Los sospechosos habituales: El halcón maltés, de John Huston

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“Aquella laguna emocional que le hace ver la vida como un engaño (porque al engañador también lo engañan) es el elemento irritante que engendra la perla, y su pago ha consistido en ser él mismo, en términos humanos, un poco de halcón”.
-Truman Capote, en un retrato de John Huston

El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941) introdujo en la pantalla a un héroe inesperado. Ya no era la época del reinado de los gángteres, abatidos en The Roaring Twenties (1939), los forajidos otoñales que querían retirarse habían muerto en High Sierra (1941) y tampoco había cabida para los policías heroicos, tal como los de Contra el imperio del crimen (G-Men, 1935). En una sociedad que apenas en 1940 recupera la renta per capita real que tenía en 1929 antes del colapso bursátil, en el que el “New Deal” del presidente Roosevelt empieza a perder su impulso, en donde la corrupción se expande y en la que la sombra amenazante de una nueva guerra mundial ya es evidente, el cine se hace reflejo de esa compleja  situación social -en la que prima el pesimismo- y empieza a mostrar en la pantalla a un nuevo tipo de personajes anónimos, de mezquinas existencias.

Son seres viciosos, tramposos, corruptos, infieles, caminando a ambos lados de la ley, sin asomo de valores que no sean los propios. Entre estas figuras de poca monta -ladronzuelos, alcohólicos, mujeres fatales, policías, apostadores- destaca un nuevo héroe, individualista y egoísta, un hombre moralmente ambiguo -balanceándose también en la frontera entre el bien y el mal-, duro sentimentalmente y sin piedad a la hora de tomar decisiones. En la figura del detective privado, que actúa independiente y lucrándose de la ley, ve Hollywood el personaje perfecto para representar una sociedad enferma, incapaz de comunicarse con los demás, encerrada en si misma y víctima de un pasado que vampiriza sus días, y temerosa de un futuro que ve como incierto.

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Nace aquí el periodo clásico del cine negro y, con el, el detective hard boiled, concebido en las entrañas de la literatura pulp de los años veinte y treinta -Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James M. Cain, Carroll John Daly, entre otros- y que ahora el cine acercará a un público masivo, que lo verá, amará y odiará, mientras sigue atento sus andanzas, sus cambios de piel, su taciturno divagar. Si Humphrey Bogart venía de interpretar al gánster mediocre en producciones de serie B para la Warner, encontraría acá, en el personaje del detective Sam Spade, la más adecuada de sus medidas. Prototipo que el cine negro repetiría hasta casi desdibujarlo, el detective privado que Bogart interpretó en El halcón maltés definiría tan bien las características presentes y futuras de ese personaje que casi es posible intentar una tipología del mismo. Estamos frente a un ídolo tan inesperado como trágico, que arrastraba más de un dolor -por lo general romántico- a cuestas. Con un pasado que pocas veces sale a flote, este hombre solitario parece sólo confiar en lo que sus sentidos ven y en sus propios principios. Nunca capaz de una confesión privada, de un acto reflexivo o de una pausa, el detective del cine negro se las arregla para irse introduciendo cada vez más en una maraña compleja de datos, pistas, traiciones y engaños derivados de la investigación que se le encomendó, para al final llegar a una conclusión casi inverosímil, que revela una claridad mental -cortesía de la imaginación de enrevesados guionistas- que los espectadores parecemos nunca igualar.

Humphrey Bogart en El halcón maltés (1941)

Humphrey Bogart en El halcón maltés (1941)

En el camino hemos sido testigos de su capacidad para recorrer sin temor los recovecos más sórdidos de la ciudad en la que viven, de su facilidad para atraer mujeres -no siempre de diáfanas intenciones- y de su facultades verbales, que convierten sus parlamentos en dardos punzantes, creativos y contundentes, que son capaces de dar por terminado cualquier intento de diálogo o de dejar sin habla al interlocutor menos brillante. Ese hombre de gabán largo, sombrero y pistola entre el bolsillo, no trabaja guiado por ningún precepto generoso o por abnegación a su labor. La investigación que emprende, muchas veces contra su voluntad, le pesa, es un estorbo que lo saca de su bien ganada rutina. Así lo vimos en las pantallas una y otra vez, ya nos aprendimos sus gestos, sus manierismos, su manera de actuar. Pero el Sam Spade de Bogart fue el primero y siempre lo será.

Para adornar su imagen, el novel director John Huston pone a su lado a una galería de personajes que complementarán, encarnados en otros rostros y haciendo parte de otras películas, el universo del cine negro. Hay una mujer fatal, egoísta y engañosa, hay un matón de pocas palabras y hay dos malvados distintos, pero complementarios. En un momento dado, ya al final del filme, el director los junta en un solo espacio, compartiendo una escena en la que todos “los sospechosos habituales” están frente a frente, disputándose una estatuilla procedente de la época de los Templarios que representa un halcón de color negro tachonado de joyas y oro, pero que en realidad no significa nada. Carente de valor, como la mayoría de los motivos del cine negro, este elusivo halcón es una mera disculpa para dar marcha a la acción del filme. Hitchcock en su cine la bautizaría MacGuffin, pero todavía acá era algo innominado e indefinido que, desprovisto de importancia, servía para el despliegue de los aspectos estilísticos del filme: la atmósfera sombría y corrupta como protagonista de unas historias demasiado inverosímiles para ser creíbles. El estilo antes que la sustancia: en el cine negro la escenografía y los decorados pasan al frente y al centro de la trama, herederas de una tradición expresionista que privilegia la noche, los lugares oscuros, los callejones, los rincones donde crece el mal. Huston encierra a sus personajes entre cuatro paredes, con una cámara baja que acrecienta la sensación claustrofóbica de que están encerrados desde cualquier ángulo.

Peter Lorre, Sydney Greenstreet y Bogart en El halcón maltés (1941)

Peter Lorre, Sydney Greenstreet y Bogart en El halcón maltés (1941)

Ante villanos tan sofisticados como los que aquí nos mostró -Gutman y Cairo- y ante un detective con raíces urbanas tan profundas, el director opta por las habitaciones, por las oficinas, por espacios cotidianos en los que -parece recordarnos- el crimen también acecha. Es una delicia verlos y oírlos interactuar, entre sofás, lámparas de pie, escritorios y sillas, y sentir como en medio de lo doméstico se cuece una trama que dejó tres muertos y muchos engañados. Los diálogos maravillan por su sugerencia, cinismo y doble sentido, y nos dejamos arrastrar por ellos así sepamos (y lo peor es que estamos convencidos) que no dicen mucho, que están más vacíos de contenido que lo que en realidad aparentan, en una dicotomía entre su brillantez decorativa y su vacuidad argumental. La ironía e inteligencia de sus diálogos -hijos de la pluma de Dashiell Hammett, que John Huston respetó- diferencian a esta película, y por añadidura al cine negro, del cine de gánsteres previo. Inmersos en el juego estilístico propuesto, la fuerza de El halcón maltés nos arrastra hasta una conclusión -quizá precipitada- en la que nuestro héroe no ha ganado nada, queda de nuevo solo y con una nueva cicatriz en el espíritu. Su éxito ha sido moral, si es que esta palabra tiene algún significado para él.

Elisha Cook, Jr., Sydney Greenstreet, Humphrey Bogart y Mary Astor en El halcón Maltés (1941)

Elisha Cook, Jr., Sydney Greenstreet, Humphrey Bogart y Mary Astor en El halcón Maltés (1941)

Comprendemos entonces que John Huston, probablemente sin saberlo, estaba -al representar en el celuloide las angustias que sacudían el espíritu de sus congéneres- sentando las bases de todo un género, que se expandiría, ramificaría y al final sucumbiría ante otro estado de las cosas. Epítome de las bondades del cine negro, pocas veces se manifestó de forma tan pura, como aquí, en este halcón maltés hecho de sueños, de aire, de ilusiones y que terminó convertido en un clásico, en la más pura representación fílmica de una novela negra. El resultado se debe por entero a John Huston. Aunque El halcón maltés ya había sido filmada en dos ocasiones anteriores -la primera en 1931, dirigida por Roy Del Ruth y estelarizada por Ricardo Cortez y Bebe Daniels, y la segunda, titulada Satan Met a Lady, en 1936 con Bette Davis a las órdenes de William Dieterle- la novela homónima de Dashiell Hammett se volvió internacionalmente famosa por esta nueva versión, que a diferencia de las dos anteriores, se adhería fielmente al texto original. “El hecho era que El halcón nunca había sido realmente trasladada a la pantalla. Los guiones anteriores habían sido productos de escritores que habían pretendido poner su propio sello en la historia escribiéndola de nuevo, con escenas innecesarias” –declaraba el novel director en su autobiografía An Open Book.

Sydney Greenstreet en El halcón maltés (1941)

Sydney Greenstreet en El halcón maltés (1941)

La Warner había comprado en 1930 los derechos de la novela por sólo ocho mil quinientos dólares. Huston -de 34 años- estaba contratado como guionista, pero a la hora de renovar su contrato le pidió a su productor Henry Blanke que le ayudara a convertirse en director, adaptando una nueva versión de la novela. Huston le pidió a una secretaria que diseccionara el texto, escena por escena, conservando los diálogos y desechando la parte descriptiva. Una copia de este borrador llegó a las oficinas de Jack Warner -vicepresidente y jefe de producción- quien lo aprobó de inmediato, impresionado por lo que creía era el guion final. Sin embargo, advirtió a Huston que debía limitarse a seis semanas de rodaje y a un presupuesto de 380 mil dólares, el estándar para una película de gánsteres de serie B. El director siguió las indicaciones a cabalidad y elaboró un detallado plan de rodaje, en el que cada toma estaba planeada con precisión y dibujada cuadro a cuadro. “Yo me preparé muy bien para mi primer trabajo como director. El halcón maltés tenía un guion cuidadosamente estructurado, no sólo escena por escena, sino plano por plano. Hice un esquema de cada plano. Si tenía que hacer una panorámica o un plano con grúa, lo indicaba. Yo no quería en ningún caso tener dudas delante de los actores o del equipo técnico”, anotaba Huston.

Mary Astor y Bogart en El halcón Maltés (1941)

Mary Astor y Bogart en El halcón Maltés (1941)

El puntilloso George Raft no quería trabajar con material reciclado ni con el novato Huston y su papel como Sam Spade quedó en manos de Bogart, compañero de juerga del neófito director. Escribía Huston que “Bogart era un hombre de estatura media, no particularmente notable fuera de la pantalla, pero algo sucedía cuando estaba interpretando el papel adecuado. Aquellas luces y sombras se transformaban en una personalidad diferente y más noble: heroica como en High Sierra. Juraría que la cámara tiene una forma especial de ver el interior de una persona y de registrar cosas que el ojo desnudo no percibe”. La empresa sometió al director una lista de diecisiete nombres -incluyendo a Rita Hayworth y Paulette Goddard- para interpretar el papel de Brigid O’Shaughnessy. La primera opción de todos era Geraldine Fitzgerald, pero esta tampoco quiso participar pues venía de actuar junto a Lawrence Olivier en Cumbres borrascosas y le parecía que el material de El halcón maltés no estaba a su altura. Entra entonces Mary Astor, una estrella desde la época del cine mudo, quien recientemente había suscitado escándalo cuando el contenido de sus diarios, revelado públicamente, expuso sus relaciones con prominentes artistas como John Barrymore y George S. Kaufman. Durante la producción del filme Huston se unió al listado. “Mary Astor y yo ensayamos antes de empezar la película, y juntos definimos su caracterización de la moral Brigid O’Shaughnessy: su voz indecisa, temblorosa y suplicante, sus ojos llenos de ingenuidad. Ella fue la encantadora asesina según mi idea de la perfección”.

Barton MacLane, Ward Bond y Humphrey Bogart en El halcón maltés (1941)

Barton MacLane, Ward Bond y Humphrey Bogart en El halcón maltés (1941)

Blanke y Huston encontraron al actor perfecto para interpretar al gordo Gutman en una función del Biltmore Theater en Los Angeles, donde actuaba Sydney Greenstreet, un veterano de las tablas británicas y norteamericanas, quien a sus sesenta y un años debutaría en el cine con este filme. El 19 de mayo de 1941 el director de reparto de la Warner, Steve Trilling, sometió a consideración los nombres de veinticuatro actores para el papel de Joel Cairo, entre ellos Sam Jaffe, Peter Lorre y Curt Bois. La Warner no estaba muy convencida con Lorre, pero Huston lo había visto actuar en M y estaba convencido de sus capacidades, de su mezcla de inocencia y sofisticación, de su aire de misterio, complementada con esa voz irreal, meliflua y nerviosa.

La filmación se inició el lunes 9 de junio de 1941 y Huston se adosó milimétricamente al texto. “Intenté trasponer el estilo altamente individual de la prosa de Dashiell Hammett en términos de la cámara”, afirmaba. Los actores debieron familiarizarse con la novela y ensayar largas jornadas en un plató cerrado, algo que no era nada usual. Al filmar prácticamente en secuencia se ahorraron días enteros, lo que permitió acrecentar la camaradería y el ambiente festivo que reinó durante el rodaje. “Lo pasábamos tan bien juntos haciendo El halcón maltés que, noche tras noche después de rodar, Bogie, Peter Lorre, Ward Bond, Mary Astor y yo nos íbamos al club de campo Lakeside. Tomábamos unas copas, luego una cena fría y nos quedábamos allí hasta medianoche. Todos pensábamos que estábamos haciendo algo bueno, pero ninguno tenía ni idea de que El halcón maltés sería un gran éxito y que con el tiempo se convertiría en un clásico”, contaba el director. El resultado fue un filme hecho a tiempo -la filmación concluyó el sábado 19 de julio- , con un costo de cerca de trescientos treinta mil dólares y asombrosamente fiel al guión original, algo que casi nunca sucede en el cine y dotado de un ritmo muy particular, cortesía de un manejo de cámaras innovador, con un flujo de imágenes continuo e imperceptible, con muy pocos cortes, gracias a la labor del cinematografista Arthur Edeson. Su expresionista uso del primer plano, sus contrapicados y la manera con que llena la pantalla con la obesa figura de Gutman son proverbiales.

John Huston, su padre Walter Huston y Bogart durante el rodaje

John Huston, su padre Walter Huston y Bogart durante el rodaje

Llamado Knight of Malta durante la preproducción y The Gent from Frisco durante la postproducción, un definitivo El Halcón Maltés se estrenó en Nueva York el 3 de octubre de 1941. Nominada a tres premios de la Academia -mejor película, actor de reparto (Greenstreet) y guion- no obtuvo ningún galardón. No necesitó de ninguno para convertirse en un clásico. La afortunada dirección de Huston, la perfecta conformación del reparto y, sobre todo, la actitud de Bogart convirtieron a esta película en el paradigma del cine negro. Su personaje, Sam Spade, se nos presenta como un ser inderrotable en la impenetrabilidad de su postura, mezcla de seguridad, incredulidad y la absoluta certeza de saber que se vive en un mundo mucho más atroz que lo que alguna vez imaginamos.

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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