Recoger tempestades: Arroz amargo, de Giuseppe De Santis
Una espontánea y bella coreografía hacen las recolectoras de arroz metidas casi hasta las rodillas en el agua del valle del río Po. Una al lado de la otra o en fila, estas mujeres se mueven al unísono, impulsadas por el canto que alguna improvisa y todas siguen en coro. Voces que no solo entonan canciones populares, sino que utilizan ese medio para contar lo qué les pasa, lo qué les inquieta. Son trovadoras de sus propias desventuras. Son las mondine, las míticas trabajadoras temporales que van de cosecha en cosecha buscándose el sustento en la Italia de la postguerra. Los detalles de su dura labor, la lucha entre las recolectoras legales y las clandestinas, los romances fugaces que las distraen de su extenuante jornada, las lluvias repentinas que las dejan de brazos cruzados y sin la paga respectiva, la explotación a las que las someten, el dolor de la enfermedad de alguna… todo este drama humano es el que nos trae el director Giuseppe De Santis en Arroz amargo (Riso amaro, 1949), su segundo largometraje y probablemente el más popular de su carrera.
Pese a lo descrito y a contar con una narración de tono documental con presencia de actores naturales y rodaje en los arrozales de Vercelli, elementos que vinculan directamente a este filme con el neorrealismo italiano –hay que tener en cuenta que además De Santis fue coguionista y asistente de dirección de Ossessione (1943) de Visconti– la verdad es que Arroz amargo se hizo celebre en la historia del cine italiano, no exactamente por la pureza con la que siguió los postulados neorrealistas que promulgaron hombres como Sergio Amidei y el gran Cesare Zavattini, sino exactamente por todo lo opuesto, por introducir unos elementos foráneos a la concepción neorrealista, como lo fueron las fórmulas made in Hollywood del cine de género y el telúrico posicionamiento de una estrella tan sensual como lo fue Silvana Mangano; elementos espurios que –sin embargo- probaron ser exitosos.
La película, producida por Dino De Laurentiis, al inicio parece ser una crónica documental sobre la bulliciosa llegada de las mondine a la estación de trenes que va a llevarlas a su lugar de trabajo, pero rápidamente dejamos el enfoque testimonial para dar paso a la búsqueda policial de un ladrón de joyas, Walter (Vittorio Gassman), que parece querer escapar a bordo de uno de esos trenes. Él y su cómplice, Francesca (Doris Dowling), evaden a los persecutores y terminan involucrándose con una hermosa mondina, Silvana (Silvana Mangano), que sospecha quienes son en realidad. Francesca se ve obligada a camuflarse entre las recolectoras mientras Walter vuelve por ella. Arroz amargo será un tira y afloje entre ella y Silvana, quien quisiera también lucrarse del robo. Hay un cuarto personaje, un sargento llamado Marco (Raf Vallone), que parece interesado en ambas mujeres y que representa la entereza moral que los otros no poseen. Al fondo del relato está el drama de las mondine, como un marco narrativo del cual se lucra el filme. Vittorio Gassman relata en su autobiografía algo que no puede dejarse pasar por alto: “las verdaderas escardadoras del lugar, gracias a vete a saber que magia instintiva se olieron la irrealidad esencial de todo aquello; muchas se negaron a colaborar y hubo que importar de Roma un cargamento de actrices de poca monta maquilladas a conciencia por el pastiche populista” (1). No se trataba entonces de auténticas recolectoras, sino de actrices falseando una situación que no era la suya. Ya de entrada De Santis jugaba con la base realista del relato.
La naturaliza hibrida de Arroz amargo y su posición ambigua dentro del neorrealismo italiano las explica bien Joseph Luzzi cuando anota que “políticamente el filme promovía la acción colectiva enraizada en el marxismo; temáticamente se apoyaba en el atractivo del consumismo norteamericano; estilísticamente mezclaba el reportaje neorrealista y el espectáculo de Hollywood. Arroz amargo transcendía así las fronteras –tanto políticas como artísticas- que diferenciaban al naciente arte cinematográfico italiano de la cultura popular americana y De Santis fue acusado de haber traicionado al neorrealismo” (2). Más que traicionarlo, este director estaba haciendo patente la crisis del modelo neorrealista tradicional, que coincidía con un cambio en las políticas estatales de apoyo al cine nacional, privilegiando los intereses industriales y económicos sobre los artísticos.
Buscando no perder el interés del público, los directores que se engancharon más tardíamente al neorrealismo intentaron mezclar los temas sociales que caracterizaban a este movimiento con fórmulas de género establecidas por Hollywood, como puede verse en los intentos de film noir que fueron El bandido (Il bandito, 1946) de Alberto Lattuada, y Juventud perdida (Gioventù perduta, 1948) de Pietro Germi. Giuseppe De Santis se adelantaba a lo que iba a hacer con Arroz amargo cuando expresaba que “la lente de la cámara -como el de la historia- registró el reemplazo de las fuerzas conductoras de la vida italiana; la lente fue desplazada de [dar] una visión unilateral del mundo de la clase obrera… para enfocarse en otro mundo más vasto” (3). Curiosamente, sus palabras tienen una correspondencia visual en una escena temprana de su filme. Cuando Walter y su cómplice, Francesca, tratan de huir de la policía que los persigue, abordan un tren en una estación en Turín. De repente escuchan música que viene de afuera. La cámara los abandona moviéndose a la izquierda, buscando el origen de la música. Sigue mostrando los ocupantes de los vagones, gente del común que mientras se están aseando sacan la cabeza y el cuerpo por la ventana para escuchar los acordes sonoros. La cámara continua sin detenerse hacia la izquierda, y nos muestra a un grupo de mujeres que están en la plataforma entre dos trenes, también oyendo la música, vemos después a más gente caminando hacia los vagones, y de repente, detrás de un tren, como en una aparición no terrenal, hay una mujer –una mondina– bailando sensualmente un boogie-woogie: la música proviene de su fonógrafo portátil. Esa exuberante mujer es Silvana Mangano y esa es su contundente presentación en Arroz amargo.
En este plano secuencia De Santis resume todas sus intenciones: empieza con un drama criminal sacado del cine de género, sigue con la perspectiva realista de los ocupantes del tren y los transeúntes, y culmina con el factor que hizo a este filme un éxito rotundo de taquilla: la corporalidad de Silvana Mangano. “La mujer real del cine neorrealista, aferrada en la lucha por su supervivencia cotidiana, es sustituida por la mujer ideal, construida a partir de las pulsiones del deseo masculino. (…) Silvana Mangano es una mujer carnal y su carnalidad provoca una ruptura definitiva con las forma de idealización femenina de carácter lírico” (4). Es evidente la intención comercial de De Santis al hacerla protagonista de esta historia. Ni ella ni su antagonista, interpretada por la bella actriz norteamericana Doris Dowling, corresponden al modelo de sufrida mujer neorrealista.
Ambas están ahí para introducir un elemento erótico que era ajeno a la pureza documental del cine de entonces, pero que responde a los parámetros de la mujer sensual del star system de Hollywood, algo que a lo que los espectadores italianos respondieron con fruición. Además el cine europeo iba a demostrarse que iba a poder ser más explícito al respecto que lo que Hollywood podía exhibir, sometido como estaba a la vigente censura del código de producción. Hubo, por supuesto, voces que sintieron que De Santis estaba vendiendo su integridad artística, enlodando sus raíces comunistas y echando por la borda al neorrealismo. La película generó un gran debate: el influyente crítico Guido Aristarco escribió que “los trabajadores no pueden ser educados con las piernas desnudas de Silvana” (5), mientras el Vaticano censuró el filme por la exhibición “pornográfica” de las piernas de las mondine. Por supuesto, todo esto la hizo totalmente atractiva para el público. Incluso la película fue nominada al premio Óscar al mejor guion.
Respecto a su protagonista, el director De Santis declaraba que “Yo tenía en mente una imagen exacta de un personaje que iba a parecerse a una Rita Hayworth italiana de provincia” (6). Y lo logró: Silvana Mangano hace de inmediato evocar a la Hayworth de Gilda (1946). El personaje que ella interpreta en Arroz amargo es una femme fatale y su vocación es clara. Hay en ella ambición, desparpajo, confianza en sí misma y en el efecto que causa en los hombres, ausencia de cualquier atadura moral. Este “es un filme acerca de una mujer que desea ser norteamericana, que desea ser mortífera, que aspira a ser una heroína de Hollywood. El foco del filme en el cuerpo de Silvana, particularmente en la famosa escena del baile del boogie-woogie en la cual se establece su centralidad visual, la ve convertirse a ella en la encarnación literal de la americanización y de la trasmisión transnacional de los géneros” (7).
Las aspiraciones del personaje se convirtieron también en las aspiraciones del público, cansado ya de ver reflejada en la pantalla una situación social que la nueva década que empezaba prometía dejar atrás, y deseoso de abrazar nuevos modelos de vida y de conducta. Y si en Norteamérica el cine ofrecía mujeres con quien soñar, al cine italiano llegarían rotundas maggioratas como Silvana Mangano, Gina Lollobrigida, Silvana Pampanini, Marisa Allasio y Sophia Loren. Pasaríamos del neorrealismo al “neorrealismo rosa” más complaciente y ligero, como lo entendieron realizadores como Renato Castellani, Luigi Zampa y Dino Risi.
Arroz amargo fue un producto que respondía a una estrategia bien pensada. Su supuesto compromiso con el neorrealismo la hizo parte de una tradición narrativa respetable, pero los reconocibles elementos de género que introdujo y la imagen sensual que vendió de Silvana Mangano lo convirtieron en un efectivo vehículo comercial que supo detectar y explotar las necesidades de la industria del cine de ese momento preciso y el sentir de un público que quería que se le ofreciera algo diferente. La película sembró inquietudes y cosechó unas tempestades que supo sobrellevar para convertirse con el tiempo en un extraño clásico, mucho más recordado que otros filmes contemporáneos menos manipuladores que este, pero sin duda menos exitosos.
Referencias:
1. Vittorio Gassman, Un gran futuro a mis espaldas, Barcelona, Acantilado, 2004, p. 93
2. Joseph Luzzi (Ed.), Italian Cinema from the Silent Screen to the Digital Image, Nueva York, Bloomsbury Publishing, 2020, p. 311
3. Millicent Marcus, Italian Film in the Light of Neorealism, Princeton, Princeton University Press, 1986, p. 77
4. Ángel Quintana, El cine italiano, 1942-1961. Del neorrealismo a la modernidad, Barcelona, Paidós Studios, 1997, p. 113
5. Laura E. Ruberto, Gramsci, Migration, and the Representation of Women’s Work in Italy and the U.S., Lanham, Lexington Books, 2010, p. 45
6. Helen Hanson, Catherine O’Rawe (Eds), The Femme Fatale: Images, Histories, Contexts, Londres, Palgrave Macmillan, 2010, p. 133
7. Ibid., p. 135
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