La familia lo es todo: Pájaros de verano, de Cristina Gallego y Ciro Guerra
La Guajira colombiana y sus pobladores nativos constituyen un territorio y una etnia que son prácticamente desconocidos para los demás habitantes del país. Podrían vivir en Panamá o en Venezuela y la sensación de extrañeza sería la misma: excluida del imaginario nacional, sumida en un olvido centenario, afectada de pobreza crónica y condenada a la corrupción de sus gobernantes y al desfalco permanente de los funcionarios oficiales, la Guajira solo sale brevemente en las noticias cuando sus niños mueren de hambre o de una enfermedad inmunoprevenible. En esos momentos se hace una acusación sumaria, una investigación inane, nadie resulta responsable y de nuevo todo se olvida.
Pájaros de verano (2018) tiene el mérito de volver los ojos hacia esa región, adentrarse en territorio wayú y desde ahí darle una mirada a sus habitantes y a sus costumbres. Sin embargo, no es una mirada etnográfica estricta a la manera de El abrazo de la serpiente (2015), ni tampoco explora su mitología o su legado cultural como Los viajes del viento (2009). Esta vez el acento –pese a un inicio donde parece que vamos a adentrarnos en el mundo de las tradiciones wayú- está puesto en la pérdida de la inocencia, en la aculturación de una sociedad que de repente se ve contaminada por los negocios y la codicia del hombre blanco, convirtiéndose en una caricatura malsana de él.
Las dos películas previas de Ciro Guerra ya mencionadas estaban ambientadas en el pasado e igual ocurre con Pájaros de verano, que intenta explicarnos como el narcotráfico llegó a La Guajira y como se afincó ahí desde finales de los años sesenta. Por lo menos desde la perspectiva de Rapayet (interpretado por José Acosta), el protagonista del filme, la disculpa es sencilla: necesita el dinero para poder cumplir con la dote exigida por la familia de Zaida (Natalia Reyes), la joven que él pretende. Proveerle mariguana en grandes cantidades a un grupo de activistas norteamericanos es el primer paso para que él y su socio vean la oportunidad perfecta para enriquecerse.
La creación de una estructura criminal alrededor de este negocio va paralela a su aculturación, impregnándose lentamente de unas maneras mafiosas que se ven más ridículas en la medida en que Rapayet trata de mezclarlas con su cultura original. Obviamente hay elementos autóctonos que no se pierden pero que sí se deforman, como son los relativos a la preeminencia de la familia por encima de cualquier sociedad o nexo comercial y al matriarcado como marca indeleble. Ese respeto por el núcleo familiar y el modo en que este se va involucrando en los asuntos ilícitos, exponiendo su lado codicioso, relaciona a esta película con El padrino (The Godfather, 1972): ambas tienen que ver con una tradición mancillada y contaminada, y cómo se reinventa a partir de su contacto con un mundo subterráneo muy lucrativo. Por supuesto que hay diferencias: Los italoamericanos de la familia Corleone desean a toda costa ser parte de la sociedad norteamericana y el poder que adquieren con el narcotráfico los valida y les da el status que buscaban. En Pájaros de verano lo que la avaricia no les deja ver es que ese poder económico que están adquiriendo va a terminar por autoaniquilarlos como sociedad, al perder todo el tejido mítico y tradicional que les daba sentido, en medio de guerras entre clanes rivales.
Nadie podría acusar a Guerra & Gallego de falta de ambición: Pájaros de verano pretende ser un relato épico sobre los inicios de nuestra maldición social. Por eso hay un narrador ciego de corte homérico que declama los hechos del relato en clave poética, por eso la película está dividida en cantos, por eso hay guiños a la literatura de García Márquez. Guerra siempre ha hecho un cine muy calculado para buscar el éxito internacional y estos elementos son parte de esa estrategia que por sí no es buena ni mala. Es su manera de abordar un mercado cinematográfico exigente que requiere de un exotismo que acá se le ofrece subrayado y que termina por descuidar el retrato del pueblo wayú, en pos de unos propósitos comerciales que obligaban a hacer del filme una versión local de Scarface (1983) de De Palma.
La mezcla final de los múltiples elementos y factores involucrados acá –incluso fuerzas en tensión- es más afortunada que infortunada. La habilidad de los codirectores a la hora de narrar los hechos y el logrado diseño de producción en medio de unas condiciones de rodaje complejas en locaciones inhóspitas contribuyen a que Pájaros de verano sea un producto comercial disfrutable y de impecable factura técnica. No es un ensayo antropológico ni pretende serlo. Tomó como marco de referencia una etnia ancestral y alrededor de ella formó el relato trágico de una de nuestras múltiples violencias. Que sus películas previas hayan hecho pensar al espectador otra cosa y generar falsas expectativas creo que no es culpa de esta pareja de realizadores. No podemos obligarlos a hacer cine como nosotros pensemos que debe ser, sino como ellos sientan que debe ser. Sentirse traicionados por el tono de Pájaros de verano no solo es ridículo, es absurdo.
Yo hubiera deseado que esta película hubiera sido más sutil con su abordaje y que hubiera planteado una mirada al origen del tráfico de narcóticos desde los wayús más ortodoxos, para ver ese resquebrajamiento moral y cultural desde adentro, no desde el exterior. Me temo, sin embargo, que esa es otra película. Una que no es Pájaros de verano. Un director de cine no hace películas para complacer mi gusto o el de alguien diferente a él mismo. Lo que vemos es lo que hay. Y eso que vemos aquí, pese a lo anotado, es muy superior a lo que solemos ver.
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