Perdidos en el espacio: El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner
Ahora que el seriado fílmico de El planeta de los simios ha sufrido un reboot –que se inició con El planeta de los simios: (R)evolución (Rise of the Planet of the Apes, 2011)- y aún se recuerda entre el público el fallido remake de Tim Burton del año 2001, es difícil imaginar el impacto que tuvo la película original, El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968) cuando se estrenó en esos convulsos años sesenta, solo una semana antes del asesinato de Martin Luther King.
Llevarla a cabo le costó a la 20th Century Fox menos de 6 millones de dólares, pero vio bien recompensada su inversión al recaudar en taquilla más de 32 millones de dólares -solo en Estados Unidos- en su temporada de estreno. Además generó cuatro secuelas –realizadas entre 1970 y 1973-, dos series de televisión (una de ellas animada) y un gigantesco merchandise apenas digno de Hollywood. Sigue siendo una franquicia extremadamente rentable para el estudio pese a todos estos años. A no dudarlo habrá simios para rato.
Es fácil explicar el por qué de su fama. Lo que aparentemente es un filme de ciencia ficción que lleva a un grupo de astronautas de la NASA a caer, tras romper la dimensión temporal, a un planeta desconocido a dos mil años luz de la Tierra –dominado por simios inteligentes- se convierte al final en una fantasmagórica distopía que nos enfrenta a los temores futuristas más apocalípticos. Esa escena final puso –literalmente- de rodillas a un público que vivía años turbulentos, de agitación social, movimientos de contracultura, guerra en Vietnam y lucha por las libertades civiles, y que veía, en esa cinta, materializados todos sus temores y angustias del holocausto nuclear, sublimados en esta alegoría pesimista y sombría sobre nuestro porvenir como sociedad y raza. Además la verdad es que funciona muy bien como película de acción y aventuras, con un Charlton Heston demostrando su valor como héroe cinematográfico, enfrentado esta vez a una situación donde tiene absolutamente todo en su contra. Nada de su entrenamiento como astronauta lo tiene preparado para enfrentar lo que va a padecer, convertido en esclavo y reducido a una condición infrahumana.
El tono de pesadilla del filme quiero atribuírselo a la labor como guionista de Rod Serling –el creador de La dimensión desconocida (The Twilight Zone)- que fue fiel a la fuente original (la novela La planète des singes de Pierre Boulle, publicada en 1963) y por eso mismo elaboró un argumento que fue considerado demasiado costoso por el productor Arthur P. Jacobs, que había comprado en París los derechos del libro. Recordaba Serling en 1975 que “mi versión más temprana [del guion] describía una ciudad simiana, muy parecida a Nueva York. No estaba esculpida a partir de rocas, con cavernas a los lados de una colina. Era una metrópolis. Todo estaba relacionado con los antropoides”. El productor vinculó entonces a Michael Wilson quien enfatizó el primitivismo, abarató costos y pulió los diálogos. Sin embargo el concepto de la cinta, su atmósfera global se relaciona mucho con esas puestas en escena entre absurdas, irónicas y terroríficas con las que Serling dotaba su famoso seriado. El revelador final de El planeta de los simios es lo más cercano a un final de La dimensión desconocida que uno pueda concebir, aunque además de Serling varios involucrados en este proyecto se lo acreditan.
Esta película dependía mucho de la credibilidad en la caracterización de la sociedad de los simios; cualquier error podía haberla hecho fracasar y convertirla en una parodia kitsch que la gente no tomara en serio. Si había risas y no pasmo todo había fracasado. Pese al riesgo el productor le apostó al maquillaje verista de John Chambers y su equipo de trabajo que logró que cada uno de los personajes (interpretados por Roddy McDowall, Kim Hunter, Maurice Evans y un largo etcétera) tuviera movimientos finos, personalidades propias dependiendo de su especie y rango, tics faciales y, sobre todo, una autenticidad que hizo que el público olvidara el disfraz, “suspendiera la incredulidad” y abrazara la historia que se nos relataba.
¿Y de que historia hablamos? George Taylor (interpretado por Charlton Heston), el astronauta líder de un equipo de cuatro exploradores espaciales, pronuncia al principio del filme -en una suerte de bitácora personal dirigida a la gente del futuro de la Tierra- estas palabras: “Ustedes que ahora están leyendo esto son una raza distinta. Espero que una mejor. Dejo el siglo XX sin remordimientos. Pero hay algo más, si alguien está escuchando. Nada cientifico, meramente personal. Pero visto desde acá afuera todo parece diferente. Curvaturas del tiempo. El espacio es infinito. Aplasta el ego del hombre. Me siento solitario. De eso se trata. Diganme algo, sin embargo. El hombre, esa maravilla del universo, esa gloriosa paradoja que me envió a las estrellas, ¿todavía le hace la guerra a su hermano? ¿Mantiene hambrientos a los hijos de sus vecinos?”. Su desilusión sobre lo que somos como raza es palpable. Por eso se lanza al espacio a una misión sin posible retorno, buscando encontrar algo mejor y más confiable, entre las constelaciones lejanas, que el ser humano. Cuando llegan al desconocido planeta que es el obligado fin de su viaje le dice a uno de sus compañeros, mientras exploran inicialmente el desértico lugar: “Yo también soy un buscador. Pero mis sueños no son como los tuyos. No puedo evitar pensar que en alguna parte del universo tiene que haber algo mejor que el hombre”.
Taylor encuentra una sociedad parecida a la que dejó, pero ahora el papel del hombre lo ocupan simios de diversas especies, profesiones y jerarquías que mantienen esclavizados y sometidos a una versión primitiva del hombre. Los roles se han invertido pero la actitud de la especie dominante es la misma. Persisten la ambición, los celos, las ansias de poder, la sed de venganza y la traición. Taylor no puede dejar de pensar que así esté a más de dos mil años luz de distancia de su mundo natal aún sigue viendo los mismos defectos que tanto aborrecía. De ahí que la sorpresa final –que me resisto a develar para ustedes así la película sea tan popular- sea tan pasmosamente dolorosa para él. Los insultos que lanza al aire son la expresión aterrada de su alma adolorida que ha sido defraudada una vez más. Esta vez para siempre.
Publicado en la revista Kinetoscopio No. 108 (Medellín, octubre-diciembre / 2014). Págs. 16-17
©Centro Colombo Americano de Medellin, 2014
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