Los ojos de Sebastião Salgado: La sal de la tierra, de Wim Wenders
Hace más de veinte años el director alemán Wim Wenders vio en una galería de Los Ángeles unas fotografías que lo conmovieron. Mostraban imágenes en blanco y negro de la Serra Pelada, al sur del estado brasileño de Pará, y que fue la mina de oro a cielo abierto más grande del mundo. Pero más que en el paisaje desolado, las fotos hacían énfasis en una enorme, una inverosímil cantidad de personas que como hormigas parecen subir y bajar por las paredes de la mina en filas sin fin, mientras en sus rostros se ve un enorme cansancio, mezclado con desesperación, miedo y codicia. Las imágenes se antojaban un testimonio del pasado remoto, de la excavación de las minas del rey Salomón, de los esclavos sometidos en Babilonia o de las difíciles condiciones de los obreros en el siglo XIX en algún inhumano socavón tropical. Incluso también podrían haber sido tomadas durante el rodaje de Intolerancia (1916) del maestro David W. Griffith. Echa uno de menos ver elefantes ayudando a mover las rocas y a escarbar la tierra.
Pero esas fotografías eran recientes. La fiebre del oro que consumió a la Serra Pelada tuvo lugar entre 1983 y 1987. Esas asombrosas fotografías no mostraban esclavos, sino a gambusinos que querían probar fortuna, así tuvieran que arriesgar su vida y la de todos a su alrededor, pues una caída en ese tajo implicaba que muchos fueran los arrastrados hacia el vacío. Lo que le dio ese aspecto de evento pretérito, extraviado en el tiempo, fue la mirada de su autor, el fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, que pareció mimetizarse entre los mineros para captar con su cámara unas imágenes que tienen una fuerza inaudita, casi salvaje. Más que personas, son una masa que respira agitada, que suda, que se muere de sed, que se desploma ante el peso de los costales de tierra, roca y acaso oro.
Con las fotografías de esos hombres que parecieran tratando de escapar desesperados de una fosa colectiva se inicia La sal de la tierra (The Salt of the Earth, 2014), el documental que codirigieron Wenders y Juliano Ribeiro Salgado y que fue estrenado en el Festival de Cine de Cannes el pasado mayo, dentro de la sección “Una cierta mirada”, y obtuvo allí un Premio Especial del Jurado. No lo necesitaba. La larga ovación de pie que todos los asistentes le brindaron a los codirectores al término de la proyección en el Teatro Claude Debussy del Palais des Festivals ese martes 20 de mayo era un premio aún más valioso. Fue la película unánimemente más aplaudida y admirada del Festival.
Los documentales no son ajenos a la filmografía de Wim Wenders: en 1985 se fue a Tokio a buscar las huellas del gran director de cine japonés Yasujiro Ozu y el resultado fue la nostálgica y sorprendente Tokyo-Ga; en oriente también realizó Notebook on Cities and Clothes (1989) centrándose en el diseñador de modas Yohji Yamamoto, y en Cuba fue el autor de Buena Vista Social Club (1999), en el que sacó del olvido a unos fantásticos músicos en el otoño de sus vidas; la música –pero esta vez la del grupo BAP- fue también la protagonista de Ode to Cologne: A Rock´N´Roll Film (2002) y de The Soul of a Man (2003) que traza la obra de tres exponentes del blues, como lo fueron Blind Willie Johnson, Skip James y J.B Lenoir; mientras en Pina (2011) hizo homenaje al mundo artístico de la coreógrafa alemana Pina Bausch. Sus documentales exaltan la creatividad y la individualidad de seres extraordinarios, de ahí que Sebastião Salgado se antojaba un sujeto perfecto para ser el protagonista uno de sus filmes, a lo que hay que añadir que el propio Wenders es un reconocido fotógrafo.
Nacido hace 70 años en Aimorés, en el estado de Minas Gerais, Salgado estudió economía en la Universidad de Sao Paulo y se exilió en París junto a su esposa Lélia Wanick en 1969, en pleno régimen militar brasileño. Estando en Francia consiguió trabajo en Londres con la Organización Internacional del Café y fue su esposa, estudiante de arquitectura, la que lo hizo interesarse, de manera casual, en la fotografía. “En esa época, la fotografía era un espejo de la sociedad. Como el texto escrito, la fotografía era la munición de los movimientos sociales de esa época”, recuerda Salgado. Su trabajo como economista le hizo visitar varios países africanos y en Ruanda tomó sus primeras fotos. En 1973 tomó la arriesgada decisión de abandonar su trabajo ejecutivo, volver a París y dedicarse por completo a la fotografía, de la que era autodidacta. “Decidí hacer mi primera historia en África. Un amigo me prestó el dinero para el viaje y me fui a Nigeria, donde había una gran sequía y una enorme hambruna. Fui allá durante más de un mes e hice una historia, luego regresé a París y la llevé a las revistas. Fue publicada y a partir de ahí empezó mi vida de fotógrafo”, rememora.
Dándole un sentido de denuncia social a todos sus trabajos fotográficos, Salgado empezó a recorrer el mundo –vinculado a agencias como Sygma, Gamma y Magnum- buscando historias que pudiera documentar, sin importar lo lejos que tuviera que ir o el tiempo que le tomara. Etiopía, Chad, Malí, la guerra civil de Mozambique, Australia, Siberia, el trabajo de la organización Médicos sin fronteras, los desplazados de América Latina, los campos petroleros incendiados en Kuwait, los judíos obligados a abandonar la Unión Soviética, el genocidio de Ruanda, los campos de refugiados en África, los mineros de la Serra Pelada… cualquier grupo social vulnerable era digno de su lente. Sus fotos en riguroso blanco y negro lograban captar la nobleza y rescatar la dignidad donde otros solo veían una tragedia humana. Por este abordaje ha recibido no pocas críticas, incluyendo las de Susan Sontag, quien en una entrevista en el 2004 afirmó que “Una foto puede ser terrible y bella. Otra cuestión: si puede ser verdadera y bella. Este es el principal reproche a las fotografías de Sebastião Salgado. Porque la gente, cuando ve una de esas fotos, tan sumamente bellas, sospecha”. Salgado ha restado importancia a esos comentarios. Wenders ha afirmado que “Cuando uno fotografía pobreza y sufrimiento tiene que darle cierta dignidad al tema y evitar deslizarse hacia el voyerismo. No es fácil. Solo puede lograrse con la condición de que desarrolles una buena relación con las personas frente a la lente, y consigas realmente meterte dentro de tus vidas y su situación. Pocos fotógrafos logran eso. La mayoría de ellos llegan a alguna parte, disparan unas fotos y se van. Sebastião no trabaja así”. Los libros de sus minuciosas crónicas visuales empezaron a aparecer: Otras Américas, Sahel: el fin del camino, Una gracia incierta, Trabajadores, Terra, Exodus, África y con ellos la fama. Salgado no era solo un fotógrafo pasivo, era un activista. Un hombre que lograba crear conciencia sobre seres que de otra forma serian invisibles.
Wenders conoció personalmente a Salgado hace unos cinco o seis años y obviamente estaba interesado en hacer un documental sobre su obra, sobre todo a propósito de su última colección de fotografías, llamada Génesis. Sin embargo, el hijo mayor del fotógrafo, Juliano Ribeiro Salgado –egresado de la London Film School- estaba acompañando a su padre en sus periplos recientes y pensaba también hacer un documental. Ambos unen fuerzas: Wenders aporta su experiencia y la mirada objetiva de un externo, y Juliano la perspectiva intima, el retrato familiar. “El resultado es mejor que cualquier cosa que hubiera hecho yo mismo. Podríamos haber hecho cada uno un filme propio, pero ninguno hubiera sido tan grande como este”, expresa Wenders. El resultado del que habla es La sal de la tierra.
Al principio del filme la voz en off de Wenders se pregunta cómo hacer una película sobre la vida de un fotógrafo. Como respuesta, decide enfrentar a Salgado a su propia obra. Lo encierra en una especie de “cuarto oscuro”, proyecta sus fotografías en una pantalla semitransparente y lo enfoca de frente, mirando sus fotos y hablando hacia la cámara, hablándonos a nosotros. Salgado recuerda en qué circunstancias las tomó, que ocurría en esos momentos, cómo captó ese instante preciso y precioso, qué importancia tiene para su obra, que impacto le dejó esa fotografía. Como cualquiera que repase el álbum familiar en compañía de su madre, Salgado nos conduce a través de la historia de los conflictos sociales del mundo de los que ha sido testigo en los últimos cuarenta años. Él y su cámara ubicua parecen no tener miedo al bombardeo o a las balas, ser inmunes al contagio infeccioso, estar blindados frente a la intolerancia religiosa, saber de antemano la vía de escape más rápida y el atajo preciso, saber hacerse al intérprete más aventajado, a la cantimplora más generosa, al antídoto y al antimalarico más eficaces.
De otro modo hubiera sido imposible lograr capturar esas imágenes en caliente, con ese dolor tan manifiesto, esos muertos aún siendo llorados, esa incertidumbre, esa atmósfera de fin del mundo. Salgado confiesa que por momentos tenía que dejar de tomar fotos y ponerse a llorar de la impotencia. La película con el paso de los minutos se pone más tensa, más grave a medida que se acumulan pesares. Tanta crueldad humana terminaría por extenuar al fotógrafo, por dejarlo sin confianza en nosotros mismos. Génesis es el exorcismo personal al que recurrió para purificar su espíritu hastiado. Se trata de una crónica de los lugares del mundo que se conservan en estado natural, con su población nativa, con su fauna y su flora intactas. Era un riesgo profesional pasar de la fotografía social a la de la vida silvestre, pero Salgado necesitaba de ese bálsamo. Por fortuna su sensibilidad estética se conservaba intacta. Ocho años y la visita a 42 países le tomó este proyecto que lo llevó desde una tribu en el Amazonas que aún vive en el Paleolítico hasta una isla en el Círculo Polar Ártico a convivir con las morsas y los osos polares.
Alternando con la narración de sus fotos, en La sal de la tierra lo vemos en su juventud junto a su mujer, presenciamos la llegada de sus hijos, atestiguamos su breve regreso a Brasil tras décadas en el exilio, vemos y oímos a su padre, nos enteramos de algún giro infortunado del destino, lo acompañamos en sus momentos de éxito, lo vemos tomando fotos al equipo de rodaje de este filme y nos vamos con él a ver el nacimiento de su más reciente aventura, el Instituto Terra. La hacienda familiar cerca a Aimorés, en el valle del Rio Doce, estaba completamente erosionada y deforestada. A Lélia y a Sebastião se les ocurrió trasplantar el bosque y reforestar la zona sembrando más de cuatro millones de árboles nativos. En 1998 fundaron el Instituto Terra como un experimento de restauración del ecosistema. Más de quince años después, más de 1500 acres de terreno ya recuperado se han convertido en un parque nacional y en ejemplo para otras zonas del país. A los 70 años Salgado ha vuelto a la tierra de su infancia y la ha hecho reverdecer de nuevo. Con él fuimos un día hasta el infierno de la desolación humana y ya estamos de vuelta buscando sanar entre la naturaleza las heridas de tanta violencia. “La naturaleza le permitió no perder la fe en la humanidad”, aclara Wenders.
El impacto de La sal de la tierra en el espectador es enorme. No solo por lo que las fotos dicen de la condición humana, sino porque su capacidad hipnótica nos impide cerrar los ojos y negarnos, como siempre, a ver las atrocidades que somos capaces de hacer. Salgado nos pone frente a las ruinas de nuestra historia y todos guardamos un silencio abochornado. Con este filme Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado han logrado que un puñado de fotos en blanco y negro se convierta en un hilo conductor que nos guía a través del tiempo y los kilómetros, para de esta forma mostrarnos, sin que falte detalle alguno, todas las cosas que han visto los ojos, los asombrados ojos de Sebastião Salgado.
Publicado en la revista El Malpensante No. 153 (Bogotá, junio de 2014). Págs. 60-63
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