Vidal, Luis Buñuel, 3ª ed., Madrid, Cátedra, 1991, p. 196
2. José de la Colina, Tomás Pérez Turrent, Luis Buñuel, prohibido asomarse al interior, México, Consejo nacional para la cultura y las artes, 1996, p.224
3. Victor Fuentes, Buñuel en México: iluminaciones sobre una pantalla pobre, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 1993, p. 82
4. Luis Buñuel. Mi último suspiro. Barcelona, Editorial Debolsillo, 2005, p. 281
5. J. de la Colina, T. Pérez Turrent, op cit., p. 226
6. Claqueta “El ángel exterminador” disponible online: http://www.claqueta.es/1962/el-angel-exterminador.html
7. José Francisco Aranda, Luis Buñuel. Biografía crítica, Barcelona, Lumen, 1969, p. 254
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio no. 75 (2006). Págs. 109-112.
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