No Happy Endings: New York, New York, de Martin Scorsese
“Marty estaba temblando como loco. Supongo que por la coca”
-Del diario de Andy Warhol, 11 de mayo de 1978
Scorsese estaba consciente de lo que estaba haciendo. Su propósito era hacer un homenaje deliberado a la manera en la que Hollywood hacia cine en los años cuarenta y cincuenta. Ese era el cine que había visto en su juventud, era el cine que admiraba. Le encantaba la evidente artificialidad de esas puestas en escenas poco creíbles, de los decorados de cartón, de los escenarios pintados. Se sorprendía del pacto de abstracción que se establecía entre el público y esas películas, las licencias estéticas que aquel le permitía a estas para que -desde un estudio de la MGM en California convenientemente decorado- se recreara sin problemas a la Venecia de los canales, a la Rusia imperial, al vértigo imposible de los rascacielos de Manhattan. También le gustaba la versatilidad de los directores de esa época –Hawks, por ejemplo- que brincaban sin dificultad de un film noir a una comedia alocada, de una película de gánsteres a un musical.
En los años setenta ya esa época era historia, esa magia ingenua ya no existía, el studio system se había hecho añicos hacía tiempos, los directores no tenían tanta libertad, los musicales ya a nadie interesaban. El nuevo Hollywood pensaba distinto, su sensibilidad era otra. Scorsese hacía parte de esa nueva generación de cineastas, donde Coppola, Bogdanovich, Ashby, Penn, Polanski y Allen estaban contando otras historias, privilegiando una mirada urbana más terrenal, más descreída y desencantada. Como para reafirmar lo anteriormente mencionado, Scorsese venía de filmar Taxi Driver (1976) y todos esperaban que siguiera caminando por esa senda dolorosa llena de demonios callejeros y violencia construida a punta de soledades mal reprimidas. Pero no. Él tenía otros planes, quería sorprender a todos (y hasta a él mismo, para ver de que era capaz) al hacer una película musical que derrochara nostalgia por las big bands que había disfrutado u escuchado con sus padres (bandas lideradas por gente como Paul Whiteman, Benny Goodman, Artie Shaw, Louis Prima, Tommy Dorsey) y que tuviera el estilo visual de los años cuarenta y cincuenta, pero narrada con la sensibilidad pesimista de los años setenta. ¿Era posible esa mezcla? Él estaba al parecer dispuesto a asumir los (muchos) riesgos.
Temprano en New York, New York (1977) nos damos cuenta que esta es una alegoría revisionista. El personaje protagónico –Jimmy Doyle- hace una llamada telefónica en la calle y mientras sube las escaleras para tomar el metro, ve en la calle nocturna a un marinero que baila rítmicamente con una mujer, como escapados de una escena de On the Town (1949) o de Siempre hace buen tiempo (It´s Always Fair Weather, 1955). Ya sabemos que no estamos en los dominios de lo real, y la verdad es que lo artificioso y en ocasiones abstracto de la puesta en escena (escenografía, decorados de los sets, vestuario, colores) es tan absolutamente consciente que pasa de ser inicialmente un juego -hasta divertido- a convertirse en una distracción, cortesía de la dirección artística de Harry Kemm, los decorados de Robert DeVestel y la cinematografía de László Kovács. Ya lo que en una película con Bob Hope o Fred Astaire era un recurso ingenuo, aquí se convierte en un truco calculado, en una pared perceptiblemente pintada que semeja el perfil de los edificios neoyorquinos, o un bosque invernal o una puesta de sol inverosímil por lo roja. Las cuatro paredes del sound stage se convierten en un universo limitante donde los personajes parecen presos de un argumento caprichoso que nunca pretende hacernos suponer que está semejando a la realidad. Según Scorsese el estilo, el color y los decorados de New York, New York son copiados de dos musicales, The Man I Love (1946) de Raoul Walsh y My Dream is Yours (1949) de Michael Curtiz, un recuerdo cinéfilo que quiso honrar.
Entendidas las reglas del juego, en las que debemos aceptar que la escenografía es una protagonista más, viene entonces la historia. Pero lo que encontramos nos termina de confundir: ¿Qué pasó aquí con los personajes simpáticos, divertidos, generosos y talentosos que poblaban los musicales clásicos? ¿Que pasó con los finales felices? Scorsese pretendió recrear la época –muy a su pesar bordeando la caricatura- pero para que básicamente sirviera de agudo contraste a su decisión de poblarla de personajes cercanos al universo habitual del cine que había hecho hasta ese momento, un resultado que nunca terminó de encajar. Es el fin de la Segunda Guerra Mundial, los japoneses se han rendido y en medio de las fiestas dos personas sin nada en común van a encontrarse y luego a enamorarse: Jimmy y Francine. Parece el esquema básico de un musical de la MGM producido por Arthur Freed: chico conoce chica, a ambos les gusta la música, triunfan, caen, se separan y al final vuelven a reencontrarse para ser felices.
Sin embargo ese Jimmy Doyle interpretado por De Niro –apeándose recién de Taxi Driver y sin cambiar todavía de piel- es un protagonista imposible de querer o siquiera de sentir cerca. El actor lo moldea como un ser molesto, violento, egoísta, caprichoso y sexista; uno de esos irritantes hombres en permanente estado de desasosiego vital que nunca encuentran paz en ninguna parte y que termina –a falta de alguien que le de una paliza merecida- por arrastrar con él a todos a su alrededor. ¿Talento? sí, claro que tiene, es un gran saxofonista. Pero un talento autodestructivo que casi acaba con su carrera y con la de su pareja, la improbable Francine Evans (Liza Minnelli). La poca química entre ambos los convierte en una pareja aún más implausible, pues no se imagina uno a una mujer con tal talento y éxito para el canto, sometida de manera tan sumisa a los malos tratos y a los desplantes de un patán impredecible como Doyle (pero bueno, así se comportaban las mujeres en los años cuarenta). Así pues, el filme es el largo sendero –atravesado por buena música- de amor/odio entre dos seres con un don artístico singular, pero que no logran ser felices juntos (suena a A Star is Born, ¿no?). Tras muchos intentos comprenderán que alejarse es el único camino posible si no quieren destruirse. No Happy Ending. Esta es la versión no idealizada, áspera y terrenal de cualquiera de los musicales clásicos, un género que quizás no aguantaba (ni merecía) una mirada tan poco compasiva.
Por fortuna está la música. A los standards de la época (Once in a While, You are my Lucky Star, Blue Moon, The Man I Love, Taking a Chance on Love) se suman las composiciones originales creadas para la película por John Kander & Fred Ebb (There Goes the Ball Game, But the World Goes ´Round, Happy Endings y claro, el tema de New York, New York que aunque inicialmente pareció pasar inadvertido ya es el símbolo de la ciudad). Unos y otras interpretadas por Liza, Mary Kay Place y quien fuera en ese entonces la esposa de De Niro, la cantante Diahann Abbott, que nos entrega una sensual versión de Honeysuckle Rose. El propio actor practicó saxofón varios meses para poder doblar con propiedad en escena a Georgie Auld, quien en realidad interpretó el instrumento y aparece personificando a Frankie Harte, líder de la banda donde canta Francine. Incluso la película representa el debut en el cine del saxofonista Clarence Clemons, que interpreta al músico Cecil Powell. Lo que vemos es big bands versus jazz, el pop versus la música de vanguardia que se tomaba en serio, Francine la cantante popular versus Jimmy, el músico atormentado. Era cuestión de supervivencia, de despliegue de poderes. Scorsese acompaña a cada uno en una espiral –curiosamente no descendente- sino hacia la cima mutua pero individual, un top of the hill donde ninguno necesita ya del otro. En la parte final del filme De Niro, más aplomado, tiene un club y disfruta del éxito de la canción New York, New York, Liza ya no es Francine, ya es Liza la superestrella, abandonando su papel e interpretándose a sí misma. Y a su madre.
No lo perdamos de vista: el espíritu oficiante de todo este rito es Judy Garland. No sólo la historia evoca ecos inmediatos de A Star is Born (1954), la obra cumbre de la diva, sino que Scorsese se encarga de que Liza personifique y encarne a su madre, rodeándola además de mito y nostalgia. La película se rodaba en la MGM, el estudio donde su padre había filmado éxitos como Cita en St. Louis (Meet Me in St. Louis, 1944) y Gigi (1958). Además las escenas individuales se estaban filmando en el plató 29, donde muchos musicales históricos se habían hecho, como Un americano en París (An American in Paris, 1951). A Liza se le asignó el antiguo camerino de Judy y su estilista fue Sidney Guilaroff, quien había arreglado el pelo de la Garland para El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939). George Cukor visitó el rodaje, así como lo hizo Vincente Minnelli, sorprendido de ver cuanto se asemejaba Liza a su madre, y entabló una buena amistad con Scorsese. La actriz y cantante estaba maravillada y obnubilada y cayó en los brazos del director, con quien tuvo un romance nada oculto. Él estaba casado en esos momentos con la irascible y alcoholizada Julia Cameron, coescritora del guion de la película, con quien esperaba un hijo. Scorsese afrontaba problemas con la cocaína en ese momento y todo eso contribuyó a los trastornos de la producción, que avanzaba sin un guión redondeado, dejando mucho a la improvisación, pues el argumento original escrito por Earl MacRauch (y del que Scorsese tuvo noticias antes de empezar a filmar Taxi Driver) y negociado por el productor Irwin Winkler, sufrió incontables reescrituras por Cameron, Scorsese y un compañero suyo de la Universidad de New York, Mardik Martin, para convertirse sobre todo en un pretexto para la improvisación.
Esto, por supuesto, aumentó los costos de producción, que pasaron de siete millones a nueve millones de dólares, el rodaje se hizo interminable y e hizo que el corte inicial del filme durará impresentables cuatro horas y media. Para su estreno en Estados Unidos fue editado a 153 minutos (suprimiendo entre otras una secuencia completa y clave por lo metacinematográfica, llamada Happy Endings) mientras la versión para el mercado europeo duraba apenas 136 minutos. De todos modos la incomprensión y el fracaso de taquilla no se hicieron esperar. El público tenía algo más divertido en que entretenerse: se llamaban Annie Hall (1977) y La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977). Scorsese sufrió una depresión, agravada por el divorcio de su esposa y el abandono de Liza, que lo dejó por el bailarín Mikhail Baryshnikov. De Niro lo distraía pidiéndole que leyera un libro acerca del boxeador Jake LaMotta, cosa que poco le interesaba en esos difíciles momentos.
Cuando se reestrenó en 1981, New York, New York se lanzó con una duración de dos horas cuarenta y cuatro minutos, que es la que se preservó en video. Era y sigue siendo una propuesta demasiado arriesgada y en últimas fue un filme malogrado por la ambición. Scorsese aprendió varias lecciones, pero la película sigue aquí, como recuerdo de una época compleja, como testimonio de su amor infinito al cine y a la música.
Publicado en la Revista Kinetoscopio no. 84 (Medellín, Vol. 18, 2008), págs. 20-23
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2008