Simple Songs: Juventud, de Paolo Sorrentino
Si La gran belleza (La grande bellezza, 2013) fue una reflexión sobre el desmoronamiento social de la Italia de hoy, comparándolo con el que atestiguó Federico Fellini en La dolce vita (1960), la nueva película de Paolo Sorrentino es una mirada al mismo fenómeno pero desde una perspectiva personal: la del natural deterioro físico y mental que dejan los años. Se llama Juventud (Youth / La giovinezza, 2015) y se refiere entonces a la juventud desde la carencia, desde la inevitable decadencia.
La mirada de Sorrentino está teñida de patetismo antes que de compasión. Parece querer decirnos que envejecemos para volvernos olvidadizos, tercos e incapaces de ver el ridículo que hacemos al pretender convencernos que seguimos vigentes y vigorosos. Para contarnos eso nos lleva a un spa y sanatorio suizo que es refugio de los ricos y famosos, y ya ahí nos presenta a dos de sus huéspedes: un afamado director de orquesta y compositor inglés ya hace años retirado, Fred Ballinger (Michael Caine en la piel de Toni Servillo, que quizá era demasiado joven y demasiado italiano para lo que Sorrentino pretendía), que está de vacaciones junto su mejor amigo, el director de cine norteamericano Mick Boyle (Harvey Keitel), que se ha refugiado ahí con cinco jóvenes guionistas para escribir una película. A ambos los une una relación de camaradería muy antigua y estrecha, tanto que la hija de Fred es la esposa del hijo de Mick.
En ese sitio los rodean espectros diversos: una joven estrella del cine de Hollywood, un astro cincuentón del fútbol argentino y mundial, la actual Miss Universo, un par de niños, un monje budista, una adolescente que se prostituye, y una enorme cantidad de ancianos plenos de arrugas, flaccideces y dolencias, envueltos en sus blancas salidas de baño. La mayoría de los ahí presentes ya son fantasmas, simplemente aún no lo saben.
Como Sorrentino ha encontrado en Fellini el modelo formal y temático a seguir, el antecedente de Juventud es 8 ½ (1963), el filme donde Marcello Mastroianni encarnaba a Guido Anselmi, un director de cine con un bloqueo creativo y una crisis personal que lo llevan a huir para hallar refugio en un spa donde espera encontrar entre las termas la cura a sus males físicos y espirituales. Sorrentino divide el personaje de Anselmi en dos: Fred tiene su desazón, mientras Mick es el director de cine que no logra encontrar el final para su película-testamento.
Lo que Sorrentino conserva indivisible es el vacío que Fellini inyectó a su personaje. A Fred ya nada lo mueve, su presencia en ese spa es una rutina anual que hace veinte años honra. Su esposa está en un hospicio en Venecia, pero bien podría estar muerta. Mick no acepta que su tiempo como realizador ya pasó, que sus películas ya no son lo que eran antes, que depende del “sí” una diva para seguir haciendo su cine. Fred se rindió a la abulia, a Mick van a ponerle los pies en la tierra. Y eso es difícil de tolerar.
Sorrentino deja a los protagonistas de Juvenud vagar y divagar: hablan de sus problemas urinarios y prostáticos, de sus muy antiguos amores, de la memoria que se les escapa, de algunos recuerdos fijos en su cabeza, de la belleza femenina que jamás dejarán de admirar. Se dejan hacer exámenes médicos, masajes, terapias con barro y con piedras, baños termales, saunas… una suerte de ritual que no conduce a nada, pero que disfrutan. La película bien podría estar teniendo lugar en el infierno o en el purgatorio de cada uno, tal es la repetitiva mecánica de sus actos allí y la malévola y sospechosa naturaleza de sus acompañantes.
Sensación esta última que el filme refuerza con su galería de rostros imperfectos y particulares que Fellini hubiera aprobado. Sorrentino tiene un alto sentido estético y esos rostros los integra a una puesta en escena exuberante y chillona, que aumenta la ridiculez de un sitio y una situación como esta. En eso Juventud es de una belleza perfectamente dispuesta para impresionar y a la vez repeler: se admira el lujo y los paisajes, pero a la vez se siente la artificialidad de todo este tinglado médico-reparativo-vacacional preparado con puntilloso esmero para darle ilusión de juventud al que tenga con que pagar por ella.
Termina este filme y uno queda esperando cierta epifanía que dé sentido a la apatía de Fred, algo que justifique sus días en ese spa. Aceptar dirigir un último concierto ante la corona británica se antoja una concesión cansada antes que una liberación. Tampoco ninguna de las conversaciones que sostuvo con su hija, con Mick o con el actor de cine alivió en algo su desasosiego vital o le dio alguna luz.
Quizá la respuesta es que no hay ninguna, que así como llegamos –desnudos e ignorantes de todo– nos vamos. Que todo lo demás es ruido, el ensordecedor bullicio que precede al silencio final. Ese sí, sin fin.