Olor a pobreza: Parásitos, de Bong Joon-ho
La batahola causada por Netflix en Cannes en 2017, al pretender que Okja, de Bong Joon-ho, no pasara por las salas de cine y fuera directamente a streaming tras su estreno en el Festival -del que hacia parte de su selección oficial- puso a este director surcoreano bajo los reflectores, como quizá no lo estaba desde la aparición de The Host (Gwoemul, 2006). Cannes no le era ajeno a Joon-ho, quien ya había hecho parte de la sección “Una cierta mirada” en dos ocasiones previas por Tokyo! (2008) y Madre (Madeo, 2009), de ahí que la publicidad generada por el affaire Netflix no era lo que él hubiera querido. Y sin duda no era lo que su cine necesitaba.
A Cannes iba a regresar rápido, pero para ser reconocido por otros motivos. Su octavo largometraje, Parásitos (Gisaengchung), estrenado el 21 de mayo de 2019 en el Festival, ganó la Palma de oro, otorgada por un jurado presidido por Alejandro González Iñárritu. Se premiaba al cine surcoreano, pero ante todo se reconocía la coherencia y la evolución del cine de Bong Joon-ho, un director y guionista que desde su primer largometraje, Perro que ladra no muerde (Flandersui gae, 2000), empezó a mostrar unos rasgos distintivos –entre críticos e irónicos- que ha pulido a lo largo de la filmografía que ha ido construyendo, y que incluye distopías, cine de género y dramas, todos ellos caracterizados por un factor sorpresa que convierte a sus narraciones en algo inesperado, lejos de cualquier idea preconcebida que tengamos frente a cómo “se comporta” un relato.
Su cine se nutre, como punto de partida, de la contradicción social. Poderosos versus desposeídos, intelectuales versus iletrados, citadinos versus pueblerinos. Hay un pulso de fuerzas constante en el que no siempre se impone el aparentemente más fuerte y capacitado, sino el más astuto, malicioso o que sepa sacar ventaja de sus habilidades naturales. De todos esos enfrentamientos, el más virulento y crítico es el de Parásitos. Sobre todo porque es el único donde las clases o grupos en oposición se funden y se confunden, pues hasta el momento en su cine no era posible “cruzar la línea” que divide a esos estratos y condiciones sociales, tal como diría el señor Park, el acaudalado protagonista de este filme. Esa línea invisible, que divide y segrega, es la generada por el poderío económico individual, por la soberbia que genera iniquidad social e impide que veamos en el otro a un ser humano con el que es posible entablar un diálogo de iguales.
La familia Kim –padre, madre, hijo e hija- representa acá a los segregados, a los desempleados, a los rebuscadores del sustento diario. Su precariedad económica casi que los deja al borde del delito, o en este caso, a simular lo que no son con tal de entrar al mundo de la familia Park y ganarse un sustento sostenido a punto de mentiras. Existe para ellos, sobre todo para Ki-woo y Ki-jung -el hijo y la hija de los Kim- la evidente ambición de encajar, de ser parte de ese mundo privilegiado que los excluye, pero que no ven tan lejos por su capacidad de mimetismo y por la ingenuidad de los Park.
Bong joon-ho no tiene piedad a la hora de describir a esta familia adinerada. Su mundo de privilegios es descrito como vacuo, la señora Yeon-kyo es tildada de “simple”: una mujer impresionable, inútil y voluble, mientras su marido es arrogante, clasista y muy consciente de “lo mal que huelen los pobres”; y sus dos hijos son caprichosos y malcriados. Son las víctimas perfectas para ser infiltrados por los Kim, invadidas y “parasitadas” sin que se den cuenta. Obviamente están caricaturizados, pero es que esta no es su historia, esta es la historia de los Kim y su sublevación frente al status quo.
Sin embargo, esta es una película de Bong joon-ho y las cosas no se dirigen hacia donde el espectador cree, pues los actos de los Kim –con todo lo malvadamente graciosos que nos parezcan- tampoco quedan impunes ante los ojos del director joon-ho, que va a poner a esa familia a prueba por su atrevimiento. ¿Qué pasaría si ahora ellos fueran los que estuvieran en posición de otorgar misericordia? ¿Lo harían?
Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) y Los olvidados (1950) son dos filmes clásicos que ejemplifican lo imposible de la solidaridad entre las clases sociales más bajas, empeñadas en una lucha egoísta por su propio bienestar que excluye al otro. La gran tragedia de Parásitos es la imposibilidad de los Kim de darse cuenta que hay otros en una posición peor a la suya y que es posible ponerse de su lado. Esa lucha por conservar unos privilegios frágilmente preservados conlleva su propio desastre, su purgatorio privado que los hace tener que descender a los abismos de la humillación y del sinsentido.
Parásitos es implacable en su pesimismo: los golpes a lo más íntimo de su ser, la toma de consciencia de su marginalidad y de su imposible acoplamiento sin fisuras con los Park, hacen de los Kim una familia sin salidas, sin un plan. Y en esos momentos el caos irrumpe, sencillamente porque cuando ya moralmente solo hay vacío, no hay un camino diferente a la vorágine violenta, esa que destruye y purifica.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.