Te odio, te amo, te odio: El desprecio, de Jean-Luc Godard
“El cine –dijo André Bazin- sustituye nuestra mirada por un mundo amoldado a nuestros deseos. El desprecio es la historia de ese mundo”, nos dice la voz de Jean-Luc Godard en el cierre de la secuencia de créditos (no escritos, sino pronunciados en la pantalla) de este largometraje. En ese mundo es posible que un director de cine utilice el medio cinematográfico para expresar y conjurar –quizá- su desazón profesional y personal, disimulada en medio de una historia de ficción que él construyó “amoldada a sus deseos”, usando el cine como fuera su diario privado.
El desprecio (Le mépris, 1963) es una historia del cine dentro del cine: es el rodaje de una versión de La odisea encomendada por un productor norteamericano al mismísimo Fritz Lang, para ser filmada en los estudio de Cinecittà en Roma y en la isla de Capri. El productor, Jeremy Prokosch, no está a gusto con la adaptación y vincula –para hacerle “mejoras” a un guionista francés, Paul Javal, que vive en Roma con su esposa Camille. La narración es el encuentro de la pareja con Prokosch, su asistente Francesca y con Lang, y lo que ocurre con ellos posteriormente, tanto en el apartamento de Paul y Camille, como en la casa de Prokosch frente a la costa de Capri.
Aunque Godard hace un cameo al final del filme, en el rol de asistente de dirección de Lang, en realidad Paul es su alter ego, así como Camille es el alter ego de Anna Karina, su esposa en esos momentos, casi como si tan solo usara pseudónimos para disimular su identidad real. De ahí que considero difícil analizar una obra como El desprecio sin tener en cuenta la biografía de Godard. El filme está tan lleno de elementos autoreferenciales, que se constituye no solo en una declaración de sus principios –entre puros y traicionados por él mismo- frente al cine, sino sobre todo en una carta abierta en la que expone su situación marital con Anna Karina, con quien se había casado en 1961 y con la que llevaba una relación de constantes altibajos. El director de fotografía Raoul Coutard –que venía trabajando con él desde Sin aliento (À bout de souffle, 1960)- da en el blanco cuando afirmaba que, “estoy convencido que en El desprecio, él está tratando de explicarle algo a su esposa. Es una carta que le costó a [el productor] Beauregard un millón de dólares” (1).
No era la primera vez que utilizaba su cine para hablarle o reclamarle a Anna, ni será la última. Ya en el segmento El nuevo mundo, que es parte del filme colectivo Ro.Go.Pa.G. (1963), pone al innominado protagonista masculino a afirmar que “la ciudad no había cambiado, pero Alexandra sí, y yo aún no lo sabía. Había sido un año de miedo, se habían experimentado los sentimientos más intensos del miedo, los cuales no tienen nombre en la Tierra”, evocando el año que había pasado desde que Anna salió de la hospitalización luego de un intento de suicidio, tras una fuerte discusión entre ambos. Más adelante el mismo personaje expresa: “en la persona que amaba había desaparecido bruscamente todo sentido moral o peor aún, faltaba totalmente el sentimiento de libertad que aún ayer poseía hasta el último hombre”, quejándose de la infidelidad de ella con el actor Jacques Perrin durante el rodaje de Le soleil dans l’oeil (1962) y quizá con otros hombres. Una película posterior suya, Una mujer casada (Une Femme mariée, 1964), está construida a partir de la desazón que le causó que Anna tuviera un romance con el actor Maurice Ronet, con quien coincidió durante el rodaje de La ronde (1964) de Vadim y con quien después hará La vida es magnífica (Le voleur de Tibidabo, 1965), que el propio Ronet dirige. Así mismo en Alphaville (1965), rodada inmediatamente después del divorcio de la pareja, Godard insiste en pretender, desde la ficción, recuperarla.
En El desprecio la perorata conyugal es frontal y la identificación de Camille, el personaje que interpreta Brigitte Bardot, con Anna, a partir de su rol como Nana en Vivir su vida (1962), es absoluto. Un afiche enorme de la versión en italiano de ese largometraje – bautizado ahí como Questa è la mia vita– aparece en el primer tramo de El desprecio como para que empecemos a evocarlo, mientras en el tercio medio del filme, en una larga conversación entre Camille y su esposo Paul, Brigitte Bardot se pone una peluca negra idéntica al peinado de Nana y se le enfoca por detrás como en ese filme. Recordaba B.B. que “Godard me dijo que yo tenía que ser filmada con mi espalda hacia la cámara y alejarme de ella en línea recta. Lo ensayé y él no estaba a gusto. Le pregunté porque y me respondió que mi porte no era el mismo de Anna Karina” (2).
Lo que Camille y Paul (interpretado por Michel Piccoli) hablan durante más de media hora en un apartamento no surge exactamente de un guion que se supone basado en la novela El desprecio (Il disprezzo), publicada por Alberto Moravia en 1954: “muchos de los parlamentos de Bardot en El desprecio fueron cosas que Karina misma le había dicho a Godard” (3). En ese Godard de los inicios de su carrera habitualmente hay una escena doméstica en la que encierra a sus protagonistas a conversar y la de El desprecio es paradigmática de esa tendencia. Los personajes del filme recorren los espacios del apartamento, se bañan, discuten, hablan de amor que sienten, de los sentimientos traicionados, se desesperan, se golpean, se abrazan, vuelven a prometerse amor, renuncian, se sublevan… parecen inmersos en un diálogo de sordos, donde no es posible comunicación alguna. En esa secuencia Godard toma revancha con su esposa, a quien ve –desde la óptica de la película- como una mujer voluble e instintiva. Leamos la descripción que el propio Godard hace del personaje de Camille: “opuesta a su marido que siempre actúa como resultado de una serie de complicados razonamientos, Camille no actúa psicológicamente, lo hace, por así decirlo, por instinto, un especie de instinto vital, como el de una planta que necesita de agua para seguir viviendo. El drama vital entre ella y Paul, su marido, sale del hecho de que ella existe en un estado puramente vegetal, mientras él vive en un estado animal” (4).
En cambio la opinión que tiene de Paul es, por supuesto, benévola: “Paul Javal es el primero de mis personajes que es realista, cuya psicología puede ser explicada en un puro nivel psicológico” y añadía que “Él no sabe cómo vivir en la plenitud y en la simplicidad del momento presente, de ahí su desorden e irreparables pifias” (5). Está, sencillamente, hablando de sí mismo. Incluso Godard le prestó a Michel Piccoli sus camisas, su corbata, su sombrero y sus zapatos para que se los pusiera durante el rodaje: la identificación debía ser total. Paul es el guionista que acepta comprometer su credo y venderse a un productor norteamericano para ganar el dinero que necesita para sostener a su bella esposa, tal como está haciendo Godard al aceptar dirigir El desprecio, algo que reitera el biógrafo Richard Brody: “Godard … se presenta a sí mismo como la peor especie de pecador cinematográfico, aquel que traiciona su propio sentido artístico para insinuarse en el negocio fílmico convencional, con la esperanza de ganar más dinero y hacer feliz a su esposa” (6). Eso hizo Godard al plegarse a las exigencias de Beauregard y Carlo Ponti (que en 1960 fundaron Rome-Paris-Films) y a las de su contraparte norteamericana, el productor Joseph E. Levine. El presupuesto fue de un millón de dólares, una cifra impensada para un filme de Godard, pero eso le permitió rodar a color, en CinemaScope y en Italia, en medio del asedio de los paparazzis a Brigitte Bardot.
En esa tensión entre las aspiraciones comerciales de unos y los principios artísticos de otro surge una película que es Godard quejándose, mediante la ficción, de lo que tiene que hacer para subsistir, rodeado de productores imbéciles, y para intentar que su mujer no lo deje. En medio de las exigencias de aquellos (representados en el filme por Jack Palance en el papel del productor Jeremy Prokosch) y la inconformidad de esta, lo que pone Godard como catalizador es al cine. Al cine como pureza amenazada, como material que hay que defender. Por eso el papel del director de cine en este filme se lo deja a Fritz Lang, para que al representarse a sí mismo esté representando al clasicismo, a una forma de entender este arte que estaba en peligro de extinción. “Cuando apareció en El desprecio, no había hecho ninguna película en tres años; por otra parte, como un temprano director del panteón de la politique des auteurs, su estatus había aumentado en Francia y el libro Fritz Lang de Luc Moullet, que Camille lee y cita en la secuencia del apartamento, se había publicado en 1963. Godard trata a Lang con reverencia, actuando en el papel de un asistente de director ficticio. Él graba a Lang de forma que su presencia literal acoge la calidad mítica de un anciano, ya no para ser contratado, sino más bien, más que cualquier otro director que aún viviera en aquella época, para que perdure y sea un emblema de esta compleja historia cinemática. Como una insignia de pertenencia y distinción, llevando aún el monóculo que representa los antiguos días de Weimar, Lang es una cita personificada, que resume el pasado y lo inserta en un presente al que ya no pertenece” (7).
El cine en El desprecio no es solo Lang, Godard llena el filme de referencias cinéfilas: están en una pared de Cinecittà los afiches de Psicosis (Psycho, 1960) y Hatari! (1962) –como para que no olvidemos porque a los directores de la nouvuelle vague los llamaban “hitchcockhawksianos”- y de Vanina Vanini (1961) de Rossellini, un autor con el que Godard tenía una relación que iba entre la veneración y la crítica: Los carabineros (Les Carabiniers, 1963) surge una adaptación que Rossellini hizo sobre el drama teatral de Beniamino Joppolo; además ambos directores fueron convocados por el productor Alfredo Bini para hacer parte de Ro.Go.Pa.G. (1963). En El desprecio los protagonistas van a un teatro de cine a ver unos bailarines y al final empieza la película que se exhibe en el lugar: nada menos que Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954) de Rossellini. Hay citas al cine de Lang –M (1931) y Rancho Notorious (1952)- al de Vincente Minnelli (Some Came Running, 1958), al de Nicholas Ray (Johnny Guitar, 1954) y, por supuesto, al de Godard con Vivir su vida.
De hecho, El desprecio es, en sí misma, un homenaje crepuscular al cine, un llanto, un réquiem. “El cine es un invento sin futuro”, la cita de Louis Lumière que está escrita en la sala de proyección de Cinecittà donde los personajes de este filme se reúnen a ver los rushes de La odisea, parece cobrar relevancia frente a la situación que el filme describe: la sordidez de los deseos de un productor –quien es el que impone las condiciones- frente a la integridad de un director que quiere conservar la pureza de su mirada. No es casual que Godard le dé a Lang las mejores líneas de diálogo y que tenga ánimo vindicativo frente a Prokosch: él mismo estaba padeciendo eso.
El coproductor norteamericano de El desprecio, Joseph E. Levine, cuando terminó de ver el primer montaje preguntó: “¿Por qué no se quita la ropa B.B.? He pagado por su cuerpo, no por estas conversaciones aburridas sobre los clásicos griegos” (8). La presencia de Brigitte Bardot (que cobró 500.000 dólares por su participación) tenía que ser explotada y Godard tuvo que resignarse –muy a su pesar, pero exigiendo 20.000 dólares para las retomas- a añadir varias escenas (incluido un prólogo que se ha convertido en el símbolo del filme) que se regodean en el cuerpo desnudo de la diva francesa. Sin eso no iban a permitirle estrenarla.
Si me pidieran que hiciera una mini sinopsis de El desprecio, diría que es una película autoreferencial, en la que un artista reflexiona sobre su oficio (y sus compromisos), y un hombre saca a flote sus grietas afectivas. Ocurre que ese artista y ese hombre son una misma persona y eso complejiza la lectura del filme al ramificar sus intenciones y multiplicar sus efectos. El resultado es una catarsis transformada en arte, purificada y sublimada por su autor para que trascendiera al dolor privado expresado entre dientes y nos hablara a todos en voz alta, expresando una desilusión colectiva a la que todos pudiéramos adscribirnos. Sin duda lo logró.
Referencias:
1. Richard Brody, Everything is cinema, the working life of Jean-Luc Godard, Nueva York, Metropolitan Books, 2008, p. 164
2. Ibid, p. 163
3. Ibid, p. 163
4. Ibid, p. 159
5. Ibid, p. 163
6. Ibid, p. 161
7. Laura Mulvey, El desprecio y su historia del cine: un tejido de citas, L’ Atalante, julio-diciembre 2014, ps. 32-33
8. Santiago Roncagliolo, Godard y ellas, revista Vanity Fair, 04/12/17
Disponible online en:
https://www.revistavanityfair.es/la-revista/articulos/musas-godard-peliculas/27526
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