Sin Dios en las alturas, sin ley en las planicies
Espuelas afiladas, cantinas ruidosas, bolas de heno recorriendo la desolación de los pueblos, forajidos y alguaciles… La estética y los escenarios son prácticamente los mismos: ¿qué diferencia entonces al género italiano del spaghetti western de su primo norteamericano?
“Es como jugar a los indios y los vaqueros”, le dice el tendero a un taciturno forastero, proveniente de San Miguel, que ha acogido en su rancho. Ambos ven, a la distancia, cómo unos bandidos, haciéndose pasar por militares norteamericanos, emboscan a una tropa mexicana y se apoderan de su oro. El forastero es Clint Eastwood –un pistolero de gatillo fácil y pocas palabras–, San Miguel hace parte del universo de Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964), y la frase del tendero aplica sin dificultad a todo el spaghetti western: estamos ante un juego, ante una recreación ficticia, paródica y violenta de un género tan emblemático del cine norteamericano como lo fue el western. Pero en una extraña voltereta, esa parodia terminó generando todo un subgénero e influyendo en futuros realizadores –Tarantino es el mejor ejemplo- que veían en su estética sucia y descuidada, en su música inconfundible y en sus brochazos de comedia gruesa, una vanguardia digna, a su vez, de imitar.
El western norteamericano clásico –piensen en títulos como Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) de John Ford, Solo ante el peligro (High Noon, 1952) de Fred Zinnemann o Río Bravo (1959) de Howard Hawks– giraba en torno a la formación de un mito nacionalista: el de la conquista y pacificación de los territorios del oeste, gesta que se logró fundamentalmente gracias al imperio de la ley. La figura del sheriff, del alguacil, del comisario y de las tropas de caballería constituye el sujeto central alrededor del cual gira la sociedad. La ley es la que provee orden, seguridad, progreso y el respeto por la propiedad privada. Al margen de ella están los forajidos, los renegados, los jugadores, los contrabandistas, los cuatreros y, claro, los nativos. La perspectiva del western es siempre la de la supremacía blanca enfrentada a las fuerzas primitivas y caóticas de los indios, que deben ser puestos a raya para asegurar la prosperidad de la civilización. La muerte individual o la matanza colectiva de comunidades enteras de indios se justificaban en aras de la paz y de la tranquilidad; eran necesarias para dar cumplimiento a su “destino manifiesto”.
Ya de por sí el western clásico era una abstracción, una sublimación de lo ocurrido en esa actividad expansionista del siglo XIX, que sin duda fue mucho menos armoniosa de lo que la iconografía del cine de Hollywood nos ha enseñado. Los filmes se convierten en una celebración de la capacidad de la ley para tener todo bajo control: alrededor de la comisaría, la cárcel y el juzgado crecen las poblaciones con taberna, burdel, herrería, almacén, oficina de correos e iglesia. El ferrocarril es el símbolo máximo del progreso. Por eso las películas transcurren en una tensión permanente entre ese orden social impoluto y las fuerzas del caos, representadas por los pistoleros a sueldo, los asaltantes, los fugitivos y los indios. Los vecinos del sur hacen parte del servicio doméstico, son peones o militan en las filas de “los malos”. Difícilmente se les concedía otro rol.
Por eso el héroe era el representante de la ley: Wyatt Earp (Henry Fonda), el alguacil Will Kane (Gary Cooper), el sheriff John T. Chance (John Wayne), el capitán Kirby York (Wayne)… y una larga lista de servidores públicos que arriesgaban su vida enfrentándose a bala con unos sujetos que los superaban muchas veces en número, pero que resultarían derrotados tarde o temprano, pues la justicia en últimas no iba nunca a perder la majestad de su brillo. De ahí que sean menos frecuentes –y quizá por eso mismo tan notorios– los westerns donde el protagonista está del otro lado: el taciturno Jimmie Ringo (Gregory Peck) de El pistolero (The Gunfighter, 1950), el caza recompensas Howard Kemp (James Stewart) en The Naked Spur (1953), el prófugo Ringo Kid (John Wayne) de La diligencia (Stagecoach, 1939) o el peligroso Ben Wade (Glenn Ford) en 3:10 to Yuma (1957). Entre ambos extremos se balanceaba el drama del western, un drama violento pero igualmente abstracto. El Código de Producción que operaba en Hollywood en esas décadas impedía la descripción grafica de un acto tan violento como un asesinato. De ahí que las balas herían (a los buenos) y mataban (a los malos), pero la sangre no brotaba y la agonía era más un acto teatral que real.
Entendidos esos códigos –doctrinarios, racistas, misóginos, xenófobos, todo hay que decirlo– el género floreció y transcendió la anécdota para volverse un espejo de las incertidumbres y los temores humanos. Grandes realizadores dieron profundidad y densidad psicológica a unas historias aparentemente de fórmula, pero que en sus manos devinieron en complejas narraciones teñidas de heroísmo, y también de pesimismo, dolor y derrota. Howard Hawks en Red River (1948), Anthony Mann en Winchester ’73 (1950), John Ford en Más corazón que odio (The Searchers, 1956) o Budd Boetticher en Seven Men from Now (1956) ejemplifican al western entendido como manifestación artística cinematográfica de gran altura.
El spaghetti western (llamado así por su producción predominantemente italiana) surge cuando ya el género estaba en el ocaso, tanto de taquilla como temático –es la época del nostálgico western crepuscular de los años sesenta– y Hollywood comenzaba a mirar hacia otra parte. Mientras tanto, en Europa eran populares las versiones del western del español Joaquín Romero Marchent y del austriaco Harald Reinl, con sus adaptaciones de novelas de Karl May, protagonizadas por el apache Winnetou y su hermano de sangre, el blanco Old Shatterhand. El italiano Sergio Leone (1929-1989), con su trilogía del “hombre sin nombre”, bebe de esa tradición europea y se propone crear una estética en la que destila los elementos temáticos del western norteamericano, excluyendo en el proceso todo lo mítico y épico, y dejando el núcleo básico de esos relatos: el núcleo violento y anárquico.
Leone se va a rodar a Almería, en España, y en ese paisaje desértico encuentra un nuevo universo para el western. Uno donde la primera víctima es, precisamente, la ley. En sus filmes el protagonista ya no es el garante de la justicia y el orden social. Esa figura o no existe, o es un títere bajo las órdenes de los poderosos. Al no haber un representante de la ley, tampoco existe la estructura social a su alrededor. Imperan entonces el caos y la supremacía del más fuerte. En la ya mencionada Por un puñado de dólares y en las subsiguientes Por unos dólares más (Per qualche dollaro in più, 1965) y El bueno y el malo y el feo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966) son los criminales, asaltantes, traficantes y buscavidas los que imponen sus condiciones. Leone pretende –aprovechando la arquitectura española de algún poblado de Almería– situar la acción de sus filmes en la frontera entre Estados Unidos y México, un sitio donde van a parar los que huyen, los renegados, los milicianos y los cazarrecompensas. Más que un pueblo estructurado lo que vemos es lo que queda de un lugar tras haber sido arrasado por sucesivas pandillas que hicieron huir a sus pobladores. Hace calor, todo luce sucio, descuidado y ruinoso, olvidado por Dios y por la fortuna. Quizá el poblado más lúgubre de este nuevo far west no lo mostró Leone sino Sergio Corbucci en Django (1966). Se trata de un pueblo de suelo de barro húmedo y oscuro, solo ocupado por las habitantes de un burdel, abandonado por todos los demás, y ahora en manos de la secta racista de un mayor sureño que –rostros cubiertos a la usanza del Ku Klux Klan– se dedica a “cazar” mexicanos por deporte.
En ese ambiente el nuevo héroe de este cine tiene tantas máculas como todos los demás y usualmente arrastra las heridas de un pasado doloroso. Solo se diferencia de “los malos” por algún rasgo de bondad o por no tolerar la injusticia, pero sus intenciones distan de ser diáfanas. Para encarnarlo Leone contó, luego de descartar a Henry Fonda, Charles Bronson y James Coburn, con un joven actor norteamericano llamado Clint Eastwood, conocido por su papel de Rowdy Yates en la serie de televisión Rawhide, que trataba sobre las aventuras de unos vaqueros que llevan un enorme rebaño de ganado desde Texas hasta Missouri. El personaje que Eastwood interpretó en la trilogía de Leone no tiene nombre, ni pasado, ni destino. Es un hombre que lleva un poncho y fuma un estilizado tabaco. Su único don es su rapidez para disparar. En Por un puñado de dólares es un avivato que se aprovecha de dos grupos rivales para destruirlos mutuamente y quedarse con su dinero (es en realidad un remake de Yojimbo de Kurosawa), en Por unos dólares más es un cazarrecompensas que termina aliándose por necesidad con su archienemigo (el gran Lee Van Cleef) y en El bueno, el malo y el feo tiene un lucrativo negocio con un bandido (Eli Wallach) para cobrar una y otra vez el precio que han puesto a su cabeza.
Para lograr sus fines debe enfrentarse a todos los que se atraviesen en su camino. Y va a hacerlo sin importarle el sufrimiento físico que deba infringirles. En ese aspecto el spaghetti western dista de ser sutil. Mientras más esperpénticas sean la agonía y la muerte del contrincante, mejor. Este tipo de cine hace honor a la tradición de la serie B, de la que se origina, y por ello no busca la verosimilitud sino la exageración que subraye el artificio: la sangre es evidentemente artificial, las explosiones son calculadas, las torturas se antojan medievales, los gestos de dolor rayan con el ridículo. Eastwood, torturado hasta el infinito, tiene alientos todavía de hacer caer un enorme tonel por una rampa y con él “aplastar” a sus carceleros en Por un puñado de dólares. El Django sin cadenas (Django Unchained, 2012) de Tarantino llevó al extremo de la estilización esta violencia artificiosa, pero todo lo que hizo partió de este tipo de cine.
Estas películas no pretendían trascender sino impresionar, y lo lograron gracias a la ultra violencia –al extremo de ser risible– que exhibían. Cabe mencionar que a la presencia varonil de Eastwood se oponía la exagerada y grotesca fealdad de sus opositores –mexicanos de mala catadura, polvorientos soldados renegados, hirsutos forajidos tostados por el sol– resaltada por los primerísimos planos con los que Leone solía adornar su cine. La banda sonora también era un elemento clave en la subversión del western que pretendía Leone y ahí el maestro romano Ennio Morricone tuvo un papel clave. Aunque ambos fueron compañeros de clase en el colegio, Leone no lo recordaba y volvieron a verse ya adultos cuando los productores de Por un puñado de dólares se lo recomendaron para musicalizar este filme. Morricone venía de hacer la banda sonora de Gunfight at Red Sands (Duello nel Texas, 1963) de Ricardo Blasco, que Leone encontró poco satisfactoria. Sin embargo, juntos exhibieron una libertad creativa inédita.
Si algo de veras hace que esos largometrajes sean obras para recordar es la música de Morricone, quien compuso unas melodías distintivas para cada filme haciendo experimentos sonoros en los que mezcló voces humanas –imitando aullidos de coyotes– con guitarras eléctricas, trompetas, pianos, disparos de cañones, silbidos y latigazos. El efecto es que asociemos de inmediato la música con la película, sobre todo con las secuencias de créditos que, en Por un puñado de dólares y en El bueno, el malo y el feo, son curiosamente psicodélicas: un fondo rojo con siluetas blancas de cowboys, trenzados en duelo y disparando. Este estilo musical fue objeto de amplia imitación, incluso el cover que el norteamericano Hugo Montenegro hizo de “El bueno, el malo y el feo” llegó al tope de las listas musicales en 1968, lo que no logró la versión original.
La trilogía de Leone y todas las cintas posteriores de este director contaron con la banda sonora del maestro, pero el culmen del trabajo de ambos lo constituye el clímax de El bueno y el malo y el feo, compuesto por dos secuencias consecutivas. La primera es cuando Tuco (el feo) encuentra el cementerio en una de cuyas tumbas está enterrado el botín que ha buscado toda la película. La ansiedad de encontrar –entre un mar de cruces dispuesto alrededor de una plaza central– a Arch Stanton, el nombre del fallecido en cuyo ataúd está el dinero, lo refleja Leone con unos planos generales que muestran a Tuco corriendo desesperado mientras suena L’Estasi Dell’Oro de Morricone con la voz de la cantante lírica Edda Dell’Orso y un acompañamiento orquestal completo. Hay algo fantasmagórico en esa composición que suena precisamente en un lugar construido para recordar a los que se han ido. El afán y el desespero del bandido se van convirtiendo en un giro permanente de la cámara de derecha a izquierda, al punto de distorsionarse toda la imagen. Cuando encuentra la tumba, la música cesa de repente. Ahí se reunirán por fin el bueno, el malo y el feo y en el redondel de la plaza de ese cementerio tendrá lugar el duelo entre los tres. Leone los sitúa equidistantes uno del otro y en una magistral demostración de sus habilidades para el montaje empieza con planos generales de la perspectiva de cada uno, para luego centrarse únicamente en los rostros, las miradas y las manos prestas a disparar. Cada vez estamos más cerca de los ojos, cada vez los planos son más rápidos, cada vez nos acercamos más al momento de que disparen. No hay ni una sola palabra en ese duelo a muerte. Toda la atmósfera queda en manos de Morricone que para esta secuencia compuso Il Triello, una melodía con acordes de guitarra, castañuelas y un solo de trompeta, que es el acompañamiento perfecto para una secuencia perfectamente ejecutada por Leone e interpretada con altura por Eastwood, Van Cleef & Wallach.
Los spaghetti western que surgieron a la sombra del gran éxito de la trilogía del “hombre sin nombre” trataron de imitarla en los aspectos externos más notorios: el aspecto caucásico de Eastwood y su asombrosa habilidad con la pistola. Sergio Corbucci encontró en Franco Nero el modelo perfecto para encarnar a ese fantasmagórico Django, un exsoldado de la Unión que arrastra siempre un ataúd. Corbucci volverá a contar con él en Il mercenario (1968), donde interpreta al polaco Sergei Kowalski; otro hombre atractivo fue Giuliano Gemma, protagonista de Una Pistola per Ringo (1965) y Il ritorno di Ringo (1965); de igual forma la apostura del actor veneciano Terence Hill sería ampliamente explotada desde Me llaman Trinity (Lo chiamavano Trinità…, 1970) de Enzo Barboni, en la que hizo pareja con el gordo Bud Spencer, con quien ya había trabajado previamente. Ambos tuvieron una larga asociación cómica –dentro y fuera del western- que le hizo un tremendo daño a este tipo de cine, que se convertía ya en parodia de una parodia. Una cosa es disparar como Eastwood y otra es matar a dos tipos disparando hacia atrás, sin mirar y sin apuntar, como lo hizo Trinity (Hill) en la película de Barboni cuando rescata a un mexicano de un par de cazarrecompensas. El director Tonino Valerii también contaría con Hill para Mi nombre es nadie (Il mio nome è Nessuno, 1973), filme con el que compartió créditos protagónicos con Henry Fonda.
Tras varios años de jugar a los indios y los vaqueros, hacia mediados de los años setenta los realizadores de spaghetti western se dieron cuenta de que el ataúd que Django arrastraba era para depositar ahí el cadáver de este género y procedieron a darle respetuosa sepultura. Dice la leyenda que Clint Eastwood estuvo en el funeral, juró vengarse y vivió para cumplir su palabra.
Publicado en la revista El Malpensante No. 162 (Bogotá, marzo de 2015), págs. 48-53
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