Morirse en Venecia: Las alas de la paloma, de Iain Softley
“Ella está enamorada de la vida, con ella ha soñado intensamente, y a ella se aferra con pasión”.
-Henry James
La cámara busca la luz del sol entre el agua, moviéndose inadvertida -ella y nosotros- de derecha a izquierda. Y de repente ahí está, el reflejo del sol flotando en el agua. Lo vemos, lo perdemos en nuestro movimiento que no cesa, volvemos a verlo. Pareciera querer jugar con nosotros, huyendo de nuestra vista. Después aparecen las góndolas, fijas sobre el agua, casi como protuyendo de ella. Y en su interior, enmascarados nos ocultan su rostro, como hace unos instantes el sol nos ocultaba su presencia. Pero este juego nunca ha existido más que en nuestro cabeza: bastaba con apelar a lo obvio, mirar hacia arriba, y allí estaría el sol a pleno, incapaz de esconderse a nuestra mirada.
Iain Softley, el director de Las alas de la paloma (The Wings of the Dove, 1997), y su fotógrafo, el portugués Eduardo Serra, son quienes no han querido mostrarnos de frente el sol y no lo han hecho porque quizás era lo único que les faltaba por ocultar en esta afortunada y satisfactoria película donde todos sus personajes esconden algún secreto. Las mascaras venecianas no eran necesarias: todos ellos llevan una, así no les veamos nada puesto frente a los ojos. Lentamente entramos a su mundo, uno donde la mentira parece disfrutarse con placer, un mundo que no era muy distinto al que ahora habitamos.
La película es una adaptación de una obra homónima de Henry James, convertido por motivos por esclarecer (y que a nadie extrañe que se deba a la falta crónica de buenos guiones originales) en una de las fuentes literarias favoritas del cine que vemos. Novelas suyas como Retrato de una dama, Otra vuelta de tuerca, Los europeos, Las bostonianas, Washington Square, Los embajadores o The Aspern Papers han sido llevados al cine por guionistas tan particulares como Truman Capote y directores tan disímiles como Jane Campion, James Ivory, Peter Bogdanovich, Agnieszka HoIland o William Wyler, quienes han producido con este material literario películas de muy variada calidad, que fluctúan entre rotundos errores y clásicos absolutos. James empezó a escribir The Wings of the Dove en 1894, pero la novela fue publicada apenas en 1902, y aparentemente esta cinta se trata de la primera adaptación cinematográfica que se realiza de ella. Su realización se ha encargado al director inglés lain Softley, con apenas dos títulos previos en su haber: Backbeat (1993), sobre la génesis de los Beatles, y Hackers (1995), que trata de las intrigas de un grupo de genios de los computadores. Sin embargo, aquí nos entrega una obra de una madurez que no podía inferirse de su corta e irregular trayectoria, que incluye también una serie de documentales para televisión sobre algunos grupos musicales contemporáneos.
La ambición sale de día
He aquí o la ambición: ella es quien mueve los hilos de esta historia, que Softley y su guionista Hossein Amini sitúan en 1910, en un momento en que los valores tradicionales de la Inglaterra victoriana del sigo XIX entran en crisis frente a una modernidad liberal que aún no siente la amenaza de la Primera Guerra Mundial, pero que esconde una enorme decadencia moral detrás de la fachado de opulencia y buenas maneras que pretende mostrar infructuosamente.
Todos buscan sacar provecho de los demás, aves de rapiña en busca de la presa más débil, sea ésta un hombre de rancio abolengo cuya fortuna debe cambiar de manos o una joven heredera a la que hay que desposar a toda costa. La ambición mueve entonces a Maude (Charlotte Rampling) a exhibir a su sobrina, Kate (Helena Bonham Carter) entre su amplio círculo social, a la caza de un hombre que mejore su comprometida posición social. Pero Kate tiene otros planes, pues vive un romance secreto con un periodista sin dinero, Merton Densher (Linus Roache), a quien no se entrega totalmente por el temor -muy real a ser desheredada. Y Kate, lo sabremos bien, pone la posición económica por encima del amor, en una actitud muy consecuente con lo disolución del idealismo romántico que se vivía en los albores del siglo.
Entra entonces Millie (Alison Elliott), una heredera norteamericana que no sólo se encapricha con Merton, sino que además se está muriendo de tuberculosis. El plan de Kate no podía ser más sencillo: conseguir unir a Millie y a Merton, paro que éste herede su fortuna y puedan por fin sacar o lo luz su relación. Sin escrúpulos, Kate tiende una trampa a su inocente víctima, muy o lo manera de la Marquesa De Merteuil en Relaciones peligrosas (Dangerous Liaisons, 1988), ambientado esta vez en la deslumbrante belleza de Venecia, el sitio ideal para consumar sus propósitos.
Estructuralmente lo película tiene tres segmentos claramente definidos: un planteamiento dramático que se desarrolla en Londres, un desarrollo de los hechos que tiene lugar en Venecia y un epílogo, muy breve, de nuevo en Londres. El director ha contado con un guión diáfano que hace un gran énfasis en la descripción de los personajes en la primera parte de lo historia, sobre todo en lo que toca a su ámbito social, que determinará el curso de los eventos que veremos luego. Ciertamente hubo un cuidado extremo en la puesta en escena, en relación con la decoración, la ambientación y el vestuario, que habla por sí mismo y que se debe al trabajo minucioso de John Beard, quien había recreado para Scorsese la Jerusalén bíblica de La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988). La palabra aquí es rigor y eso es evidente en los exhaustivos detalles que adornan este filme, muy distinta a su contemporánea La heredera (Washington Square, 1997), donde los personajes de Henry James parecen más bien actores disfrazados en una película moderna.
En Las alas de la paloma asistimos a una fiesta donde con facilidad logramos saber quién es rico, quién aparenta serlo, quién luce joyas propias y quién las ha pedido prestadas. Nos asomamos a unas mentes que maquinan encuentros, anticipan enlaces, hacen presupuestos, calculan herencias y miden el riesgo de sus actos. Mencionábamos antes los secretos: es aquí donde nos damos cuenta de que todos tienen por lo menos uno. Kate oculta a su padre, entregado al alcohol y al opio; Merton oculta su relación con ella, Lord Mark disimula su bancarrota, Millie no deja entrever su atracción por Merton ni su fatal estado de salud, Kate y su enamorado no dejan ver sus planes … Todos se engañan entre sí. Y lo peor: se engañan también a sí mismos.
Venecia espera ahora a un trío de personajes que supone claro su destino, y -por lo menos en cuanto a Millie- su breve futuro. Cuando Kate entrega a Merton en los brazos de su amiga supone una breve y superficial relación y es fácil pensar que Merton cree lo mismo. Es aquí cuando el director deja todo el peso de la película sobre sus actores, recurriendo a su expresividad y a su espectro gestual para mostrarnos lo que piensan y sienten. Sin recurrir a una voz en off sabemos el infierno de sospechas y celos en que se consume Kate, sola de nuevo en Londres. Frente a un espejo e iluminado su rostro por una luz baja, Kate trasluce en sus ojos la angustia de no saber si ha cometido un error. Es una actriz como Helena Bonham Carter mostrándonos por qué -sin encasillarse necesariamente- se siente a sus anchas en este estilo de películas de época, donde la acción muchas veces ocurre sólo con las palabras que se dicen y con las miradas que se cruzan.
Pero es en Venecia donde las cosas empiezan a tomar un giro que no alcanzaron a predecir Kate y Merton. Millie no fue a Venecia a morir lánguidamente, sino a florecer por completo antes del último adiós. Esto, claro, sorprende y encanta a Merton que ya no entiende por qué se justifica engañar a esta mujer enamorada de él y del hecho de estar viva. Los planes originales, obviamente, empiezan a desdibujarse. Lo que vemos, manejado con una sutileza que ya poco se ve en celuloide, es la toma de consciencia de Merton hacía su supuesta presa, cuyas ganas de aferrarse a sus últimos días con vida le conmueven sinceramente. Él no es un bandido sin sentimientos, sino un hombre lleno de contradicciones, que se ve de repente teniendo que enfrentar su necesidad de dinero con el sincero afecto que esta joven le despierta. Sin duda la tridimensionalidad de los personajes -no completamente buenos ni completamente malos- es parte del triunfo de este filme.
Pero a pesar de todo, llega el momento de morir. Softley maneja estos instantes de agonía con la misma sutileza con la que ha manejado el resto de la historia. La asistente de Millie, vestida de negro, aparece frente a Merton sin necesidad ya de decir nada. Ella ha muerto. Y somos invitados a su funeral, lento, al ralenti, lleno de dolor. Sabemos que esa muerte es también el deceso de la relación entre Kate y Merton, que no van a lograr superar el peso de sus actos. Y eso lo vemos en la última escena de la película, uno de los momentos mejor logrados, que transforma la rica prosa de Henry James en unos instantes de dolorosa confrontación física.
En Las alas de la paloma dos seres solitarios intentaron buscar la felicidad, pero en la búsqueda tocaron fibras que pertenecían al alma de alguien más y eso estremeció su mundo. Ahora pretenden ambos que al unir sus cuerpos van a lograr exorcizar los fantasmas que albergan y dejar de sentir esa nausea feroz que no los deja en paz. Los acompañamos en silencio, con el convencimiento de que es inútil, que entrelazar sus cuerpos desnudos no es la respuesta, que ya todo está dicho, que no es posible ser felices. El enorme tacto de lain Softley convierte una escena de alcoba en una despedida amarga, en esa sombra que cruza el rostro de Merton y lo deja enfrentado al ahogado grito de su enorme vacuidad. No hay nada más que hacer ni que decir: es hora ya de irse. Dejamos el universo de Las alas de la paloma también en silencio, preocupados por el destino de sus protagonistas, pero convencidos de haber asistido a una película valiosa, que invita a la reflexión y al análisis. Cine como deberíamos ver con más frecuencia.
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio no. 49 (Medellín, vol. 10, 1999), con el título “Muerte en Venecia”. Págs. 66-69
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1999
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