Sugar Man Blues

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No viste la fama, Sixto, no sentiste nunca que la merecieras. Mejor para ti, créeme. Mejor que esa mujerzuela no te tocó temprano y te dejó con los pies en la tierra, mirando un horizonte que se antojaba áspero, pero que tu asumiste con dignidad. No con la resignación del derrotado, sino con la entereza del que sabe que tiene tres hijas que sostener y un mañana desconocido y a veces oscuro. Levantaste la frente e hiciste del trabajo físico, de ese que lograbas con tus brazos y tu fuerza, tu consagración. Fuiste sobre todo un hombre y un padre, no una estrella. Sabias que los astros celestiales son fugaces y tú tenías que sobrevivir, mantener el corazón latiendo como fuera. La música nunca se fue de ti, pero preferiste dejarla en el rincón privado de tus afectos, luego de que la incomprensión y el desencanto te pusieran con tus canciones –con esas hermosas tonadas- en la calle.

No sabías, sin embargo, que la música no tiene límites y escapa sin avisar de las fronteras obtusas de esos oídos que te juzgaron mal músico, para encontrar resonancias lejos, muy lejos de casa. La persistencia y el eco de tus melodías en tierras ajenas se me antojan similares a esas ramas tercas que crecen en medio de rocas agrestes, sin que nadie las cuide, las riegue o les preste atención. Se cuidan por sí solas: como tu música, Sixto, como tu música.

Sin productores, sin agentes, sin giras promocionales, sin “payola”, sin que nadie supiera con certeza quien eras tú, la fuerza de tu mensaje sonoro se impuso como un milagro en un continente y en un país que no conocías, pero que gracias a tu voz pudo encontrar alivio y, sobre todo, motivos. Vivian días de ira, sin duda. Con tu apellido –ese Rodríguez que suena tan nuestro- como única seña te buscaron, preguntaron por ti, indagaron por pistas, crearon y desbarataron mitos; te aseguro que hubieran dado lo que fuera por una noticia tuya, por algo que les permitiera darte las gracias. Solo la tozudez de algunos dispuestos a encontrar un fantasma permitió que algún día hubiera luz –internet mediante, imagínate cuantos años pasaron- y una mujer al otro lado del mar les dijera que tu exististe, que ese hombre esquivo alguna vez la alzó en sus hombros, la miro con amor y la llamó hija.

Ella te rememoró, Sixto, y ellos le contaron lo importante que su padre era allá. El asombro no le cabía en el cuerpo a tu hija ¿Dieron contigo, Sixto, o solo encontraron tus huellas? Buscaban al autor de Sugar Man y quizá, para su sorpresa, encontraron algo diferente. Tus pasos te habían llevado a donde la fama no podía alcanzarte ya. Ella no, pero la justicia sí.

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