Pintura de guerra: El señor de las moscas, de Peter Brook
“El cine es arrollador por su propia naturaleza; sus imágenes y sonidos invaden todos los rincones del cerebro, lavando todo sentido de la distancia, haciendo completa e irresistible nuestra identificación con la acción”, expresaba el director de teatro Peter Brook en su autobiografía de 1998, Hilos del tiempo. Ese credo es el que aplicó a la hora de emprender el que sería su tercer largometraje como director de cine, El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1963), quizá el más célebre de su obra fílmica. Previamente había tenido dos experiencias tras la cámara, primero con La ópera del mendigo (The Beggar’s Opera, 1953), en la que los conflictos con el ego de Laurence Olivier como protagonista y coproductor no le permitieron disfrutar ese debut en un nuevo medio. Posteriormente hizo en Francia Moderato cantabile (1960), junto a Marguerite Duras, y allí pudo encontrar un entorno cálido y flexible para rodar según su conveniencia y su sensibilidad.
Eran épocas de vanguardias cinematográficas y Brook no era ajeno a ese encanto, que empezó a desviarlo de su sendero teatral. “En aquel momento se tenían en alta estima el poder de lo accidental y el principio de la incertidumbre. El cinema vérité estaba en el aire; se llevaban cámaras en la mano o aferradas por operarios de cámara a los que empujaban por todas partes en sillas de ruedas, y ahora se grababa el sonido in situ, de modo que los ruidos accidentales de la calle hacían el discurso refrescantemente incomprensible. Hacer cine era encontrar una nueva libertad y un nuevo apasionamiento”, explicaba Brook en esa autobiografía. Eso también iba a aplicarlo a la hora de hacer El señor de las moscas. A la novela de William Golding –publicada en 1954- llegó gracias a Kenneth Tynan –en ese entonces editor de guiones en los Estudios Ealing, en ese momento poseedor de los derechos de adaptación- quien se la mostró a finales de los años cincuenta, cuando ya era un bestseller, uno que inicialmente ninguna editorial quiso arriesgarse a publicar.
Era entendible la reticencia de los editores: Golding -contando la historia de un grupo de niños y adolescentes ingleses que habían sobrevivido a un accidente aéreo en una guerra mundial no mencionada o ficticia y que ahora estaban a su suerte en una isla del Pacifico- hacía una alegoría de la caída de la civilización occidental, mostrando como los muchachos iban derivando progresivamente hacia formas tribales de organización más primitivas, donde la anarquía y la ley del más fuerte reemplazaban a todas las normas de conducta adquiridas por la educación escolar que recibieron. El resultado literario es pasmoso en su descriptiva belleza formal y en la crudeza de las situaciones que en un espiral de violencia se suceden. Fue la primera novela de quien en 1983 iba a ser galardonado con el Premio Nobel de literatura.
Brook le dio a conocer la novela al productor Sam Spiegel, que de inmediato compró los derechos a la Ealing por dieciocho mil libras esterlinas y encargó un guion a Peter Shaffer mientras discutía con Golding los cambios que pretendía, incluyendo que en el reparto no solo hubiera niños, sino también niñas y jóvenes. El escritor no quiso someter su novela a esos cambios y Spiegel perdió interés en el proyecto. Brook contactó al productor Lewis Allen y este, junto a su colega Dana Hodgson, compró a Spiegel los derechos de adaptación del libro por cincuenta mil libras esterlinas. Aunque lograron convencer a pequeños inversores de que financiaran el proyecto, el presupuesto del rodaje fue siempre mínimo. “En Francia se han hecho largometrajes por 150 dólares. Los $150 te ayudan a pasar el primer día de rodaje. Para entonces, las ruedas giran lo suficiente como para pasar el segundo día, y pronto tendrás suficiente qué mostrar para justificar un crédito para continuar un poco más. Nuestra única pregunta era cómo llegar al punto de no retorno”, explicaba Brook en otra autobiografía suya, The Shifting Point, publicada en 1987. El destino y los escasos recursos los llevaron a rodar en Vieques, una isla de la costa de Puerto Rico que era propiedad de la empresa Woolworth.
El guion para una película de seis horas de extensión que Peter Shaffer había escrito por encargo de Spiegel fue abandonado y Brook se decidió por no contar con guion alguno, sino por ceñirse casi estrictamente a la novela de Golding: es famosa su frase, “todo lo que quería era una pequeña suma de dinero, sin guion; solo niños, una cámara y una playa”. Los niños no eran actores, fueron cedidos por los padres que estaban de vacaciones en las Antillas. Durante el rodaje en 1961 durmieron en una antigua fábrica de conservas abandonada. Como no podían ver los rushes (lo filmado cada día), rodaron sesenta horas de metraje, lo cual implicó un año de montaje y exigió grabar las voces de los actores en la postproducción. “Teníamos que redescubrir las leyes del cine virtualmente desde cero, inventar técnicas revolucionarias propias, para que la cámara pudiera seguir a los niños mientras trepaban por las peñas y por la arena, o para reconstruir las voces que habían quedado ahogadas por el romper de las olas”, comentaba Brook. A esos niños, sin ninguna experiencia actoral, se les explicaba en el momento de rodar qué debían hacer y mucha de la acción fue por ende improvisada, mientras que la mayoría de los diálogos salían directamente del texto de Golding.
El señor de las moscas, según Brook, tiene lo experimental de su teatro. Hay al principio un tono naturalista, casi documental, al que contribuye la inexperiencia actoral de los muchachos protagonistas. “Necesitamos más reglas y hay que obedecerlas. Después de todo, no somos salvajes. Somos ingleses, y los ingleses somos siempre los mejores en todo”, escribe Golding y repite el guion de Brook en esa parte inicial del filme donde todos conservan la compostura y las normas democráticas, y se toman su estancia en la isla como unas vacaciones divertidas lejos de la supervisión de sus padres y tutores. Sin embargo, Brook los aísla, los encierra individualmente en el cuadro de la pantalla, que se llena de ángulos bajos y de primeros planos, para ir haciéndoles caer en la cuenta de su soledad y su progresiva alienación. La película se va tornando anárquica, algunos de los muchachos se aplican una pintura de guerra en el rostro y en el cuerpo y arman una tribu aparte, la de los cazadores, la de los que quieren subsistir sin reglas. Brook los deja ser, los persigue, la cámara se contagia de su frenesí, de su canticos, de sus gritos, de su violenta alucinación. Hay un logro enorme en haber sabido capturar esos momentos con tal honestidad, como si no se estuviera ante una recreación, sino ante un evento hipnótico espontaneo y colectivo. Esa irrupción sin previo aviso del azar y del caos se siente de veras como una revelación.
Brook tuvo que aceptar que en una película era imposible trasladar a imágenes la prosa ricamente descriptiva de la novela y que debía enfatizar algo diferente. “Creo que la razón para traducir la obra de arte de Golding a otro medio es en primer lugar que, aunque el cine merma la magia, introduce la evidencia”, afirmaba el director en The Shifting Point, para añadir que “en la película nadie puede atribuir las miradas y los gestos a trucos de dirección. Los gestos violentos, la mirada de avaricia y los rostros de la experiencia son todos reales”. Ese es el mérito del filme, ahí yace su valor punzante y subversivo. Brook nos puso frente a un desmoronamiento moral –literal, traducido a hechos- y nos sedujo para que fuera imposible despegar los ojos de la pantalla. No hay sublimación literaria alguna, solo la frágil condición humana haciéndose pedazos ante nosotros.
Solo unos meses antes del estreno de El señor de las moscas en mayo de 1963 en Cannes – donde compitió por la Palma de oro- tuvo lugar la crisis de los misiles en Cuba. La guerra fría estaba en el aire, el temor a la bomba era latente, había miedo a un holocausto nuclear que acabara con la civilización. En una isla cerca a Cuba, Peter Brook había rodado una película asombrosa que nos advertía que no era necesario misil o bomba alguna para hacer desaparecer siglos de educación, religión, moral y ética. Solo bastaba apelar a la necesidad urgente de hacer aflorar los instintos primarios para que estos se impusieran, desnudando nuestra auténtica naturaleza.
Publicado en el periódico El colombiano en el suplemento “Generación” No. 7 (agosto, 2022) páginas 20-21
©El Colombiano, 2022
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