Escuchar a quien no habla: Silencio, de Martin Scorsese

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“Y Dios, Dios también se quedaba en silencio como el mar. También se obstinaba en su silencio”
– Shūsaku Endō, Silencio

En la película de Ingmar Bergman, Luces de invierno (Nattvardsgästerna, 1963), conocida en España como Los comulgantes, el pastor luterano Tomas Ericsson está refugiado en su sacristía luego de dar la misa y de reunirse con una pareja que quería su asistencia espiritual y a quienes no supo consolar, incapaz de transmitir una fe que ya no siente. Tomas luce preocupado y enfermo. En la sacristía recibe la visita de Märta, una profesora de escuela con quien ha venido teniendo una relación tras la muerte de su esposa. Märta lo saluda y le pregunta cómo está. Este es el dialogo que sobreviene:

-¿Qué tienes, Tomas?
-No debería importarte.
-Dime de todos modos.
-El silencio de Dios.
-¿El silencio de Dios?
-El silencio de Dios.

Luces de invierno (Nattvardsgästerna, 1963)

Tomas, tras quedar viudo, sintió que nada importaba ya, se sentía vacío, sin sentido, muerto. Su fe se empezó a reducir a un rito externo, casi mecánico, a una liturgia repetitiva y carente de fuerza. Incapaz de dar una palabra de aliento y dudando de los dogmas de su iglesia, sentía que estaba solo, que Dios sencillamente no estaba con él, que lo había abandonado. Ahora la angustia y la desazón vital lo agobian: Tomas se está desmoronando por dentro. Luces de invierno fue el segundo largometraje de la “trilogía de la fe” que Bergman hizo en los años sesenta, precedida por Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961) y seguida por El silencio (Tystnaden, 1963). El propio Bergman decía que la primera era “la certeza conquistada”, la segunda “la certeza desvelada” y la última “el silencio de Dios-la huella negativa”. Más que una trilogía horizontal es una “reducción”, una escalera descendente donde cada vez hay menos esperanza y certidumbre.

Al final de Luces de invierno Tomas se da cuenta que no está solo, que también Jesús en la cruz sintió el mismo abandono y eso lo conforta. “¿Por qué me has abandonado?”, es el reclamo que hermana a este soberbio filme de Bergman con una película de Martin Scorsese, La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), que tiene a Jesús, su cabeza coronada de espinas, y su rostro y su cuerpo llenos de sangre, pidiendo en la cruz la presencia de su padre, reclamándole por el abandono al que ha sido sometido. “¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?”, exclama. En ese momento de la cinta hay un enorme silencio que rodea a Jesús, pero a sus pies aparece un ángel en forma de una niña que es quien lo conduce –en una polémica visión que muchos consideraron profana- a abandonar la cruz y a vivir como un hombre junto a María Magdalena. Solo en ese espejismo sus plegarias fueron atendidas. Después despertará, volverá a la cruz y su pasión continuará.

La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988)

Hay tres cruces en ese Gólgota, como hay tres cruces con tres hombres crucificados en Silencio (Silence, 2016), tres nuevas agonías, tres nuevos dolores. No son Cristo y dos ladrones, son tres humildes japoneses cristianos, condenados y martirizados por profesar secretamente esa religión en el Japón del siglo XVII y ser incapaces de renunciar a su credo. En las cruces, semi hundidos en el mar y a merced del oleaje y del sol, rezan, suplican y se entregan a Dios. A la distancia los observan dos jesuitas portugueses, Sebastião Rodrigues y Francisco Garupe, a los que estos campesinos moribundos y su comunidad han protegido y escondido. Los dos sacerdotes oran a la distancia mientras ven, llenos de impotencia, como las vidas de esos tres hombres se consumen sin traicionar su fe. Rodrigues escribe en una carta a su superior, cuando ya el último de los campesinos en morir es incinerado: “Padre Valignano, usted diría que sus muertes no fueron en vano. Que seguramente Dios escuchó sus oraciones mientras morían. ¿Pero, habrá escuchado sus gritos? ¿Cómo puedo explicar su silencio a estas personas, que han soportado tanto? Si necesito toda mi fuerza para entenderlo yo mismo”. Es, de nuevo, el silencio de Dios. Ese que acosaba e inquietaba a Bergman y que Scorsese ahora comparte.

Silencio (Silence, 2016)

Silencio fue originalmente una novela del japonés Shūsaku Endō publicada en 1966. Después del estreno de La última tentación de Cristo en 1988, el obispo episcopal de Nueva York, Paul Moore, le habló a Scorsese de ese libro y se lo obsequió días después. El director terminaría de leerlo al año siguiente, precisamente en Japón, cuando iba en tren rumbo a Kioto para hacer el papel de Van Gogh en Sueños (Yume, 1990) de Akira Kurosawa. Entendió que debía llevar esa novela al cine. Al regresar se hizo a los derechos del libro, pero pese a su interés no sabía cómo convertirla apropiadamente en un guion. Los años y las películas pasaron, pero ese proyecto nunca dejó de estar presente en su mente. Preparó un borrador junto a su amigo y colaborador Jay Cocks, que estuvo listo apenas en 2006 y en ese momento empezó un dispendioso proceso de negociaciones con productores y actores que parecía inacabable e insoluble, y que incluyó demandas y acusaciones por incumplimiento de contratos. Por fin la cinta pudo hacerse y estrenarse a finales de 2016, 28 años después de haber sabido Scorsese del libro.

Silencio (Silence, 2016)

“Mirando en retrospectiva, pienso que este largo proceso de gestación se volvió una forma de vivir con la historia y vivir la vida –mi propia vida- alrededor de ella. Alrededor de las ideas del libro. Y fui provocado, por esas ideas, a pensar más respecto a la cuestión de la fe. Miro hacia atrás y veo todo en mi memoria como una especie de peregrinaje, eso es lo que siento”, declaraba Scorsese en entrevista con el sacerdote jesuita Antonio Spadaro en la Civiltà Católica. El realizador contó con muchos asesores religiosos, y él mismo resalta a David Collins, S.J., historiador de la Universidad de Georgetown, y Shinzo Kawamura, S.J., de la Universidad Sofía de Tokio. Además el padre James Martin, S.J., trabajó con el actor Andrew Garfield en la realización de los ejercicios espirituales de San Ignacio. Silencio se rodó en Taiwán entre enero y mayo de 2015, con un equipo técnico comandado por el cinematografista mexicano Rodrigo Prieto.

A diferencia de las dos filmes previos que Scorsese ha hecho con temas espirituales –La última tentación de Cristo y Kundun (1997)- esta vez no se trata de la vida de un líder religioso, sino de la crisis personal de un hombre dedicado a la Iglesia que ve tambalear su fe. Los jóvenes jesuitas Rodrigues y Garupe (interpretados respectivamente por Andrew Garfield y Adam Driver) están en Japón buscando a su mentor, el padre Cristóvão Ferreira (Liam Neeson), un sacerdote que vio como torturaban a los miembros de su comunidad y tomó la decisión de abjurar de su religión y vivir según las costumbres japonesas. La película tiene el punto de vista de Rodrigues, y la narración sigue las líneas de la carta que le dirige a su superior y la de sus pensamientos y reflexiones.

Silencio (Silence, 2016)

Lo que ambos encuentran al llegar subrepticiamente a Japón es un cristianismo violentamente reprimido, y por lo mismo, oculto y atemorizado. Poco hay de lo que sembró San Francisco Javier en el siglo XVI, ya no hay tolerancia ni aceptación frente al catolicismo. Los núcleos de creyentes que se encuentran –los Kakure Kirishitan- son villas de campesinos muy pobres y abandonados, que buscan respuestas a sus plegarias y a sus temores. Para ellos la presencia de los dos sacerdotes es un bálsamo, luz por fin entre tanta oscuridad. Rodrigues los observa con compasión y con dolor. “¿Por qué tenían que sufrir tanto? ¿Por qué Dios los hizo soportar tanta carga?”, se pregunta. Y si nos vamos directamente al texto de Shūsaku Endō, también leeremos las palabras de Rodrigues: “Esta tierra negra de Japón estalla de gemidos cristianos y corre la sangre roja de los misioneros y se van derrumbando las torres de las iglesias, Dios tiene delante las víctimas de este horrible sacrificio inmoladas a él, y aún continúa en silencio”. El sacerdote a la vez se asombra y se maravilla ante la enorme fe de esas personas, ante su capacidad de soportar la persecución solo aferrados a la esperanza de un paraíso más allá de la muerte, pese a un Dios que calla.

Silencio (Silence, 2016)

Rodrigues se da cuenta de la paradoja: su presencia entre ellos los conforta, pero también los pone en peligro. El haber adoptado la doctrina católica que los jesuitas les llevaron les da esperanza, pero a su vez los convierte en víctimas, en perseguidos. Cuando las autoridades japonesas militares –el Shogunato- torturan y matan a los conversos, Rodrígues empieza a preguntarse si esos sacrificios valen la pena. Y cuando él mismo es sometido a una desgastante tortura sicológica se enfrentará a un dilema moral que lo supera. ¿Vale su fe la vida de esas personas? ¿Renunciar a su fe para salvarlas no es demasiado sacrificio? ¿No fue inútil llevar el cristianismo a Japón e intentar imponerlo? Como Tomas en Luces de invierno, Rodrigues se desintegra espiritualmente. La apostasía que se le pide no es “una mera formalidad” es la renuncia a la base de su credo como sacerdote, es un viaje sin retorno, es una traición a sí mismo. Por eso sufre, por eso su lucha consigo mismo.

El núcleo de Silencio es ese dilema personal, la imposibilidad de salvarse sin sacrificar a los otros, o de salvarlos sin condenarse él: esa es su pasión. Tal disyuntiva espiritual convierte a la película en una experiencia reflexiva intensa, pero demandante. Nos obliga a adoptar la perspectiva de un hombre de fe que tiene que someterse, que tiene que renunciar. Para su consuelo, aquí aplican las palabras del ángel de la guarda que se le apareció a Jesús crucificado en La última tentación de Cristo: “Tu padre es el Dios de la misericordia, no del castigo”. Ese Dios misericordioso y compasivo no está exactamente en silencio. Quizá no hable, pero actúa, acompaña, da fuerzas. Nos permite sentir y dar amor, entregarnos a los demás, ser testimonio de vida, ser vida.

Silencio (Silence, 2016)

Rodrigues antes que ser apóstata lo que hizo fue confiar en un Dios que se manifiesta a través de la vida y no por medio de íconos. Eso fue lo que Rodrigues tuvo que aprender. A escuchar a quien está presente, pero no pronuncia palabras por sí mismo. La lección fue dolorosa: “Incluso si Dios hubiese estado en silencio mi vida entera, hasta el día de hoy, todo lo que sé, todo lo que he hecho, habla de él. Fue en el silencio donde escuché Tu voz”.

Publicado en el suplemento “Generación” del periódico El Colombiano (Medellín, 19/03/17), págs. 4-6
©El Colombiano, 2017

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