Purgar el alma: Todos somos extraños, de Andrew Haigh
Como en 45 años (45 Years, 2015), son las heridas del pasado las que definen el presente del protagonista de Todos somos extraños (All of Us Strangers, 2023). Escritas y dirigidas ambas películas por el británico Andrew Haigh, las dos hablan del impacto del pretérito sobre vidas aparentemente ya blindadas –por los años- a él. En Todos somos extraños, Adam (un magnifico Andrew Scott), es un guionista de cine que vive solo en un apartamento de la Londres contemporánea y parece víctima de una distimia y de un bloqueo creativo. Pasa sus horas muertas durmiendo, comiendo sobras del día anterior, fumando hierba y viendo en la televisión repeticiones del programa Top of the Pops. Una de esas emisiones televisivas es la del quinteto Frankie Goes to Hollywood interpretando en vivo la balada “The Power of Love”, en el especial navideño de diciembre de 1984, cuando Andrew era aún un niño. Parte de la letra de la canción dice, I’ll protect you from the hooded claw/ Keep the vampires from your door/ When the chips are down I’ll be around (Te protegeré de la garra encapuchada/ Mantendré a los vampiros lejos de tu puerta/ Cuando las cosas se pongan feas yo estaré cerca). Esa canción y esa letra –que vienen del pasado- tendrán importancia capital en este filme.
Precisamente esa es la canción que Adam está viendo en la televisión cuando Harry toca a la puerta de su apartamento. Adam pausa el programa y va a abrir. La conversación tiene lugar en el marco de la puerta y Harry no pasa de ahí -el mismo esquema de un par de secuencias de Weekend (2011), pero en ese filme los personajes se están despidiendo, no llegando. En esta escena de Todos somos extraños se ve el reflejo del televisor encendido, pero no estoy seguro que Harry (Paul Mescal) sepa lo que Adam está viendo. El recién llegado luce ebrio y Adam no desea involucrarse con este vecino desconocido, pese a su insistencia. “Hay vampiros en mi puerta” le dice Harry subrayando la soledad que lo agobia en ese edificio, que parece ocupado solo por ellos dos. Son los vampiros de la canción, precisamente. La misma que Adam tiene frente a sus ojos cuando Harry se va. Pero eso él no lo advierte.
“Ext. Casa suburbana 1987”. Eso es todo lo que Adam lleva escrito de un guion que va a inspirarse aparentemente en su infancia, que transcurrió en Sanderstead, en el extremo sur de Croydon, a unos 22 kilómetros de Londres. Mira fotos de su pasado y ahí encuentra a los suyos, a su antigua casa. Un día toma un tren hacia allá y ese trayecto breve se convierte también en un viaje en el tiempo, en un reencuentro literal con su pasado. Adam es guionista y es difícil saber si lo que vemos durante sus visitas a Sanderstead es la representación audiovisual de lo que está escribiendo, si se trata de una representación mental suya, si es un deseo onírico, o si en realidad volvió mágicamente a su pasado, a reencontrarse con sus padres, tal como la última vez que los vio en 1987. No es que haya vuelto a ser niño, el Adam adulto vuelve a verse, como si hubieran resucitado, con sus padres fallecidos cuando él tenía doce años y en ese reencuentro hay ante todo preguntas. ¿Qué fue de él? ¿Con quién vivió cuando ellos murieron? ¿Dónde vive? ¿Qué hace? ¿Es adinerado? ¿Tiene novia? Adam tiene respuestas, pero también tiene otras cosas que decirles y confesarles, cosas que le pesan, que quizá no lo dejan ser feliz.
A lo largo de los días regresa una y otra vez a Sanderstead para –como dice la canción de Frankie Goes to Hollywood– purgar el alma, para saber el impacto que sus decisiones de vida podrían haber tenido sobre sus padres (interpretados por Claire Foy y Jamie Bell), para entender si ha sido inferior a sus expectativas, para interrogarlos sobre su conducta hacia él cuando regresaba abatido del colegio, para cuestionarlos sobre la soledad que le hicieron sentir. Lentamente hay una regresión de Adam, que vuelve a su habitación de niño, intacta aún, que duerme en su cama original, que se pasa para la cama de los padres cuando no puede dormir. Regresa al nido y eso le borra temporalmente los dolores y los pesares. Está embriagado de esa sensación de tener una figura paterna y materna que lo proteja de todo lo que hay en exterior. Y a esa fantasía se entrega.
En el otro lado de su realidad está de nuevo Harry, esta vez aceptado y convertido en amante suyo. Para Adam es estar en compañía tanto en su presente como en su pasado, sentirse a gusto –por fin- consigo mismo. Tan torturado como él, Harry no cuenta mucho de sí, está alejado de sus padres y de sus hermanos, parece solo existir en la burbuja sensual que comparte con Adam. Van de baile, se drogan, tienen sexo, hablan. Andrew Haigh ya había mostrado en Weekend su habilidad para mostrarnos, de la manera más íntima y natural, las relaciones homosexuales entre dos hombres. En Todos somos extraños el abordaje es igual: pasional y sensible. Justo para la paz que Adam busca. Pero esa paz que menciono no es exultante, es melancólica, como si Adam en el fondo sintiera que solo falta un pinchazo leve para que la burbuja estalle. ¿Qué pasaría si Adam intenta unir su mundo en Londres con lo que vive en Sanderstead? ¿Entenderá Harry lo que ocurre allá? ¿Qué pensarán sus padres de él? ¿Será este el alfiler que acabe con su fantasía?
Todos somos extraños es la segunda adaptación al cine de la novela del escritor y guionista japonés Taichi Yamada, Strangers, publicada en 1987. Una primera versión cinematográfica, The Discarnates (Ijin Tachi to no Natsu, 1988) fue dirigida por Obayashi Nobuhiko. Andrew Haigh ha infundido a su versión de un misticismo romántico tan conmovedor como profundamente triste. La palabra “fantasmas” ha estado ausente de este texto, ya suficientemente revelador, pero hay seres tan solitarios que estos son su única compañía. Todo lo han perdido, están por siempre irredentos y a los espectros se aferran para no morir todavía.
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