Sin remedio: Los amantes, de James Gray
No tenemos remedio. Tarde o temprano sucumbimos ante los designios de la pasión. Leonard, el protagonista de este filme, es una víctima más. Pasa de una irrealidad solitaria y de un sonambulismo de ojos abiertos, al desequilibrio desprovisto de certezas y lleno de mariposas en el estómago que da el amor. Y como la vida no es como nosotros queremos sino como ella quiere, entonces tiene de repente frente a sí a dos mujeres, las Two Lovers del título original de esta película del sorpresivo James Gray, un autor sin fortuna entre nosotros. Su obra previa –Los dueños de la noche (We Own the Night)- tuvo un fugaz y silencioso tránsito por la cartelera local.
Esas dos mujeres, Sandra y Michelle, representan dos mundos, dos formas de ver la vida. La primera simboliza a la familia, a la tradición, a la seguridad maternal. La segunda encarna la pasión loca, autodestructiva y feroz que es capaz de incendiar todo a su paso. Es obvio suponer cual atrae más a Leonard (interpretado con soberbia confusión afectiva por Joaquin Phoenix, en su tercera colaboración con este director), un hombre que se ve sacudido por el veneno que el elixir del amor trae a su espíritu. Sabe que se equivoca, sabe que va a sufrir, sabe que eso no va a resultar. Lo sabe él, lo saben todos lo que alguna vez han sentido esa sed insaciable del deseo. Y si embargo, allá va Leonard –voluntariamente- rumbo a una hoguera en la que quiere arder.
La de Leonard no es una vida fácil: arrastra penas románticas, ha intentado acabar con esa existencia gris que lleva, vive con sus padres, no tiene un empleo estable distinto a colaborar con el negocio familiar y su afición por la fotografía necesita que alguien la descubra y la aliente. Pero James Gray no nos cuenta eso para que sintamos lástima por él, lo hace para sazonar aún más el suculento melodrama que está preparando para nosotros. Buscando no caer –ni hacernos caer- en ninguna trampa sentimental, el director y coguionista toma distancia de su protagonista y sólo al final sabremos de la enorme compasión que siente por él, ofreciéndole una salida si no digna, por lo menos llena de resignada aceptación frente a lo que la vida le ofrece. Los Rolling Stones lo tienen claro cuando cantan You can’t always get what you want.
Gray bebe de dos fuentes para construir su relato. Una es el Hitchcock de La ventana indiscreta (1954) y la otra son las historias de amour fou que nos contó Truffaut en películas como La piel suave (1964) y La mujer de al lado (1981). La relación con Hitchcock es tan bella como obvia: Leonard es fotógrafo y Michelle es su vecina. Ambos se ven y se comunican a través de las ventanas que dan a un patio interno. Se espían y se anhelan mientras se miran a lo lejos. Gray nos muestra los ojos de Leonard, ensimismados en el objeto de su deseo. Qué enorme fuerza dramática hay ahí, en esa mirada enferma, obsesiva, incapaz de encontrar un alivio distinto a los labios de su amada. La planificación de Gray en esos momentos se asemeja a la de La ventana indiscreta, pero al final hay un plano de Michelle en su balcón enrejado que nos evoca la imagen de María (Natalie Wood) en West Side Story (1961), cuya malhadada historia de amor nos anticipa lo que podría pasar aquí.
El resto de la película tiene el tono trágico de las historias de Truffaut –aunque con visos más operáticos- en la irreflexiva conducta de Leonard, cegado por los misterios de la pasión. No lo juzgamos. Quien haya amado no podría hacerlo.
Publicado en la revista Arcadia No. 57 (Bogotá, junio de 2010). Pág. 44
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