No Direction Home: Bob Dylan, de Martin Scorsese
How does it feel
How does it feel
To be on your own
With no direction home
Like a complete unknown
Like a rolling stone?
– Bob Dylan
Es el día de acción de gracias de 1976 y el concierto de despedida de The Band está a punto de finalizar. El desfile de estrellas ha sido impresionante, pero falta un invitado fundamental, uno que puso a este grupo en el mapa musical hace diez, once años —cuando ni siquiera se llamaban así— y que ahora regresa para darles un último adiós. Sin ninguna introducción (¿para qué?), Bob Dylan empieza a tocar. Tiene un sombrero blanco, el pelo largo, barba y esa voz que ahora interpreta “Forever Young”. A su lado tocan Robbie Robertson y Rick Danko, cómodos, acoplados, como si nunca hubieran dejado de hacer música con él. A esa canción sigue “Baby Let Me Follow You Down”, con un acompañamiento rítmico mucho más intenso. Como en los viejos tiempos: una lenta y una rápida. Pero esta vez no hay abucheos, ya nadie le pide a Dylan sus canciones folk, ya nadie le pide parecerse a Woody Guthrie. Termina el concierto y todos los invitados cantan a una sola voz “I Shall Be Released”, con Dylan y Van Morrison al frente, con una descarga de energía difícil de igualar. Digno final para un muy digno concierto.
Es fácil recordarlo con tanto detalle: las imágenes las filmó Michael Chapman para Martin Scorsese y se convertirían en un documental, El último vals (The Last Waltz, 1978), la primera vez que Scorsese —siempre consciente del papel activo de la música en su cine y absolutamente convencido de su lugar como documentador y preservador de la historia fílmica y musical— ponía a Bob Dylan frente a su lente. Ahora vámonos a 2005, a No Direction Home: Bob Dylan, el largometraje documental que pone a Scorsese de nuevo junto a Dylan, pero esta vez para explorarlo de cerca. “El tiempo… Puedes hacer muchas cosas para que parezca que el tiempo se ha detenido, pero, por supuesto, nadie puede detenerlo”, dice el cantor. Pero lo que vemos es su pasado: quince años antes de ese concierto final de The Band, cuando Bob Dylan todavía era Robert Allen Zimmerman y llegaba al final de un viaje que se inició en su natal Hibbing, en Minnesota, pasó por Mineápolis donde resultó alérgico a las aulas universitarias y terminó en Nueva York con apenas veinte años y ganas de explorar un mundo que le era desconocido. “Llegué en lo más crudo del invierno. Hacía un frío brutal, y todas las arterias de la ciudad estaban recubiertas de nieve, pero yo había salido del norte glacial, de un rincón de la tierra donde los bosques gélidos y las carreteras heladas eran moneda corriente. Podía superar las limitaciones. No iba en busca de dinero ni amor. Me sentía extremadamente despierto, iba a la mía, era un tipo poco práctico y, para colmo, un visionario. Estaba totalmente decidido y no necesitaba ningún tipo de aval. Tampoco conocía un alma en aquella oscura metrópoli congelada, pero eso iba a cambiar… muy pronto”, escribe Dylan en Crónicas, el primer volumen de su biografía, publicado con gran éxito en el 2004.
Scorsese reúne un material fílmico y fotográfico inverosímil para documentar esos años iniciáticos de Dylan, ese recorrido por los bares underground, por el ambiente bohemio de Greenwich Village, por sus lecturas de Jack Kerouac, por las transmisiones radiales del Grand Ole Olry, por los poemas de Allen Ginsberg leídos en cafeterías, por el influjo musical de Hank Williams, Johnnie Ray, Robert Johnson, Muddy Waters, John Jacob Niles, Roy Orbison, Odetta, y por supuesto Woody Guthrie. En Mineápolis, Dylan descubre Bound For Glory, la biografía del gran músico, y su pasión lo lleva a seguirle los pasos al bardo. “Simplemente aprendía canciones y las tocaba e intentaba averiguar quién era realmente Woody Guthrie”, dice. La escena folk neoyorquina se abre lentamente ante Dylan, que armado de su armónica y su guitarra canta a Guthrie mientras descubre un estilo propio, mientras se decide a tocar sólo su propia música. “No había nada plácido en las canciones que yo interpretaba. No eran pegadizas ni melifluas. No transcurrían de principio a fin sin sobresaltos. Se pude decir que no eran comerciales. Además, mi estilo, demasiado errático, no era fácil de encasillar para la radio, y yo atribuía a mis canciones una importancia mayor que la de un mero pasatiempo. Las consideraba mi preceptor y guía hacia una conciencia alterada de la realidad, hacia otra república, una república liberada”, escribe. Su talento innato como compositor aflora y no pasa desapercibido. Una combinación de suerte y oportunismo le permite grabar con Columbia y salir del anonimato.
Pero a Scorsese no le interesa convertirse en un biógrafo más, en el acompañante visual de Crónicas. Su intención es otra, es mostrarnos —si acaso fuera eso posible— el proceso y los motivos que llevaron a Dylan de representante ingenuo de la canción protesta a cantante comercial con ningún compromiso distinto a él mismo. Por eso vamos una y otra vez en el tiempo, del joven frágil que cantaba con timidez y que parecía abrazar las nuevas banderas de la música folk, a la estrella abucheada por los fanáticos londinenses en su gira de 1966. Para lograr esto Scorsese utiliza material de muchas fuentes documentales: el mítico Don’t Look Back (1967), de D.A. Pennebaker, Walden (1969), de Jonas Mekas, Festival (1967), de Murray Lerner, Star Spangled to Death (2004) de Ken Jacobs o Screen Tests (1966), de Andy Warhol.
De todos obtiene provecho, pero a ninguno vampiriza. La articulación perfecta que de estas imágenes hace, como si de armar un rompecabezas se tratara, les imprime un ritmo narrativo transparente. Ayudan a contextualizarlas una larga serie de entrevistados cercanos a Dylan, como Joan Baez, Izzy Young, Pete Seeger, Liam Clancy, John Cohen, Mavis Staples, Maria Muldaur, Mickey Jones, Artie Mogull, Suze Rotolo, y los fallecidos Allen Ginsberg y Dave Van Ronk, “El alcalde de MacDougal Street”, obviamente no desde la tumba, sino en entrevistas realizadas antes de morir en 1997 y 2002, respectivamente. Por supuesto el hilo conductor es una entrevista reciente al propio Dylan, realizada por su agente, Jeff Rossen, cuando Scorsese todavía no se había vinculado al proyecto. El merito del director y su montajista, David Tedeschi, ha sido cohesionar y fusionar este material aparentemente inabarcable —y lo peor, ajeno— y darle no sólo sentido —biográfico, histórico, musical— sino un sello propio: el de un filme de Martin Scorsese, así su labor básica hubiera sido la de compilador y estructurador (por llamar de algún modo a un trabajo supremamente arduo) y no la de realizador directo del material filmado. Pero el director no es un novato en estas lides, ni este proceso le es extraño: recordemos que fue uno de los montajistas de Woodstock (1970) y de Elvis On Tour (1972).
El trabajo de Scorsese aquí es magnífico, sobre todo porque supo encontrar y transmitir dramatismo en hechos ya cumplidos, históricamente inalterables convirtiendo a Dylan, en el camino, en un inesperado y auténtico personaje de su cine. Lo mejor fue que halló la clave para configurar una puesta en escena que atrapara al espectador. Desde muy temprano en la película nos damos cuenta de que hay dos Dylan separados por el tiempo y que hay una sensación de frustración con el segundo que no alcanzamos a entender del todo. El primero es el artista en estado puro, un joven de mirada inocente que canta sin mayores pretensiones unas canciones “de protesta” que parecen reflejar todo el inconformismo de los años sesenta y a la vez toda su idealizada y falsa pureza. “El país estaba cambiando. Me sentía tocado por el destino y me dejaba arrastrar por una oleada de cambios. Nueva York era un sitio tan bueno como cualquier otro para vivirlos. Mi conciencia también empezaba a cambiar, a cambiar y a dilatarse. Algo estaba claro: si quería componer canciones iba a necesitar otro molde, una identidad filosófica a prueba de fuego, pero debía surgir por su cuenta; de hecho sin que yo cobrase conciencia de ello, ya estaba empezando a pasar”, nos dice en su biografía. El misterio y el embrujo de los años sesenta lo atrapó: es ese “Blowin’ in the Wind” que se convirtió en himno, es ese comprometido “Masters of War”, es ese dúo con Joan Baez —que lo mira con ojos enamorado— en la Marcha por los Derechos Civiles en Washington, es componer y cantar “Only a Pawn in Their Game” conmovido por la muerte del activista racial Medgar Evers, es estar al lado de Martin Luther King, es resistirse a Vietnam, es padecer desde niño la paranoia de la Guerra Fría, es ser considerado la conciencia colectiva de la nación, es ser la voz poética de la nueva generación cuando apenas se tienen 25 años. Es demasiado.
Pero como diría él, “The Times They Are a-Changin”. Ahora, gracias a Scorsese, es ya mayo de 1966 y Dylan está en Inglaterra tocando con los Hawks (que en un futuro serán The Band). Tiene ya un estilo comercial, más de rock que de folk y eso tiene confundido y enardecido al público. “Judas” le grita alguien desde la platea. El cantante hace una pausa y responde “No te creo, eres un mentiroso”. Se voltea hacia la banda y les ordena: “Play fucking loud!” mientras atacan una versión de “Like a Rolling Stone”. Pero no es la primera vez que le ocurre algo así. En el Festival Folk de Newport el año anterior sucedió algo similar cuando se presentó acompañado por Mike Bloomfield y la Paul Butterfield Band. Un público atónito, que en las ediciones de 1963 y 1964 lo había idolatrado, ahora se encontraba frente a un artista que no reconocía, que se atrevía a desafiar la pureza del evento con sus instrumentos eléctricos y su nueva propuesta musical. Peter Yarrow —el del trío de Peter, Paul and Mary— introdujo a Dylan al escenario esa noche. El cantante sólo interpretó tres canciones (entre ellas “Maggie’s Farm” y “Like a Rolling Stone”) entre el desconcierto y los abucheos. Pete Seeger —pionero del folk— recordaba que “No se comprendían las palabras. Yo estaba frenético. Dije: Eliminen esa distorsión. Era tan rasposa que no se entendía nada. Corrí al equipo de sonido. Saca la distorsión de la voz de Bob, les dije. No, así es como lo quieren oír. Dije: Maldición si tuviera un hacha, cortaría el cable del micrófono ya mismo”. Yarrow le pidió volver a escena y esta vez lo hizo solo, con su guitarra acústica. Cantó “It´s All Over Now Baby Blue” sin ninguna emoción y se retiró en silencio. Algo se había roto para siempre.
“El tiempo, sabes, el tiempo como que obliteró el pasado que estaba alrededor cuando yo estaba creciendo. Sólo el tiempo y el progreso, en realidad”, nos dice el Dylan actual en No Direction Home, y Scorsese corta abruptamente al concierto de Newcastle del 21 de mayo del 66, cuando el cantante toca “Like a Rolling Stone” a todo pulmón, acompañado de su guitarra eléctrica y su grupo. “Se prostituyó” dice un espectador defraudado. “Cambió de cómo era. Ya no es el mismo que al comienzo”, afirma otro. ¿Qué había pasado? Dylan siempre se definió como un “expedicionario musical” y esa expedición lo llevó a otra parte, a otra muy alejada de donde el público lo recordaba. La película es enfática en mostrarnos a un artista que quiere evolucionar, en una búsqueda incesante de sí mismo, enfrentado a unos fanáticos que quieren que se quede estático. “No parecía realmente que estuviera iniciando una vida nueva. Tampoco es que hubiese retomado una antigua. En todo caso, quería comprender las cosas antes de liberarme de ellas. Necesitaba aprender a abarcarlas, como las ideas. Todo era demasiado grande y complejo para verlo de golpe, como los libros en los estantes y los objetos esparcidos sobre las mesas”, afirma en Crónicas con algo de confusión.
Lo que los espectadores y sus colegas ven ahora es el Dylan superstar, el que posa sin complejos para Warhol (el encuentro entre ambos genios es un momento cumbre de este filme), el que responde con evasivas y con absoluto desdén las entrevistas absurdas y repetitivas que le hacen, el que se niega a conceder un simple autógrafo. Ya es otro. ¿Un rebelde? ¿Un traidor? No, sólo un hombre que no creía en la importancia que otros le dieron, que nunca se consideró un símbolo de nada. Como era de esperarse, la evolución de la figura de Dylan no es muy clara en No Direction Home. No sabemos si detrás de su decisión de pasar al pop/rock hubo un interés meramente exploratorio o uno económico, que le permitiera llegar a un público más amplio y por ende a un mayor número de compradores de sus discos, motivo este último que suena bastante lógico y que sólo sorprendería al más ingenuo de los idealistas. No vemos tampoco el influjo que las drogas hayan tenido en él durante esa época de transición, aunque alcanzamos a ver en algunas imágenes que el hombre estaba a veces en un trance no necesariamente musical.
Martin Scorsese —un veterano acostumbrado a mostrarnos seres con una visión de cuya certeza están seguros, así el mundo entero les señale su error— no pretende juzgarlo. Son contemporáneos, está ante una figura que admira, ambos han hecho parte y dado forma a la historia de su arte respectivo y por eso tan sólo se limita a presentarnos, desde su óptica y quizá con excesivo respeto, los hechos de una vida excepcional que hoy, desde el otoño, mira hacia atrás sin ira.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.