Contra la soledad: Mi amigo robot, de Pablo Berger
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, se pregunta, desde el propio título, la novela que Philip K. Dick escribió en 1968 y que dio lugar a Blade Runner (1982). Para responder a esa pregunta, por lo menos desde la perspectiva de un robot, vale la pena ver el cuarto largometraje del director bilbaíno Pablo Berger, Mi amigo robot (Robot Dreams, 2023), nominado al premio Óscar a mejor filme de animación. Los sueños del robot coprotagonista de esta película son centrales al argumento, planteando un universo escapista que es quizá la única forma con la que esta máquina puede superar las difíciles circunstancias en las que se ve involucrado la mayoría del metraje. Incluso uno de esos “sueños” es no diegético: el robot escapa de los confines de la proyección y le da vuelta literalmente a la realidad en la que está, para imaginar que va –como Dorothy en El mago de Oz, rumbo a una Nueva York idealizada que está al final del arcoíris.
Esa metrópolis estadounidense es, en realidad, la ciudad donde transcurre la acción de este filme ambientado entre 1982 y 1983 y que está protagonizado por animales antropomórficos. Poe eso el otro protagonista es un perro (llamado Dog V.) que vive en un apartamento del East Village acosado por la soledad y que decide comprar un pesado robot para que lo acompañe y sea su amigo. Además de trascurrir solo entre animales, Mi amigo robot tiene otra característica: así haya sonidos, ruidos y música, los personajes no hablan, como bien nos lo anticipa el enorme afiche de Yoyo (1965) de Pierre Étaix, que adorna la sala del apartamento del perro. De esa forma la película se convierte en un homenaje bellísimo a la comedia gestual y la hace universal al no requerir doblaje o subtítulos.
La ambientación de principios de los años ochenta es logradísima en todos los aspectos y por supuesto apela a la nostalgia generacional: Pablo Berger nació en 1963 o sea que el inicio de la década de los ochenta fueron los años de pasar de la adolescencia a la adultez joven, mundial de futbol de 1982 incluido. No sé si estuvo en Nueva York en esa época, pero no tenía necesariamente que haberlo hecho para reproducir productos, aparatos y comida que eran típicos de ese momento y que en muchas partes del mundo se conseguían o que eran tendencia como el punk y el rap. Pero ambientar la historia en Nueva York tiene otro sentido; amplificar la soledad de Dog y su búsqueda infructuosa de hacer amigos por todos los medios posibles. La sociedad estadounidense, tan centrada en el trabajo y en el individualismo, deja poco espacio para crear relaciones afectivas y esa circunstancia hace del perro –un tipo por demás simpático y afable- muy infeliz. Para él también los sueños son su escape hacia un mundo más cálido. Confieso que al principio pensé que tanto onirismo era una suerte de “relleno” para una historia evidentemente sencilla, pero entendí con rapidez que para el perro y el robot –que han desarrollado una amistad ideal- sus sueños son su única defensa.
Hay algo aún más trágico en la soledad del perro: tuvo que recurrir a un sucedáneo de uno de sus congéneres para conseguir compañía. El robot está diseñado de fábrica para ser su compañero y amigo, no tiene otra opción. Su amistad es artificial, es una programación no un sentimiento. Pero el perro se aferra a ese robot cerrando los ojos a la realidad porque -como el robot- no tiene otra opción. Esa tristeza resignada subyace a un filme que en general es alegre y optimista, pero que tiene unas capas de drama existencial profundas y muy bellas. No voy a arruinarles el final, no se preocupen, pero es muy consecuente con lo que ocurre cuando dos personas dejan de verse y de nuevo se encuentran. Ya no son los mismos del recuerdo y hay cosas que es mejor dejar como estaban, como cuando las soñamos o las evocamos. Vidas pasadas (Past Lives, 2023), que es un filme contemporáneo a Mi amigo robot, saca la misma conclusión. Ambos tienen razón. La vida fluye sin cesar, dejémosla que siga.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.