Los que van a morir te saludan: Los infiltrados, de Martin Scorsese
The floods is threat’ning
My very life today
Gimme, gimme shelter
Or I’m gonna fade away
– The Rolling Stones
“Cuando era joven ellos acostumbraban decir que uno se volvía policía o ladrón… lo que yo digo es esto: cuando te están apuntando con una pistola, ¿Cuál es la diferencia?”, afirma el jefe mafioso Frank Costello al inicio de Los infiltrados (The Departed, 2006). La consigna se convierte en el inesperado símbolo de la ambigüedad moral del filme y en eje dramático en el que se girará a partir de ese momento. Costello recluta desde muy joven a Collin Sullivan, un muchacho a quien va a criar como un hijo, pero que -a diferencia de Henry Hill en Buenos muchachos (Goodfellas, 1990)- no terminará exactamente como gánster, sino como oficial de policía en Boston a las órdenes de Costello: una pieza clave, un infiltrado suyo en las entrañas mismas de la ley. La otra cara de la misma moneda es Billy Costigan, un huérfano que se hace policía para superar soledades y desengaños familiares y que acabará –luego de ser puesto contra las cuerdas por sus superiores- como infiltrado encubierto dentro de la organización criminal de Costello, trabajando desde allá para el cuerpo policial.
Dos seres jugando a la traición, jugándose sus vidas para honrar cada uno la organización a la que pertenecen y que Scorsese, en un giro que habla de sus cualidades como cineasta, invierte en su moralidad, en su escala de valores, en su percepción del mundo: Sullivan (interpretado por Matt Damon) –el criminal- pasa de lo lindo como oficial en el cuerpo de detectives: es ascendido, tiene una pareja preciosa, consigue un apartamento mejor para vivir juntos; mientras tanto Costigan –el policía- se hunde en las dudas, en el temor, en el desasosiego infinito. Teme por su vida, pero más teme por su salud mental. Se siente abandonado y desprotegido, victima de un sistema que no va a hacer nada distinto a negar todo si algo llega a ocurrirle. Pide en silencio un refugio para sus dolores, un refugio para no desaparecer, para que su mente no se disuelva, tal como cantan Los Rolling Stones en la banda sonora. Costigan ve su sufrir como algo que debe afrontar, como una penitencia que debe pagar si quiere volver a sentirse vivo.
Personaje típico del mundo de Scorsese, Costigan es ese incomprendido, ese luchador mesiánico que abunda en su filmografía, ese ser adolorido que se siente responsable de todo el dolor que sus semejantes sufren. Es, por esto mismo, el personaje que Scorsese más cerca tiene a sus afectos, a quien más hondura sicológica provee. Y lo interpreta Leonardo DiCaprio, su consentido, mostrando por fin un rango dramático creíble y consistente a lo largo de todo el filme. “Sabía que Leo soportaría como actor el conflicto de un hombre joven que se ha metido en una mala situación y que entonces se pregunta que infiernos está haciendo ahí. Puedes verlo en su rostro, puedes verlo en sus ojos. Esa es una de las razones por las que me gusta trabajar con Leo: él sabe como expresar impacto emocional sin decir una palabra. Simplemente emana de él. Es extraordinario verlo”, anota Scorsese. El actor ha crecido mucho en esta asociación en la que él sin duda ha sido el gran beneficiado: la sombra protectora del director le ha convertido en un actor mucho más que digno. Se ha transformado en alguien que no depende de su aspecto físico para actuar sino de sus reales capacidades, que existían, como vemos.
Oficiando este drama desde las alturas de su amoralidad está Frank Costello, a quien Jack Nicholson da vida con una socarronería y una malicia como sólo su experiencia como actor puede darle. No es Jack jugando a ser Jack o a una caricatura de Jack: es algo más, más complejo, más diabólico. Cuando la película empieza no vemos su rostro, sólo su voz, pero lo que dice es suficiente para asustarnos. El filme se beneficia de su aire decadente de rey pagano, de su sonrisa congelada en un rictus difícil de describir, de sus ataques de ira no fácilmente contenida. Él es el gran titiritero, es él quien da las órdenes, quien maneja a Sullivan en más de una forma, quien sospecha de Costigan, pero que lo deja vivir para hacer mayor su sufrimiento personal. Él en sí mismo es un misterio, un ser que habita a su antojo y a sus anchas el mundo de celuloide que Scorsese diseñó para su disfrute, entre sangre, drogas y mujeres. “Jack realmente se apropió del personaje” –afirma el realizador- “Costello lo ha tenido todo en la vida, así que ya nada le importa. ¿Y porqué debería? Él tiene todo el poder”. Actor y director no habían trabajado juntos nunca, y que bueno fue que pudieran hacerlo cuando todavía era tiempo.
Allá abajo, en plena lucha moral con ellos mismos, están Sullivan y Costigan, en dos extremos opuestos de la ley, compartiendo sin saberlo una mujer y temerosos –más uno que el otro- de que se rompa la telaraña de mentiras que han construido a su alrededor y que les permite seguir vivos y útiles a quienes un día -al jurarles lealtad- dispusieron de sus vidas y los enviaron a interpretar un papel, a simular lo que no son, a cuidar cada paso, a medir cada palabra pronunciada ante el omnipresente teléfono celular, a desvelarse pensando que algún día amanecerán muertos, fallecidos. Departed. The Departed.
La historia de Los infiltrados se basa en un thriller original de Hong Kong, Infernal Affairs (2002), que disfrutó de gran éxito en los países de Oriente antes de darse a conocer en los Estados Unidos en el 2004. Desde ese momento se le encomendó al escritor William Monahan –el guionista de Kingdom of Heaven (2005)- la escritura de una versión norteamericana. “No había visto Infernal Affairs y no quise verla antes de adaptar la historia. Trabajé a partir de una traducción del guion chino. Había una gran historia central alrededor de la cual pude crear nuevos personajes. Me gustaba la duplicidad de los personajes en la película china, pero mi adaptación, temáticamente hablando, es acerca de la maquinaria de tragedia que se pone en marcha cuando la gente se aleja de lo que realmente debería estar haciendo con sus vidas”, relata el guionista. Y Scorsese lo confirma “Infernal Affairs es un buen ejemplo de porqué amo el cine de Hong Kong, pero Los infiltrados no es un remake de ese filme. Se inspira en Infernal Affairs debido a la naturaleza de la historia; sin embargo el mundo que William Monahan creó es muy diferente. Cuando recibí el guion, me costó mucho abarcarlo por completo porqué empecé a visualizar la acción y a meterme en la naturaleza de la historia y de los personajes. Una de las cosas que me golpeó fue ver lo inflexible que era la descripción de los personajes y la de sus actitudes hacia el mundo en que viven. Eso es lo que realmente hizo que me interesara en dirigir la película”.
Sin haber visto Infernal Affairs es difícil saber que tanto adeuda Scorsese a la película original, pero de veras este director se ve y se siente como pez en el agua con el guion de Monahan. A pesar de no situar la película en Nueva York sino en Boston (aunque se rodó en ambas ciudades), el tratamiento que Scorsese le da es el de alguien habituado a este tipo de material, a estos relatos trágicos donde la familia, la fe, la religión, las calles y el bajo mundo se entremezclan con violencia. El énfasis, sin embargo, es siempre en el drama personal que subyace a los seres que hacen parte de cualquier organización de las mencionadas, sin importar del lado de la ley en que se encuentren. “Este es un mundo con el que siempre se me asocia. Lo conozco, lo odio y también lo amo. Es como una droga a la que -aunque detesto- siempre mantengo volviendo “, declara el director.
En la descripción de esa tragedia humana, juego de espejos donde los límites de la lealtad se pulverizan, está la fuerza de este filme iracundo, agresivo y conmovedor a la vez, combinación bien aceitada de las virtudes ya probadas de Scorsese y que aquí se antoja un retorno a la buena forma, tras unos descalabros relativos. A una realización afortunada en la que contó con sus colaboradores habituales como Michael Ballhaus en la cinematografía; la montajista Thelma Schoonmaker y la directora de reparto Ellen Lewis, Scorsese suma a su haber el nivel parejo de las interpretaciones de sus actores principales para obtener en suma un filme visceral, que nos remueve las certezas, que nos interroga sobre las relaciones entre padres e hijos, sobre la capacidad de fingir sin perder de vista lo que somos, sobre los límites de la traición. En últimas, sobre lo difícil que es entregarle el alma al diablo y pensar que no vamos a pagar las consecuencias. Algo hay que pagar, de eso no hay duda. Queda entonces, antes del último instante, hacerle una reverencia, un saludo de parte de los que van –vamos– a morir.
Publicado en la Revista Kinetoscopio no. 77 (Medellín, vol. 15, 2006), págs. 83-85.
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2006
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