Te he visto…: Les rendez-vous de Paris, de Eric Rohmer
Los personajes de Eric Rohmer piensan. Y lo que piensan nos lo dicen, en permanente actitud reflexiva: sabemos de sus sueños, de sus secretos, de los temas que les apasionan y les obsesionan, de la vida que llevan, del pasado que los ata, del futuro que presienten. Están vivos, son personas con un aliento propio, con una personalidad que les caracteriza, con una existencia que va al mismo ritmo que la nuestra, ésa donde no hay heroicas proezas que superar, donde las cuentas por pagar llegan puntuales, donde hay frío, sed y dolor, y -claro- también tiempo para el amor.
Pues si hay un tema que haya tratado Rohmer de explorar a cabalidad es el del afecto, sustancia explosiva y friable como la que más. Esos mismos personajes de sus películas giran en torno a los sentimientos, en una búsqueda de cariño que parece ser una empresa común de todos. En su cine hemos visto el espectro completo: la realización amorosa, el desengaño absoluto, la obsesión, los celos, la soledad no solicitada, la traición, el adulterio, la duda. Allí nos reflejamos, allí nos miramos. Observamos a una mujer de una de sus películas y podemos decirle: “Te he visto, he caminado junto a ti, te he admirado en silencio, ayer quise darte un beso”. Y es así porque Rohmer ha tomado de su larga experiencia vital a la gente común y con ella ha formado el rompecabezas de su filmografía. En ella los héroes somos nosotros, sus aventuras son las nuestras, compartimos todos un mismo devenir. Por eso ver una película suya es, de alguna forma, mirarnos por dentro, un tanto sonrojados por haber sido descubiertos enamorándonos otra vez, dejando que otra ilusión -grande o pequeña surja en el alma. Con este tema no hay agotamiento posible: Eric Rohmer podría hacer una película con cada uno de nosotros y con nuestras experiencias cotidianas, sólo hay que estar vivo y sentir pasión para ser digno de ser retratado por su cámara.
Tal aproximación al cine hace de su obra un cuerpo absolutamente reconocible y disfrutable por todos aquellos que se acercan a ella buscando una experiencia intelectual demandante. Coherentes con la idiosincrasia europea de la que hacen parte, sus personajes hacen alarde de una cultura que les permite expresar sus más complejas ideas con claridad y hablar sin titubeo alguno del pensamiento contemporáneo, la música, la filosofía, el cine, la pintura o la literatura, en un discurso fluido que, antes que sonar fanfarrón o impostado, posee la textura de la conversación natural y que como tal la entendemos. El director mismo nos tranquiliza: “Yo no me dirijo a ninguna elite; lo hago sólo a aquellos espectadores que están satisfechos de no ser tomados como imbéciles … “, Aunque tener la misma sintonía temática permite un acercamiento más cómodo a estas cintas, no es absolutamente indispensable dominar toda su gama de intereses para captar el fondo de estas narraciones, que como mencioné antes, son tan cotidianas y universales que nos atrapan sin remedio, y a las que nos acercamos atentos, con la secreta esperanza de ver contada allí, en la pantalla, nuestra propia historia.
Y sí no fuera ya suficientemente difícil el hecho de centrar sus filmes en las relaciones humanas, Rohmer se ha lanzado a algo que se antoja de enorme complejidad: a tratar de darnos el punto de vista de la mujer a este respecto. El alma y el corazón femeninos parecen funcionar con una lógica de laboriosa comprensión, singular y recóndito tesoro que parece no estar al alcance de nosotros, perplejos e ingenuos habitantes del género opuesto. Corriendo todo tipo de riesgos, el director se ha atrevido a darnos su opinión y a trazar con éxito retratos femeninos tan bien caracterizados como -no podía ser distinto-enigmáticos. Las mujeres de su cine son entonces una colección de rostros interesantes, actitudes independientes y decisiones asertivas que en últimas pretenden lograr una realización personal en la que el corazón juega, quieran ellas no, un papel primordial.
En medio de los “Cuentos de las cuatro estaciones”, Rohmer hizo una pausa. En tal lapso dirigió dos películas que no se relacionaban -por lo menos de nombre- con el proyecto temático que había emprendido en 1989 con el Cuento de primavera (Conte de printemps). Tales cintas fueron El árbol, el alcalde y la mediateca (L ‘erbre, le maire et la médiathéque, 1993) Y Les rendez-vous de Paris, 1995). La primera era una película irregular, alejada de sus premisas cinematográficas básicas y con un tono de supuesta comedia que para nada la favorecía. Les rendez-vous de Paris es otra cosa, afortunadamente.
Desde los coloridos créditos de la cinta podemos anticipar que se trata de un filme festivo y relajado, por lo menos en la superficie. Una pareja de músicos callejeros da la bienvenida a tres historias distintas, cortas, no relacionadas entre sí, y que trazan con destreza la geometría del azar, esta vez al servicio de los asuntos del afecto. En Rojo (Trois couleurs: Rouge, 1994), Krzysztof Kieslowski nos había hablado de las travesuras de esa colección de causas no entendidas y azares prodigiosos que la gente llama destino, y que parece responder a un plan trazado de antemano para nuestras vidas. La casualidad no existe: “No cruzaste a la izquierda por error, cruzaste porque debías hacerlo, porque si no lo hacías no encontrarías a la persona de tu vida. El teléfono no estaba ocupado por azar: no debías llamar allá, nada bueno te esperaba…” y cosas así. Kieslowski nos decía también en la misma cinta que el azar puede inducirse, que los encuentros pueden gestarse de antemano, que nuestra vida aparentemente sin brújula puede estar siendo guiada sin que nos demos cuenta, que no somos exactamente libres de elegir y ser elegidos, que otros pueden hacerlo por nosotros.
El nexo entonces entre las tres historias que componen Les rendez-vous de Paris no es sólo la Ciudad Luz sino, ante todo, un encuentro inesperado, un albur de la suerte que los lleva por caminos y decisiones que no esperaban. Este estilo episódico tiene su referente más inmediato en la entretenida Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (Quatre adventures de Reinette et Mirabelle, 1986), en la que Rohmer fragmenta el largometraje en cuatro historias protagonizadas por una misma pareja de jóvenes estudiantes que comparten un apartamento en París. De esa forma el director pudo contar cuatro anécdotas sencillas que no hubieran tenido la suficiente sustancia para sostener una película entera.
Para Les rendez-vous de Paris el director ha optado por independizar cada una de las narraciones. La primera de ellas, La cita de las 7, es a su vez la menos elaborada, al tensar demasiado y de manera poco creíble la cuerda del azar. Tres encuentros casuales cambian súbitamente la vida de Esther (Clara Bellar), una joven estudiante de derecho, a la que un amigo que encuentra en la calle le hace sospechar de la infidelidad de su novio, Horace (Antaine Basler). El ser abordada por un joven en un mercado callejero coincide con la desaparición de su cartera, que es hallada por una joven, con la que -sin saberlo- la une mucho más de lo que Esther quisiera.
La mejor de las historias es la segunda, Las bancas de París, donde una pareja (interpretada por Aurore Rauscher y Serge Henko), cuyos nombres nunca sabemos, gestan lentamente su relación afectiva. Es un gusto ver cómo en cada sucesivo encuentro se hacen más cercanos, haciendo más completa su intimidad, y cómo su lenguaje corporal nos muestra lo que sienten, y lo cerca que están el uno del otro, en un desarrollo que rememora la tensión sensual que se vivía -tumultuosa- en La coleccionista (La collectionneuse, 1966) entre Adríen (Patrick Bauchau) y Haydée (Haydee Politoff) Sin embargo -y siempre habrá un pero en estas tres historias- ella tiene paralelamente un compromiso formal con otro hombre, al que, a pesar de no amarlo ya, es incapaz de dejar, simplemente porque no tiene motivos para hacerlo, inercia que sostiene una relación que ya no puede dar más. Esto, claro, entorpece y dificulta su otra relación, pero ella y él parecen conformes con lo que comparten. Hay en la mujer una curiosa frialdad, un control absoluto sobre lo que da y comparte que es pasmoso: ella tiene las riendas, ella es quien decide si continúa con este doble compromiso. Al final, la fatalidad deviene convertida en un encuentro que no debió producirse y que nos deja con un final tan sorprendente como divertido.
Para el remate, Rohmer nos cuenta, en Madre e hijo 1907, cómo un pintor (Michael Kraft) recibe la visita de una joven sueca (Veronika Johansson) de paseo por París, enviada a él por una amiga mutua que trata de conseguirle pareja. Aunque la mujer es muy hermosa, él no parece nada interesado en ella y decide dejarla en un museo mientras regresa a casa a pintar: “esos encuentros no pueden forzarse, esas vidas han de encontrarse spontáneamente”. En las afueras del museo casi tropieza con otra joven mujer (Benedicte Layen), a la que decide seguir, no muy consciente de lo que está haciendo ni por qué lo esta haciendo. Su persecución lo lleva de nuevo al museo, donde su perseguida se detiene ante un Picasso, el cuadro cuyo título bautiza este episodio. Alli reencuentra a la joven sueca que había acabado de dejar, y debe inventar una excusa que justifique su regreso. La otra joven se marcha y el pintor con ella. Tras abordarla y convencerla de visitar su estudio, descubre que es casada y que es inútil intentar algo con ella. La chica le sugiere no perder la oportunidad de conocer mejor a su nórdica visitante, pero esto convence más al pintor de hacer todo lo opuesto. Sin embargo, decide encontrarse con ella tal como habían acordado antes de dejarla en el museo, pero curiosamente la chica no se presenta a la cita. Al final queda solo, con sus pinturas. Este segmento sigue exactamente el esquema de los Seis cuentos morales que Rohmer dirigiera al inicio de su carrera, donde un hombre debe optar por dos mujeres: una, a la que inicialmente rechaza para acercarse a la otra, pero a la que vuelve de nuevo tras comprobar que la segunda no es lo que busca, y la otra.
Si nos fijamos detenidamente, aunque las historias no están relacionadas, Rohmer está mostrándonos con ellas sucesivas etapas del proceso afectivo. Miremos los tres relatos de atrás para adelante: en el último hay gente buscando una relación romántica (así no lo confiesen abiertamente), en el segundo tenemos una pareja en el proceso de enamorarse, y en el primero vemos a un par de enamorados rumbo a una fractura afectiva. Imaginemos que la película tiene sólo un par de personajes haciendo todo el rito en un flujo temporal continuo, desde el conocerse hasta la ruptura final, y que el relato es simplemente la historia de su relación contada al revés. Visto así Les rendez-vous de Paris es la cronología de una unión imperfecta signada por las coincidencias que les impone el mal llamado destino.
Y esa imperfección es evidente: sólo en unos breves instantes de Las bancas de París vemos a una pareja de verdad feliz y satisfecha con su relación, y en ningún otro momento más del filme vamos a ver un pasaje similar. Rohmer no hace novelitas rosas: la vida real es así y su puesta en escena -austera, con uso de luz natural- refuerza más esta sensación. Es más, la única pareja concreta (los de la primera historia) es la que vemos más superficialmente, y la que menos comparte tiempo en pantalla. Pareciera que para el director fuera más importante el juego previo de seducción, el ritual del romance donde la palabra es reina, dotada con el poder de quebrar voluntades y acercar los espíritus más disímiles. ¿y después de cumplir su misión? Llega el silencio… o por lo menos la tensa sensación de que lo construido puede derrumbarse, a veces con enorme facilidad. Y que quizás la bella idea que tenemos de nuestra pareja no sea sino eso, una idea.
La ciudad de París, bellísima e inalcanzable, es el marco ideal para la pasión y para tres historias con las que un artesano del cine construye una narración modesta en formato, pero grande en intenciones: las imágenes de un pequeño abecedario del amor. La tarea es, entonces, estudiar atentos la lección.
Publicado originalmente en la Revista Kinetoscopio no. 52 (Medellín, vol. 10, 1999), págs. 48-50
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1999
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