Rodar como destino: Taxi Teherán, de Jafar Panahi
“Soy un cineasta. No puedo hacer nada más que películas. El cine es mi expresión y el significado de mi vida. Nada me puede impedir que haga películas”
-Jafar Panahi
El 15 de febrero de 2015, durante la ceremonia de clausura del Festival de cine de Berlín, el presidente del jurado, el director Darren Aronofsky, al presentar el premio a la mejor película dijo: “las limitaciones a menudo inspiran a los narradores para hacer un trabajo mejor, pero a veces esas limitaciones pueden ser tan sofocantes que destruyen un proyecto y con frecuencia dañan el alma del artista. En lugar de permitir que su espíritu fuera aplastado y rendirse, en lugar de permitirse el llenarse de ira y frustración, Jafar Panahi creó una carta de amor al cine. Su película está llena de amor por su arte, su comunidad, su país y su audiencia. Así que el Oso de oro a la mejor película es para Taxi de Jafar Panahi”.
Pero Panahi no estaba ahí para recoger este premio. No le está permitido abandonar Irán. Es más, desde el 2010 se le prohibió hacer cine durante los siguientes veinte años. Así que su sobrina, Hana Saeidi, coprotagonista de la película, subió al escenario a recibir este galardón. El brazo en alto de esta niña con el oso dorado en su mano y sus lágrimas que le impidieron agradecer la distinción se difundieron de manera instantánea por todo el planeta. Berlín premiaba a un director que pese a la mordaza había logrado no solo hacer esta película, sino además arreglárselas para ponerla en competencia en este certamen.
Desde la sentencia que se le impuso “por actuar contra la seguridad nacional y hacer propaganda contra el estado”, y que incluye seis años de cárcel, pena que apeló, ya Panahi ha dirigido subrepticiamente tres filmes: el documental Esto no es una película (This Is Not a Film, 2011), codirigida con Mochtabá Mirtahmasp; Telón cerrado (Pardé, 2013), codirigida y protagonizada por Kambuziá Partoví –que ganó el Oso de plata al mejor guion en Berlín- y ahora Taxi Teherán (Taxi, 2015). Es obvio que ante un cine hecho con tanta precariedad y en condiciones de ilegalidad, se tienda a ser más condescendiente y a premiar semejante esfuerzo por encima de la calidad misma del filme, como una forma resonante de simbolizar el apoyo a la libertad de expresión y el rechazo a toda forma de censura.
Taxi Teherán es, sin embargo, un filme notable. El propio Jafar Panahi conduce un taxi al que le ha instalado una pequeña cámara en el tablero con la que filma a sus pasajeros dialogando con él –muy a la manera de Ten (2002), de Abbas Kiarostami. Lo interesante entonces es lo que dicen y cómo lo dicen. Con un mecanismo dramático de tal sencillez, uno supone que va a encontrarse con una suerte de documental anecdótico. Pero rápidamente se quiebra la imagen de realidad: el tercer pasajero que recoge -tras apearse un hombre y luego a una mujer- le dice al taxista-director al reconocerlo: -“Usted está haciendo una película, ¿verdad? El hombre y la mujer (…) eran actores, ¿verdad? ¿Sabes cómo lo supe? El último parlamento del hombre era muy parecido a la secuencia del café en su película Oro Carmesí, ¿no?”.
Como este pasajero no fue testigo del diálogo entre los dos primeros ocupantes del taxi, entendemos que Panahi quiere que de entrada sepamos que estamos ante una puesta en escena, una ficción en forma de falso documental que va serle útil para expresar ciertos dolores crónicos que le aquejan –a él y a la sociedad iraní- sin acudir a un panfleto político evidente. Panahi frente a la cámara luce tranquilo, sonriente, reflejando un buen talante y eso de entrada le da confianza al espectador, que no sabe en realidad cual será el rumbo del relato, pero que confía en su guía. Por eso el director selecciona tan bien a sus “pasajeros”, entre ellos una profesora que está contra de la pena de muerte; un recursivo dealer de películas y series de televisión piratas (pero de otro modo imposibles de ver en el país); un hombre herido en un accidente; dos ancianas supersticiosas; Nasrin Sotoudeh, una abogada defensora de derechos humanos y, claro, Hana, su sobrina. Además de sus testimonios donde se mezcla lo banal con el absurdo y la denuncia, estos pasajeros y otros personajes que aparecen muestran como las imágenes grabadas no solo nos rodean, sino que validan nuestra percepción visual: un testamento in articulo mortis registrado en un Smartphone, un robo capturado por un sistema de vigilancia y mostrado en una tableta, una cámara profesional grabando una boda, el video de una cámara digital capturando un momento casual que puede servir para un cortometraje…
Vuelvo a Hana porque no solo le añade su natural ternura y picardía al filme, sino que le sirve a Panahi de camarógrafa adicional –con su cámara digital- y es además la que más claramente expone lo absurdo de la censura a la que se expone un cineasta en Irán. La niña lee los requisitos para que un cortometraje que debe hacer –una terea escolar- sea adecuado (“distribuible”) y uno se sorprende con lo ortodoxo y radical de tales normas que buscan falsear la realidad. “Evitar el realismo sórdido” lee ella y entendemos porque el cine de Panahi es perseguido y su voz acallada.
Por eso el mejor homenaje que podemos hacerle a este cineasta incómodo y nada útil al gobierno iraní, es ver Taxi Teherán y apoyar -desde esta distancia geográfica- su carrera, pues pese a las condenas, las censuras y la cárcel, el destino de Jafar Panahi es rodar. Como un taxi por las calles.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.