Los ojos de Dios: Escondido, de Michael Haneke
Hay directores cuya obra genera, con su sola mención, opiniones y sentimientos encontrados. La filmografía de Michael Haneke es una de las más compactas, personales y complejas del cine europeo, de ahí que provoque a la vez tanto admiración como polémica. Todos sus filmes reflejan lo mismo: el malestar social de los tiempos modernos. Para lograrlo, el director apela a la incomodidad del espectador, al que despoja de certezas, vinculándolo –contra su voluntad- en el juego perturbador e inquietante de sus historias. Cronista de los objetos, la tecnología, los aparatos, Haneke nos define por nuestra relación con ellos, por el aislamiento que logramos rodeándonos de cosas materiales, de dinero, de cultura, mientras a nuestro lado pasa la injusticia, la maldad, la ignorancia.
Devenido en ejecutor, Haneke quiere desquitarse de sus personajes, quiere desnudarlos, quiere hacerlos despertar a bofetadas. Y lo consigue por medio de unas historias donde lo cruel se conjuga con la degradación personal y la violencia. ¿Se trata de sermones? No. Se trata de relatos alegóricos donde los protagonistas son examinados con la distancia de un científico que hace experimentos con ellos, para ver sus reacciones ante situaciones que los ponen fuera de control. Algo así hacía Alfred Hitchcock en su cine, pero con humor y menos desilusión.
Escondido (Caché, 2005) es un excelente ejemplo de sus cualidades artísticas. De entrada se nos invita a ser partícipes del juego (realmente no tenemos otra alternativa si queremos ver la película) y desde un primer momento se nos hace resbalar. Lo que estamos viendo, la escena por la que desfilaron los créditos -que corresponde a una toma estática en un callejón mirando la entrada de una casa- no corresponde al tiempo presente de la historia, es una grabación en VHS que la pareja de protagonistas está viendo. Alguien les hizo llegar anónimamente una filmación que les indica que los están vigilando. En ella ven el momento en que salieron cada uno a su trabajo, pero ninguno notó que los estuvieran filmando. Las grabaciones se sucederán, siempre estáticas, acompañadas de agresivos dibujos infantiles. Hasta aquí todo va bien. Nuestra mente nos dice que estamos en un thriller convencional, pero Haneke nos va a seguir retando.
De repente empezamos a dudar si lo que estamos observando corresponde a una filmación que el anónimo vigilante está haciendo, a la narración en tercera persona que estamos viendo o a la cámara con la que el director está filmando. Entonces empezamos a desconfiar de la información que la película nos da y comenzamos a dudar. Más aún cuando el protagonista, Georges (Daniel Auteuil), parece tener las claves de lo que está ocurriendo. Unas claves que se hunden en su pasado, en la culpa que ha arrastrado todos estos años y que ha pretendido ocultar bajo la alfombra de su compostura, de su seguridad, de su intelectualidad. Pero todo sale lentamente a flote, presionado por unas grabaciones, que –como los ojos de Dios- parecen estar en todas partes.
Ese mismo Dios titiritero (que es otra manera de referirnos al director Haneke) quiere ponerlo en evidencia, quitarle le máscara y hacerle pagar por lo que hizo. Georges -enfermo por la paranoia de sentirse observado- empezará a desesperarse, a desconfiar de su esposa, a temer por su hijo. ¿Logrará la redención después de haber pasado por este infierno personal? ¿Sabremos el origen de las grabaciones? Haneke, sonriente, nos pide que miremos, con cuidado, la última escena.
Publicado en la revista Arcadia no. 24 (Bogotá, septiembre/2007), pág. 52.
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