Sir John Gielgud, 1904-2000
Está a punto de concluir En busca de Ricardo III (Looking for Richard), el documental que Al Pacino dirigiera en 1996. Pacino dice «amo el silencio», y repite la frase mientras mira a John Gielgud, que ríe discreto. «Después del silencio, ¿qué más hay? ¿Cuál es la línea?» -pregunta, mientras con voz en off, Gielgud responde: «el resto es silencio». Sus palabras se anticipaban a las lluvias de mayo de 2000, esas que en pleno invierno de nuestro descontento se llevaron al último actor británico de estirpe shakespereana que habitaba aún entre nosotros. Al morir, Sir John Gielgud se unió a Laurence Olivier y a Ralph Richardson para conformar un singular trío de caballeros de la corona, que defendieron con ardentía el honor de su reina, ya no en el campo de batalla, sino en las tablas, el cine y la televisión. Ahora el silencio se ha establecido para siempre.
Tercer hijo de una familia de estirpe teatral, Gielgud hizo su debut en los escenarios a los 17 años, diciendo una única línea en Enrique V en el Old Vic Theater. Pero esa primera asociación con Shakespeare marcaría su vida: su primer Hamlet de 1930 se extendería hasta el Próspero que interpretara para Peter Greenaway en Prospero’s Books de 1991, en un largo camino que incluyó el personificar a Romeo, Casssius, Julio César, Benedick, Jorge el Duque de Clarence, Leontes, Antonio y Ricardo II.
El cine lo acogió en 1924, cuando todavía era un arte sin sonido, para hacer parte de Who is the Man? Hitchcock lo hizo protagonista de The Secret Agent (1936), pero al carecer del prototipo del galán de celuloide, su carrera se nutrió de personajes de carácter, secundarios en participación pero nunca en calidad. Su hermosa voz fue muchas veces narradora y personaje, cuando se le requería como el fantasma en Hamlet, o dando vida a la voz del rey Arturo o del mago Merlín: había algo digno en esa voz grave, algo indefinible pero cercano a la realeza. Sin embargo, como Hollywood es cruel, allá se le recuerda por su papel de Hobson, el imperturbable mayordomo de Dudley Moore en Arthur (1981), el único rol por el que alguna vez ganó un Oscar.
Pero para hacerle justicia, a John Gielgud hay que recordarlo como Luis VII enfrentado a Richard Burton en Becket (1964), como el papa Pablo IV en Elizabeth (1998) o como el padre de Jeremy Irons en ese clásico televisivo que es ya Brideshead Revisited, o a las órdenes de directores tan disímiles e interesantes como Alain Resnais (Providence, 1977), Orson Welles (Campanadas a medianoche, 1965), David Lynch (El hombre elefante, 1980), Richard Attenborough (Gandhi. 1982) o Jane Campion (Retrato de una dama, 1996), filmes que ennobleció con su presencia y su capacidad interpretativa.
En 1925, Gielgud hizo su primer papel protagónico, como Trofimov en La orquídea cereza de Chéjov. Sesenta y siete años después -y cerrando un circulo vital- vuelve a interpretar a un personaje del dramaturgo de Taganrog, esta vez a Svetlovidov en El canto del cisne (Swan Song, 1992), un cortometraje que filmara Kenneth Branagh, otro hombre del cine muy cercano a Shakespeare. Allí Gielgud interpreta a un anciano actor que ante un teatro vacío sube a escena a rememorar los personajes de Shakespeare que ha hecho en su carrera, en un emotivo monólogo cuyo simbólico título no deja lugar a dudas. «La única tristeza es que tantos de mis contemporáneos se hayan ido. La mayoría de los actores que conocía bien y con los que había trabajado han muerto». Ya John Gielgud terminó de contarnos su vida y ha bajado del frágil escenario del que todos descenderemos alguna vez. Nuestros aplausos lo aguardaban.
Próspero: Nuestro regocijo ha terminado ahora. Estos nuestros actores, como predije, eran todos espíritus y se han disuelto en el aire, en el aire delgado. Y como el material sin bases de esta visión, las torres cubiertas por nubes, los bellos palacios, los templos solemnes, el propio globo, todo lo que heredó, se desvanecerá. Y como este insubstancial desfile marchito, no dejará rastro. Somos del material del que se hacen los sueños. Y nuestras pequeñas vidas terminan con un sueño.
-La tempestad, 4° Acto, 7a Escena
Publicado en la Revista Kinetoscopio no. 54 (Medellín, vol. 11, 2000), págs. 12-13
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