Lost in Translation: El sabor de la noche, de Wong Kar-wai
Wong Kar-wai es el apóstol de las causas románticas perdidas, de la nostalgia amorosa que enluta el alma, detiene el tiempo y paraliza la vida. Su cine está lleno de ángeles caídos, enamorados de un imposible, de un sentimiento a destiempo, no correspondido, no oído, no visto. Tomando los recuerdos como punto de partida, sus películas son reflexiones -tan bellas como etéreas- sobre la imposibilidad que tiene alguien de ser feliz aquí y ahora. Sus fotogramas teñidos de melancolía, luces de neón, brillos nocturnos y pasos en cámara lenta, son ante todo el reflejo de una sensibilidad oriental que sólo cobra sentido entendida en sus propios códigos idiomáticos, culturales, sociales. La atmósfera ultra estilizada que caracteriza a esas películas se ve sorpresivamente auténtica, porque si bien es el reflejo de una decisión estilística de su director, esta a su vez tiene que ver con sus raíces personales profundas, con sus experiencias humanas particulares, con el tipo de entorno social en el que creció y en el que vive. El público de occidente está lejos de allí, admirando esa cadencia preciosa que tienen sus historias y sus personajes, pero a la vez sintiéndola ajena, propia de una mirada sobre el mundo, sobre la vida y los afectos que no le pertenece y que es inútil aferrar, imitar o traducir. Algo esencial se perdería irremediablemente en la traducción. Así la hiciera el propio Wong Kar-wai.
El resultado se vería y sonaría falso, postizo, forzado. Tal como lo que ocurrió con El sabor de la noche (My Blueberry Nights, 2007), la película que con tímidos elogios y un elocuente silencio se abrió el Festival de Cannes el año pasado. La sensación de decepción es comprensible: Wong Kar-wai -sin duda aconsejado por los productores que le insistían en que los subtítulos eran una barrera insalvable para el público anglosajón- rodó en inglés, con actores occidentales y en Estados Unidos una historia a la que pretende trasplantar -sin modificarlas- su atmósfera y sensibilidad habituales, sin caer en la cuenta de las consecuencias de la trasgresión cinematográfica y cultural que esto conlleva. En Norteamérica las cosas no sólo se expresan y se oyen distinto, sino que además la vida tiene otro ritmo, otra manera de ser, reconocerse, relacionarse y sentirse. En esta película lo sublime, lo cadencioso y lo romántico nunca encuentran su lugar, siendo reemplazados por un patetismo abúlico y una falta de sustancia y sabor que los tradicionales recursos formales de su cine -esos si presentes- no alcanzan a disimular.
Es una lástima. Y los es porque en el fondo se alcanzaba a anticipar una buena película, sencilla, intimista y que funciona: se trata de lo que corresponde al “prólogo” neoyorquino de El sabor de la noche, con el encuentro fortuito entre Elizabeth (la cantante Norah Jones en su debut como actriz), una joven traicionada por su pareja, y Jeremy (Jude Law), un inglés solitario que administra un pequeño café en Manhattan. Ella le deja las llaves del apartamento que compartía con su novio y va todas las noches a llorar su pena y a mirar si él ya las reclamó. Jeremy las deposita en un jarrón donde van a parar todas las llaves de los abandonados, traicionados y despechados -como él mismo. Entre Elizabeth y Jeremy se establece una cita nocturna, periódica y tácita, en la que ella tratar de exorcizar su dolor, él le obsequia una tajada de tarta de arándanos con helado y ambos tratan de descubrirse en medio de su mutua ceguera afectiva.
La cámara -y es típico- se esconde tras vidrieras y letreros para dejarlos ser ellos mismos en ese encuentro nocturno. El francés, de origen iraní, Darius Khondji reemplazó por primera vez al habitual Christopher Doyle como cinematografista de este director, pero las instrucciones han sido claras: la luz y el color que interrumpen la oscuridad y la noche, neón, rockolas, saturación y grano en la película. Todo iba bien, incluyendo la voz de Norah cantando una balada repetida un par de veces; hasta un beso robado en el rostro dormido de Elizabeth dejaba ver las enamoradas intenciones de Jeremy, pero de repente ella se da cuenta que si no se va nunca va a sanar heridas y se lanza, insensata, a recorrer América en busca de una epifanía personal.
Las películas de Wong Kar-wai nunca tienen un guion estructurado y mucho menos concluido cuando se empiezan a filmar, lo cual incrementa costos y alarga el rodaje y esta no es la excepción (aunque curiosamente la película se filmó en apenas siete semanas). Acá contó con un improbable coguionista, el autor de novelas de crimen Lawrence Block, y entre los dos imaginaron el éxodo de Elizabeth como una road movie en la que no vemos los caminos que la llevan a Memphis y a Nevada. Allá se hace mesera en restaurantes y bares en los que se relaciona con algunos personajes bastante atormentados (interpretados con diverso grado de ebriedad y mal gusto para vestirse por David Strathairn, Rachel Weisz y Natalie Portman), que al parecer le hacen ver cual es la perspectiva real de su supuesta pena. La de ella se ve entonces como una despedida apenas parcial -con su exnovio, con Jeremy (a quien le envía periódicamente postales imposible de trazar)- mientras aquellos a los que observa en esos sitios (la palabra clave aquí es observar: su papel es muy pasivo) se enfrentan en ambos casos a la despedida final, a la muerte bien sea violenta o natural.
Las aventuras de Elizabeth en esos sitios no generan mayor interés en el espectador y la película parece estancarse sin remedio entre imágenes aparentemente pintorescas y la presencia de su voz en off que quiere reflexionar sobre lo que ve y relatarle a Jeremy lo que pasa. Hay -eso sí- algo llamativo: las escenas en Memphis traen a la cabeza a otro director extranjero que quiso un día filmar en Norteamérica: Wim Wenders. Las escenas tienen el aire desolado que invadía a Paris, Texas (1984): incluso uno de los personajes -el dueño del bar donde Strathairn bebe- se llama Travis, como el agobiado hombre que interpretó Harry Dean Stanton para Wenders. Y aunque Rachel Weisz no es Nastassja Kinski, hay entre las dos la misma aura trágica. ¿Casualidad? Es probable, pero la diferencia es que Wenders ya en ese momento de su carrera supo entender y captar lo que podía obtener de una puesta en escena americana y no pretendió volverla europea, que es el error de Wong Kar-wai, empeñado en creer que a su modo está retratando bien la idiosincrasia de Estados Unidos. Él supuso que sus historias se sostenían igual sin importar el lugar geográfico donde ocurrían o en el idioma en las que eran expresadas, pero no es así. Indudablemente la película tiene estilo, su estilo. Pero está vacía, desprovista de drama. Perdida en la traducción.
Final (feliz)
¿Y Elizabeth y Jeremy? No se preocupen. Miles de kilómetros y muchas postales después ella vuelve al café nocturno del que salió. Ya hay quien se coma la tarta de arándano que los demás clientes dejan de lado. Que le vamos a hacer, Wong Kar-wai es un romántico. Pero bueno, eso ya lo sabíamos antes de ver El sabor de la noche.
Publicado en la revista Kinetoscopio no. 82 (Medellín, vol. 18, 2008), págs. 64-66
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2008
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.