Ondine salvada de las aguas: La mujer que vino del mar, de Neil Jordan
Las películas que el director y guionista irlandés Neil Jordan hace y ambienta en su tierra natal y en Europa resultan ser más interesantes que las que ha hecho en Hollywood. Al primer grupo pertenecen The Miracle (1991), El juego de las lágrimas (1992) y la que considero su obra maestra, El ocaso de un amor (1999); mientras que de la segunda categoría son, entre otras, No somos ángeles (1989) Entrevista con el vampiro (1994) o The Brave One (2007). Es obvio que se siente más a gusto contando historias locales, pequeñas e intimas, protagonizadas por seres cuya idiosincrasia conoce; mientras se antoja incómodo atendiendo encargos a este lado del Atlántico, seguramente rentables en lo económico, pero poco satisfactorios en lo artístico.
La huelga de guionistas de Hollywood de finales de 2007 encontró a Neil Jordan en Los Ángeles, pendiente de un proyecto que iba a congelarse si la protesta se prolongaba, tal como ocurrió. Tomó entonces una buena decisión: viajó a Irlanda y empezó a pensar en un nuevo guión para rodar otro filme en su patria. La mujer que vino del mar (Ondine, 2009) es esa película. Y aunque se trata de un guión de su autoría, es una interpretación contemporánea de una fábula irlandesa, que Jordan sitúa en el poblado pesquero de Castletownbere, donde él vive actualmente.
Este relato tiene, desde el inicio, acento de cuento de hadas y así debemos entenderlo los espectadores para evitar frustraciones: Syracuse, un solitario pescador irlandés, saca del mar entre sus redes a una mujer que -para su sorpresa- está viva. La joven, llamada Ondine (interpretada por la polaca Alicja Bachleda, toda una revelación), es misteriosa, no quiere ser vista por nadie, canta en un lenguaje extraño y su canto parece traerle fortuna al pescador, cuya hija Annie –una niña con falla renal crónica- se llena de razones para pensar que la mujer es en realidad una Selke, una ninfa marina. Del resto de los detalles se enteran ustedes cuando vean la película.
El drama de La mujer que vino del mar parte de las diferencias que a veces hay entre lo que vemos y lo que queremos y creemos ver. Desde su mirada ingenua, Syracuse y su hija se convencen que están frente a un ser fabuloso. Ellos quieren creer y así nos lo trasmite Jordan, con total respeto por su mirada persuadida. La aparición de Ondine es lo que necesitan para redimirse, para sanar, para volver a empezar.
Me imagino este relato contado por los hermanos Dardenne –como en El silencio de Lorna (2008), filme que comparte similitudes con este- y ya veo el énfasis en la terrenal sordidez que la historia de Ondine tiene en el fondo. Por eso Jordan opta por dulcificarla a través de los ojos de Annie, para quitarle amargura y añadirle el encanto y el misterio de las cosas que en la infancia no tenían explicación diferente a la que nuestra imaginación buenamente le daba. En el camino el director siembra clichés y nos da algunas zancadillas sentimentales obvias que buscan sensibilizarnos, y ante las cuales es imposible no sentirse subestimado y manipulado.
Pese a eso nos encontramos frente a una historia sin demasiadas pretensiones que opone realidad y fantasía para hablarnos de la esperanza, de ese resquicio de ilusión al que no podemos renunciar. A veces necesitamos quien nos rescate, quien nos salve de las aguas, quien nos permita vivir. Y ese anhelo encuentra en ocasiones las más inesperadas respuestas. Solo tenemos que tener la mirada limpia y desprevenida para verlas. Como la de Annie.
Publicado en la revista Arcadia No. 74 (Bogotá, nov.- dic. 2011). pág. 28
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