¿Te acuerdas?: Of Time and the City, de Terence Davies
“Nada más queda. Alrededor de la decadencia de las ruinas colosales, desnuda e ilimitada la arena solitaria y nivelada se extiende a la distancia”.
-P.B. Shelley, Ozymandias
Nada que hacer, somos víctimas del tiempo. A medida que nos transforma a su vez nos consume. Vamos languideciendo lentamente a su incesante ritmo y un día ya sencillamente no estamos, nuestro tiempo se habrá terminado. Quedan las obras, las cosas, pero a veces sencillamente nada. Lo supo Shelley, lo sabe Terence Davies, nuestro cuerpo -implacable-también nos lo hace saber. ¿Cómo recrear el paso del tiempo, de nuestro tiempo?
¿Cómo hacerle justicia? En Inglaterra decidieron seguir la vida de 14 personas cada siete años:Seven Up! (1964) fue la primera de una serie de, hasta el momento, siete documentales para la televisión, que nos han contado cómo ha divergido la existencia de cada una de ellas a lo largo de las décadas. Sin embargo Davies en Of Time and the City (2008) recurrió -para hablar de él mismo- al pasado de su ciudad. A los cambios que los años han dejado en ella, representados en demoliciones, construcciones, ritos, modas y costumbres, para significar a su vez los cambios que paralelos se acumulan en él como ser individual. La ciudad como testigo y como espejo, como símbolo de lo que traen los años, la industrialización, la población creciente, la irrupción del criticado “progreso”. La ciudad (la de Davies o la nuestra, para el caso es lo mismo) ingenua y acogedora que vimos y vivimos con ojos infantiles enfrentada a la ciudad despersonalizada y poco amigable que revisitamos con más cinismo que nostalgia en nuestros ojos adultos.
Of Time and the City no se trata de un documental riguroso sobre el paso de las décadas del siglo XX en Liverpool, sino de un poema visual narrado en primera persona, donde con un tono elegíaco Davies nos habla de sí, de su familia, de su barrio, de las transformaciones -incluyendo las musicales- que iban reinventando a Liverpool cada tanto. No es una descripción exacta y jamás pretende serlo: es un retrato hablado completamente subjetivo donde el director se lamenta, editorializa, punza, ironiza, arregla cuentas, se descubre, se pone en paz. A veces de forma tan personal que parece que estamos leyendo a escondidas las páginas de un diario ajeno. Curiosos, no podemos dejar de hacerlo, de oír esa voz grave, gutural, profundamente experimentada.
En esta narración/viaje al pasado entra en juego otro elemento clave, la memoria. Los recuerdos de Terence Davies son los que animan el relato, los que de veras le ponen una impronta propia y lo distancian de la objetividad fría de un documental sobre tiempos ya idos. Sin embargo su memoria no puede darse el lujo de divagar o especular mucho, pues este no es un libro con el que tenga toda libertad de suponer, recrear o reinventar. Las pretéritas imágenes de archivo le impiden escarbar en la nostalgia (y con ella crear un pasado quizás mejorado o nuevo) en un acto de contención de la imaginación que hubo de haber sido entre llamativo y frustrante para él. Tuvo que emocionarle ver de nuevo -como en un túnel del tiempo que se abriera ante él- aquella calle o esa barriada, pero a lo mejor tal playa o esa estación de trenes no las recordaba así sino más grandes, menos abarrotadas… Hay entonces dos ciudades: la que él recuerda con la distancia de los años, y la que estas imágenes de celuloide le han traído de nuevo. ¿Qué tanto coinciden? Sólo él lo sabe.
Mientras eso pasa asistimos a un desfile de vivencias humanas y urbanas. Como es obvio se trata en su mayoría de material previamente filmado con otros motivos y por otras personas, pero la mirada y la sensibilidad de Davies se posó sobre él, y es su visión artística la que primó a la hora de darle cadencia, concatenación y sentido por medio de un montaje admirablemente preciso. Acogidas de esa forma, las secuencias y las fotos que nos muestra se antojan suyas por completo. No se piense que se trata de imágenes estudiadas y pomposas dignas de una campaña de promoción turística. Para nada. Aquí se privilegia lo cotidiano, el barrio, la gente real trabajadora y valiente. A medida que avanza la película somos testigos de pacientes metamorfosis citadinas, decepciones religiosas, agitados descubrimientos personales, terremotos no telúricos causados por cierto grupo musical local (¿ The Beatles se llamaba?), nostalgias de veranos en la playa, algo de intolerancia y soberbia … en últimas, una vida, o mejor: muchas vidas. La suya o la de Bud, su alter ego en Termina el largo día (The Long Day Closes, 1992) la versión en ficción de estos mismos años. El director ha amado esas calles industriales, ese hogar primigenio, esa manera ingenua de ser y sentir donde fue encontrando su propia identidad. Su aproximación es sensible, pero más que sentimental parece propia de una oda de elevadas intenciones literarias y estéticas. Davies trenza poemas propios, cita autores de renombre (Joyce, T.S. Eliot, Chejov), de repente calla, vuelve a hablar. Sus palabras tienen peso, y la música que las acompaña refuerza su mezcla bien proporcionada de majestuosidad y melancolía. Él no llora por el tiempo que se fue. Ese ya no existe. Pero quiere reconocer que en ese pasado -que se debate entre amores y odios-está la base de lo que es hoy.
Para hacerlo recurre a un lirismo que indudablemente crea distancia con el espectador, que no deja sin embargo de admirar el bien confeccionado discurso oral que acompaña lo que vemos y que sublima -en su elaboración- confesiones personales que Davies hace sobre, por ejemplo, sus preferencias homosexuales o su progresivo desencanto con los postulados católicos. Vemos y oímos todo, inmersos en una cadencia musical que nos impide reflexionar con claridad sobre toda esta información. Sólo estamos seguros de su sutil belleza, y eso es suficiente.
Lo más curioso es que este proyecto surgió en realidad como un encargo, tal como Davies se lo cuenta a Grégory Valens en entrevista para la revista Positif (febrero de 2009): “Sol Papadopoulos, fotografió a mi madre hace veinte años; unas fotos maravillosas, que todavía conservo. Me llamó después de todo este tiempo para decirme que se había convertido en productor. La ciudad de Liverpool iba a financiar tres películas con doscientas cincuenta mil libras cada una, y Sol me preguntó si me gustaría dirigir una de ellas. Le contesté que no, porque consideraba que ya había concluido el lote de ficción sobre esta ciudad; después pensé que sería interesante hacer un documental sobre Liverpool, inscrito en el periodo que va desde mi nacimiento en 1945 hasta el momento en que me fui de allí, en 1973. Quería contrastar las diferencias entre una época y otra. Pensé mucho en Listen to Britain de Humphrey Jennings, una de las mejores películas británicas, aunque sólo dura 19 minutos, realizada cuando la amenaza de una invasión planeaba sobre el Reino Unido. Es una película que capta muy bien el significado de ser británico, es imprescindible verla, un bellísimo poema. Entonces imaginé que podría construir una especie de equivalente más modesto en tomo a Liverpool. Le pregunté cuántos éramos los candidatos, y ¡me respondió que… 157! Pensé que nunca me darían el dinero por no haber hecho ningún documental antes. A pesar de todo, presentamos un dossier con un trailer de seis minutos y ¡nuestro proyecto fue seleccionado!”.
Ese proyecto se convertiría en un canto. En uno donde un hombre se confiesa frágil ante el tiempo, ese intangible que un día le dirá basta. Liverpool se quedará, refundada cada día por los ojos que por primera vez la ven, o por los de aquellos que, como ese gran autor que es Terence Davies, volvieron a mirarla y en ella se vieron sorpresivamente reflejados.
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio No. 88 (Vol. 19, Medellín, octubre – diciembre de 2009). Págs. 132-135
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2009