Una enfermedad hereditaria: Sin nada que perder, de David Mackenzie

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“He sido pobre toda la vida. También mis padres, y sus padres. Es como una enfermedad que se transmite de generación en generación. Se vuelve una enfermedad. Infecta a todas las personas que uno conoce, pero no a mis hijos. Ya no”, le explica Toby Howard al ex Ranger Marcus Hamilton en la secuencia final de Sin nada que perder (Hell or High Water, 2016). Es una suerte de justificación, es una especie de confesión, de catarsis meditada. Hemos visto en todo el metraje previo las consecuencias de esa pobreza, de esa enfermedad crónica que afectó a Toby, a su hermano Tanner, a la madre de ambos, al pueblo texano en el que viven, a toda la región, a todo el estado, a todo Estados Unidos y a medio mundo. Ahora era el momento de verbalizarlo.

Sin nada que perder (Hell or High Water, 2016)

Los coletazos de la burbuja inmobiliaria y de la quiebra de las bancas de inversión de ocho años atrás siguen afectando al ciudadano de a pie y eso lo evidencia este filme en los anuncios de cierre de negocios por quiebra, de venta o remate de propiedades raíces, en la desolación y en el abandono de esos pueblos redneck texanos. En el comentario político, este filme me hizo evocar a Mátalos suavemente (Killing Them Softly, 2012), de Andrew Dominik: uno no tiene que hacer un panfleto explicito para que el espectador capte el mensaje acusador. A veces la crítica al estado de las cosas está implícita en todo el drama que la película genera y eso ocurre –inteligentemente- en Sin nada que perder.

Por eso la historia de dos asaltantes de poca monta (interpretados por Chris Pine y Ben Foster) que roban bancos locales, genera entre los habitantes, e incluso entre las autoridades, cierta solidaridad disfrazada de apatía o de tolerancia. Todos se saben víctimas de un sistema bancario que no tiene compasión y por eso si surgen dos Robin Hood que hacen justicia por su propia mano no ven en ello algo muy diferente a una compensación. Hasta que aparecen los muertos y la violencia pasa a otro nivel.

Sin nada que perder (Hell or High Water, 2016)

Sin embargo, pese a los crímenes que atestiguamos y a la psicopatía de uno de los asaltantes, Sin nada que perder es una película construida también como una comedia de costumbres, que busca lucrarse ingeniosamente de la idiosincrasia texana, de su aprecio por las armas, de sus nada olvidadas épocas del far west. Los hermanos Coen hubieran hecho maravillas con este guion de Taylor Sheridan, que remite directamente, en la descripción del comportamiento de las autoridades, a Fargo (1996) y a Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007). Es más, la presencia de Jeff Bridges, uno de los actores a quienes los Coen más aprecian, como el Ranger Marcus ayuda a esa identificación. La similitud llega hasta ahí porque los Coen no hacen reflexiones políticas, sociales o familiares y Sin nada que perder sí lo hace.

Este, el noveno largometraje del director escocés David Mackenzie, es un western contemporáneo, una inesperada comedia, un drama sobre la relación entre dos hermanos, una denuncia a la rapiña financiera y una reflexión sobre lo que implica envejecer. Es todo eso y algo más: una excelente película.

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