Abrirse a la influencia: Midsommar, de Ari Aster
Los tres estudiantes de antropología y la estudiante de psicología -todos norteamericanos- que fueron invitados por Pelle, uno de sus compañeros universitarios, a pasar con él las festividades del solsticio de verano en su natal Suecia, en medio de la comunidad Hårga, en una zona rural de la provincia de Hälsingland, están más que dispuestos a “abrirse a la influencia” del lugar: Josh tiene intereses académicos respecto a su tesis, Mark quiere constatar la fama de las mujeres suecas, Christian quiere encontrar ahí su propio rumbo y Dani (interpretada por Florence Pugh) necesita reponerse de una enorme tragedia familiar y ver si mejora su relación con Christian, su novio. Los habitantes de Hårga, todos de túnicas blancas, tocados de flores, actitud acogedora y librepensadora, y que mantienen una tradición milenaria que responde a sus propias normas sociales, acaban de convencerlos. Los alucinógenos que consumen desde que llegan ayudan a facilitar su integración con el nutrido grupo humano que los recibe con los brazos abiertos.
Las festividades de ese verano de eternos días de luz solar son el núcleo de Midsommar (2019), el segundo largometraje del director neoyorquino Ari Aster, que quiere mostrarnos acá lo que se oculta tras una de esas comunidades, comunas, familias, sectas o como ellos mismos se denominen: grupos humanos que tras unas ideas que bien pueden ser religiosas, culturales, fanáticas, alucinadas, ancentrales, neohippies o de índole anárquico, se unen para reinventarse como sociedad cerrada y endogámica, con costumbres, leyes y actividades que no necesariamente siguen los parámetros sociales y legales aceptados. Esos grupos siguen las órdenes e instrucciones de un líder a quien dan potestad completa sobre ellos, entregando su voluntad a los deseos de ese “ser supremo”, en busca de un bien colectivo mayor, absolutamente convencidos de las bondades de lo que hacen. Los davidianos en Wako, Texas, o lo ocurrido con el Templo del pueblo en Guyana son solo dos ejemplos de lo que ocurre cuando los miembros de esos movimientos dejan de pensar por sí mismos.
En ese aspecto, Ari Aster -director también de Hereditary (2018)- describe muy bien a los integrantes de Hårga como cuerpo colectivo: gimen al unísono, lloran al unísono, se retuercen reflejando el dolor de otro al unísono. En una escena, Dani ha descubierto algo de su novio Christian y se refugia en su cama a gritar de decepción e impotencia. De inmediato siete mujeres del lugar la rodean y empiezan a gritar como ella, a imitarla, vaciando de sentido su sentimiento, despersonalizándolo por completo. Eso da más pánico que todo el material gore que Aster pueda incluir acá (y que va a hacerlo, no se preocupen).
No es difícil pensar en lo que puede esconderse tras la fachada impoluta de Hårga y sus ritos de comunión con la naturaleza, y su respeto por los ancestros. Los cuatro recién llegados -más una pareja proveniente de Londres- van a irlo descubriendo, piensa uno como espectador, cuando pase el enceguecimiento que les produce el primer encuentro con esta comunidad bucólica autosostenible y libre de toda ambición capitalista contemporánea. Hay señales claras, hay dibujos alegóricos, hay algo que no es transparente detrás de todos esos abrazos, brindis, y cantos.
Sin embargo, eso no pasa en Midsommar. Me temo que la pasividad irreflexiva de los protagonistas del filme no se debe a interés antropológico, respeto por las tradiciones culturales ancestrales, timidez por el hecho de ser foráneos o un duelo irresoluto, sino que responde a las necesidades del guion, que los requería como víctimas, no como consciencia objetiva y moral de lo que estaban presenciando (y padeciendo). La pareja que proviene de Londres no soporta lo que ve, pero los demás no reaccionan.
Convengamos -para bien de la película- en que el pasmo ha paralizado a los menguantes personajes, que además “se han abierto a la influencia” y que ahora hacen parte de la hipnosis lisérgica colectiva que parecen sufrir todos los habitantes de Hårga. Dani es el ejemplo perfecto de esta transformación/simbiosis en la que ella -vulnerable y herida- se deja llevar, embriagada sensorialmente, incapaz de pensar por sí sola, capaz de hacer y presenciar lo impensable, como si esa fuera la catarsis que necesitara. Esa sonrisa suya tiene costo: nada menos que su voluntad.
Midsommar es una película de terror de un nivel diferente al usual de este género, habitualmente desprovisto de ideas seductoras. Se apoya en el miedo que genera el ser extranjero en una tierra extraña, donde las costumbres son otras, donde es fácil equivocarse y herir susceptibilidades involuntariamente. Y si ese extranjero cayó en medio de una secta que explota sus puntos débiles mentales mientras mina sus sentidos y doblega su voluntad, el resultado va a ser tan catastrófico como cuando alguien permite que otros decidan y actúen por él. Como en la vida real.
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