Truffaut era el cine
“El hombre habrá de salvarse no sólo por el ejercicio de la virtud
o de la inteligencia, sino por el ejercicio de la estética”.
– William Blake
Tenía que ser una mujer. No era difícil predecirlo. Y sí, es una hermosa joven la que vemos, descalza y a bordo de una bicicleta al viento, mientras ruedan los créditos de la película sobre ella. Son las primeras imágenes de Les mistons, apenas la segunda ocasión que François Truffaut osaba ponerse tras la cámara para mirar que pasaba desde allá y la primera vez que nos mostraba a todos su visión y nos hacía presa de su embrujo hecho de cine. En el mismo filme, el narrador se refiere a esa chica con estas palabras: “Bernadette nos condujo a descubrir muchos de nuestros sueños más ocultos. Ella despertó en nosotros los manantiales de una luminosa sensualidad”. Y las mismas palabras podemos aplicar a su autor, un hombre apasionado y sensible, un artista comprometido y libre. Un director que más que amar el cine, lo representaba. Él era el cine. Él era François Truffaut.
He aquí un parlamento que es a la vez su credo: “Ninguna vida privada marcha bien. Hay más armonía en el cine que en la vida, Alphonse. No hay atascos de transito en los filmes, no hay agujeros, no hay tiempos muertos. Las películas avanzan como trenes en la noche. Y la gente como tú y como yo estamos hechas para ser felices en el trabajo, haciendo cine”. Es él mismo quien habla, representándose sin aprietos en La noche americana (La Nuit américaine, 1973) y convirtiendo las que podrían ser sus propias palabras en el texto de un guion. De frente y ante nosotros la esencia misma de la cinefilia, ese pacto inaudito de sedientos que solo se calman ante una sala de cine en penumbras. El director que con más propiedad nos ha mostrado a la infancia y sus dolores, a las mujeres y a lo que llegamos a hacer por ellas ahogados de pasión, fue el primer crítico de cine autodidacta que acabó, como por azar, convertido en celebridad publica, un enfant terrible de las revistas Cahiers du Cinéma y Arts, un monstruo creado por André Bazin que demostró que era posible dar el salto a la dirección sin pasar por la academia y lograr aprender el oficio no en las aulas, sino –literalmente- viendo, tocando y respirando cine, así como contagiándose del contacto con sus creadores.
Su frenesí imbatible por las películas, la música y los libros dieron forma a una de las filmografías más coherentes y hermosas que ha dado el cine francés. Desde Los cuatrocientos golpes, singular génesis del movimiento de la nouvelle vague, hasta su postrer Confidencialmente tuya, nunca dudó en mezclar afectos, recuerdos, pasiones y carencias con un realismo narrativo incuestionable, heredado de su admirado Jean Renoir y que supo balancear de manera feliz con la picardía humorística y sensual de Ernst Lubitsch y con la abierta pasión por el thriller según Hitchcock, que se constituyen en los rasgos más sobresalientes de su carrera como director.
Una vida en primer plano
Acceder a su cine sin considerar su propia vida es condenarse al fracaso y a la miopía, pues Truffaut sublimó su existir y sus vivencias y las convirtió en material cinematográfico en bruto. Pero como era de esperarse, esa vida se ha transformado con el tiempo en un mito no siempre ceñido a la verdad. Debemos entonces decir que François Roland Truffaut nació en París el sábado seis de febrero de 1932, hijo de Janine de Monferrand y de padre desconocido. El futuro esposo de su madre, un arquitecto aficionado al montañismo, lo reconoció como hijo adoptivo y le dio su apellido. Pero sólo eso. El niño fue puesto desde el nacimiento en manos de una nana, ante la vergüenza familiar que representaba tener una madre soltera. De esas manos ajenas lo rescata su abuela materna, quién lo lleva a vivir a su casa.
La férrea disciplina que impone su abuelo sólo es aliviada por la afición literaria y musical de la abuela, quien le enseñará a amar profundamente los libros: “Me llevaba a una librería en la que hacía intercambio de libros, y recuerdo que discutía con el librero sobre las novelas que acababan de salir”. Pero ella muere en 1942 y François se muda en ese momento por primera vez con sus padres. La pareja vive en diversos apartamentos, todos muy pequeños. Al niño le toca dormir a la entrada, en una cama que se guardaba en el día. Se vuelve mentiroso y ladrón para huir de clases y poder leer a Dumas y a Balzac, mientras rueda por varios colegios. Gracias al influjo perenne de la abuela y a los comentarios que oye de sus padres, se convierte en un lector voraz: Balzac, Musset, Daudet, Tolstoi y Proust hacen parte de su selecto menú.
Su primer contacto con el cine ocurre en el otoño de 1940 a los ocho años. Se trata de Paradis Perdu, de Abel Gance. “El teatro estaba lleno de soldados en licencia -recordaba- acompañados por sus jóvenes esposas o por sus amantes. Quizá ustedes sepan que este drama ocurre entre 1914 y 1935 y que una gran sección del filme está dedicada a la guerra, a las trincheras, a las fábricas de municiones donde trabajaban las mujeres, y así. Había tal coincidencia entre la situación de los personajes de la cinta y la de los espectadores que el teatro entero estaba llorando; cientos de pañuelos perforaban la oscuridad del recinto con puntos blancos. Nunca atestiguaría después una experiencia de tanta unanimidad emocional durante la exhibición de una película”.
Truffaut iba a cine clandestinamente, fugado del colegio y de sus padres. “Mis doscientas primeras películas -escribía- las he visto en situación de clandestinidad, faltando a clases y entrando en las salas de cine sin pagar -por la salida de emergencia o por las ventanas de los baños- aprovechando, durante la noche la ausencia de mis padres y debiendo encontrarme en mi cama, fingiendo dormir, en el momento de su regreso”. A los catorce años, luego de abandonar sucesivamente varias escuelas, decide ser autodidacta. Del colegio lo único rescatable había sido conocer a uno de sus compañeros, Robert Lachenay, quién se convierte en su mejor amigo.
En 1946 consiguió empleo como mensajero y everyman en una mercadería de granos. Allí estuvo dos años intentando sobrevivir con su sueldo. Lachenay estaba también trabajando y vivía solo, en un lugar que Truffaut compartía con frecuencia, dividiendo los gastos y sumando carencias.
Apasionado, la idea era volverse una “cinemateca viviente”. Truffaut pretendía ver tres películas al día y leer tres libros a la semana. En esa época había aproximadamente cuatrocientas salas de cine y de cine clubes de todo tamaño en París, y Truffaut era un asistente permanente. Aunque sus favoritas eran las reuniones del Techniciens du film, sin embargo la “gran escuela” fue la cinemateca francesa que Henri Langlois había reabierto en diciembre de 1944.
En octubre de 1948 él mismo decide crear un cineclub, Le Cercle Cinémanie, gracias al dinero conseguido con su trabajo; aunque tuvo que robarse la maquina de escribir de la oficina de su padre para poder cubrir las primeras funciones, que tenían lugar los domingos en un teatro arrendado. En el cineclub él era el director artístico y Lachenay el secretario general. El 14 de noviembre se inauguró con la exhibición de Entr’acte de Rene Clair y Un perro andaluz de Buñuel y la falsa promesa de la presencia de Jean Cocteau introduciendo y presentando La sangre de un poeta. A pesar del entusiasmo inicial, como era de esperarse las deudas empezaron a afectar la naciente empresa.
André Bazin o la búsqueda del padre
Uno de los problemas de Le Cercle Cinémanie, era que sus presentaciones coincidían en día y hora con las funciones del cine club del Trabajo y la Cultura, presentado por un critico y profesor llamado André Bazin, a quien Truffaut se decidió a visitar para convencerlo de que fuera él quien modificara el horario de la función. Ese inolvidable martes 30 de noviembre de 1948, Truffaut a sus dieciséis años conoció a Bazin, critico de Le parisien libéré y ya una celebridad a sus treinta años. Para Truffaut esas oficinas se convertirían en una nueva escuela de cine y a la vez en el lugar donde conocería a Alain Resnais, Chris Marker y Alexandre Astruc. Pero fue más, fue también un hogar.
Días después su padrasto se encargará de cubrir sus deudas, con la promesa de François de conseguir un trabajo estable y abandonar el cineclub, compromiso que consignó por escrito. Pero Le Cercle Cinémanie ya tenía otras tres funciones comprometidas y François continuó tozudamente su labor. Ante eso, Roland Truffaut lo deja a la custodia de la policía, luego de explicarles el incumplimiento de la palabra que el joven había empeñado. Durmió en una pequeña celda de la estación policial y de allí pasó a los cuarteles de la policía y después al centro de observación de menores de París en Villejuif. Se convertía en un delincuente juvenil, gracias al cine de sus amores. Sufrió vejaciones, humillaciones, golpes e insultos y un tratamiento para la sífilis, enfermedad adquirida a través de sus andanzas callejeras. La sicóloga del lugar contactó a André Bazin para solicitarle asistir al muchacho y este prometió darle un empleo en Trabajo y cultura. Truffaut salió en libertad condicional en marzo de 1949 para ser internado en una casa de religiosos en Versalles, de la que fue expulsado seis meses después por su mala conducta.
Andre Bazin lo contrató como su secretario personal y en marzo de 1950, a los dieciocho años, consiguió la emancipación legal de sus padres y por fin, su independencia. Bazin lo involucró en la sociedad fílmica Objectif 49, un lugar de élite donde intelectuales, escritores y críticos se reunían en torno a películas de estreno. La sociedad se convirtió en el foro de la nueva critica y en el lugar donde los realizadores -Welles, Rossellini, Wyler, Sturges- iban a presentar sus obras.
Más tarde se unieron al grupo Jean Luc Godard, Suzanne Schiffman y Jean–Marie Straub, y se dedicaron todos a ver cine a conciencia, a no perderse sesión de cineclub alguno. Los jueves visitaban el Ciné-club du Quartier Latin, coordinado por Eric Rohmer, en ese entonces de treinta años. En el boletín de ese cineclub daría Truffaut sus primeros pasos como crítico en la primavera de 1950. Él mismo recordaba que el primer artículo fue sobre La regla de juego, a propósito del hallazgo de la versión original del filme. “Para aquellos que consideran La regla del juego como la película más grande en la historia del cine, la exhibición integra de la obra maestra de Renoir en el Ciné-club du Quartier Latin fue un suceso”, es la frase inaugural de una vocación que lo acompañaría hasta su muerte.
Usar la crítica de cine como espada
En abril de 1950, gracias a Pierre-Jean Launay, editor de la revista Elle, empezó su labor como periodista, que continuó con colaboraciones en Ciné-Digest, Lettres du monde y France-Dimanche. Pero en una incomprensible decisión, quizá motivada por la soledad, François se enrola voluntariamente en el ejercito de su país. Los siguientes dos años los empleara en tratar de salir de las filas castrenses, donde es incluso encarcelado por intentar desertar. Su liberación se produce en febrero de 1952, tras una fuerte presión ejercida por Bazin y diversos contactos políticos.
Tras instalarse en el ático de la familia Bazin en Bry-sur-Marne, Truffaut empieza una infructuosa búsqueda de empleo, mientras se dedica a visitar sus amigos, ver cine con un poco más de calma y a escribir unos artículos como cronista independiente para la revista Cinémonde. Mientras estaba en la prisión militar había aparecido una nueva revista de cine, Cahiers du cinéma, fundada en abril de 1951 por Jacques Doniol-Valcroze, Bazin y Joseph-Marie Lo Duca, con el animo de ejercer una actividad crítica vigilante y activa: “La función del crítico -escribió Bazin allí- no es presentar en una bandeja de plata una verdad que no existe, sino prolongar, en el intelecto y la sensibilidad de quienes lo leen, el impacto de una obra de arte”.
Truffaut se puso a trabajar en un ensayo para esa publicación, titulado Una cierta tendencia del cine francés, en el que denunciaba la “tradición de calidad” de ese cine, término que había acuñado Jean-Pierre Barrot en L’Écran Français y que se refería a la inclinación de directores como ClaudeAutant-Lara, Jean Delannoy, Christian-Jaque e Yves Allégret por las adaptaciones literarias acartonadas, obra de guionistas como Jean Aurenche y Pierre Bost: “Anatema, blasfemia y sarcasmo son las tres contraseñas de los guionistas franceses”- escribía François.
Sin embargo, su primer articulo para la revista -aparecido en marzo de 1953- es una reseña de Sudden Fear, de David Miller. A partir de allí fue incontenible su producción literaria, teniendo en ocasiones que recurrir a dos seudónimos, Francois de Monferrand y Robert Lachenay. En enero de 1954 se publica Una cierta tendencia del cine francés, acompañado por una nota editorial de Doniol-Valcroze que intentaba anticiparse a las reacciones que podría generar su polémico tono. Las opiniones se dividieron y se polarizaron de inmediato: se defendía y se criticaba a la vez al joven critico que se atrevía a atacar a los intocables del cine francés. “«Inventar sin traicionar» -refiere Truffaut en su texto- es la frase clave que Aurenche y Bost gustan citar, olvidando que también se puede traicionar por omisión. El sistema de Aurenche y Bost es tan atrayente en el enunciado mismo de su principio que nadie se ha cuidado de verificar de cerca el funcionamiento”.
La plantilla de Cahiers, que integraban Alexandre Astruc, Pierre Kast y Jean-José Richer se ampliaba ahora con la llegada de François y sus jóvenes amigos, Rohmer, Godard, Rivette, Chabrol y Charles Bitsch entre otros, a los que Bazin bautizó como los “hitchcocko-hawksianos”. Entre marzo del 53 y noviembre del 59 Truffaut publicaría ciento setenta artículos en esa revista, básicamente críticas a películas de cartelera y entrevistas a directores de cine.
En 1954 fue contactado por los editores del semanario cultural Arts-Lettres-Spectacles, casa de los intelectuales derechistas de la época. Los honorarios de Arts eran superiores a los de Cahiers y para él representaba mejorar su situación económica. En cinco años publicó quinientos veintiocho artículos para Arts, en los que continuó sus ataques a la tradición de calidad, además de arremeter contra los intelectuales de izquierda. También escribió doce artículos para el semanario católico Radio-Cinéma-Télévison, colaboró para France-Observateur, así como para La Parisienne, y fue el editor de la sección de cine del fugaz periódico Le Temps de Paris. Su estilo era rudo, polémico y moralizante, mezcla de vehemencia y humor. Sin embargo a la hora de los elogios también era pródigo, sobre todo con los directores que tenían sus afectos.
Así mismo su escritura es rica en juegos de palabras, bromas, sátiras y una fina y erótica descripción de los atributos físicos de las actrices de cine. Para referirse a Marilyn Monroe en La comezón del séptimo año (The Seven Year Itch) escribe: “En la película, el centro de interés se desplaza hacia la heroína, por la excelente razón de que cuando ella está en la pantalla no hay otra parte donde mirar excepto a su cuerpo, de la cabeza a los pies, con mil paradas a lo largo del camino. Su cuerpo nos endereza en las butacas y nos hace mirar la pantalla como un imán que atrae un pedazo de metal. En la pantalla no hay oportunidad de reflexionar. Caderas, nuca, rodillas, oídos, codos, labios, palmas y perfiles, se imponen sobre tracking shots, enfoques, panoramas sostenidos y fundidos”.
El estilo provocador y de rebelión contra el academicismo reinante, así como los medios en los que escribía lo situaron a la derecha, en un panorama cultural dominado por la izquierda y que tenía sus mayores representantes en L’Express, Les Temps Modernes y Positif, desde donde se le acusaba incluso de fascista. Las provocaciones continuaban: hubo artículos en los que defendía la censura impuesta a los filmes norteamericanos, alabó un texto de cine escrito por un colaborador nazi, rindió tributo a la monarquía francesa y entró en contacto estrecho con el veterano crítico François Vinneuil, cuyas inocultables ideas antisemitas lo habían llevado a la cárcel. Todo era un vértigo. “No vivíamos”. -anotaba Eric Rohmer sobre esa época. “La vida era la pantalla, eran las películas, era discutirlas y escribir sobre ellas”.
Junto a Jacques Rivette se dedica también a entrevistar a sus directores favoritos, grabando las conversaciones y reproduciéndolas en la revista. Truffaut se hace amigo personal de Renoir, de Max Ophuls y sobre todo de Rossellini, para quien escribe guiones y trabaja en la adaptación de proyectos, que aunque no llegaron a realizarse, lo marcarían de manera indeleble. Y como critico, le permitiría desarrollar su teoría de autor (politique des auteurs), un concepto que implica el conocimiento profundo del director de cine y una defensa irrebatible de su estilo –manifestado por la puesta en escena- y de su concepción del cine, sin importar si alguna de sus películas no alcanzara la calidad esperada: “Cada película de autor se vuelve la historia de un fracaso, de la perfección sacrificada: y sólo el cuerpo completo de su trabajo, volviendo sobre las huellas de un viaje único y personal, pueden permitirnos comprender a un autor. La teoría entera se basa, por lo tanto, en lo que podría llamarse la “paradoja del filme menor”. Para él el autor por excelencia era Alfred Hitchcock. Y respecto a los franceses: Becker, Bresson, Cocteau, Gance, Leenhardt, Renoir, Tati.
Afirmaba Truffaut que, “Podría suceder que un mal director llegase a hacer un film que diese la impresión de ser bueno porque tuvo la suerte de tener un buen guión y unos actores excelentes. De todos modos este ‘buen’ filme no tendría valor ante los ojos de un crítico, porque fue simplemente una coincidencia de circunstancias. Inversamente, podríamos encontrarnos una situación en la que un buen director hiciese una “mala” película por las mismas circunstancias, pero al revés; pero este filme tendría más interés para el crítico que el “buen” filme de un mal director. Lo interesante es la carrera de un buen director, por cuanto refleja su pensamiento desde su comienzo a su fase de mayor madurez. (…) Esto lo he resumido en un ejemplo que nunca me ha perdonado Jean Delannoy. Dije que el mejor filme de Delannoy jamás se podría igualar al peor filme de Renoir. Y esto es lo que se entiende en realidad por politique des auteurs”
Curiosamente, el convertirse en director le permitió a Truffaut reevaluar sus ideas y darse cuenta de la complejidad y dificultad que implica realizar una película. En el prologo a su libro Les films de ma vie publicado en 1975 lo podemos entender mejor: “Cuando tenía veinte años discutía con André Bazin porque él comparaba a las películas con la mayonesa: cuajaban o no. (…) No se si alguno de ellos piensa alguna vez en esa antigua discusión, pero estoy seguro ahora de que todos hemos adoptado la teoría de la mayonesa de Bazin porque hacer cine en realidad nos ha enseñado mucho: da tanto trabajo hacer una película mala como una buena. Nuestro film más sincero puede parecer falso. La película que hacemos con nuestra mano izquierda puede convertirse en un éxito internacional. Una película perfectamente común hecha con energía puede resultar ser mejor cine que un film con intenciones ‘inteligentes’ más o menos bien ejecutado. El resultado rara vez está a la altura del esfuerzo. El éxito cinematográfico no es necesariamente resultado del esfuerzo mental sino de una armonía de elementos que existen en nosotros y de los que podemos no ser conscientes: una afortunada fusión del tema con nuestros sentimientos más profundos, una coincidencia accidental de nuestras propias preocupaciones en cierto momento de la vida con las del público”.
¿Puede un crítico hacer cine?
“A menudo me preguntan en qué momento de mi cinefilia he tenido el deseo de convertirme en director de cine o crítico, y a decir verdad no puedo decir nada; solamente sé que quería aproximarme cada vez más al cine”. A fines de 1954, con Robert Lachenay como productor-asistente y Jacques Rivette tras la cámara, realiza un primer cortometraje, mudo y en blanco y negro, Une visite, sobre un joven inquilino en casa de una mujer mayor. “En cualquier caso no había historia, era incomprensible e inmostrable” -reconocía. Decepcionado por el resultado final, guarda el rollo filmado, que sólo se exhibe en 1982 para persistente bochorno del autor.
En un artículo publicado en Arts en mayo de 1957, François parece premonitorio al anticipar sus intenciones como futuro creador: “El cine del mañana me parece incluso más personal que una novela individual y autobiográfica, como una confesión o un diario. Los jóvenes directores se expresarán en primera persona y relatarán lo que les ha ocurrido: puede ser la historia de su primer amor o del más reciente; de su despertar político; la historia de un viaje, una enfermedad, su servicio militar, su matrimonio, sus últimas vacaciones… y se va a disfrutar porque será verdadero y nuevo…”. Ese mismo año conoce a Maurice Pons, autor de un libro de cuentos, uno de los cuales, Les Mistons le atrae como para ser filmado. En abril contacta al actor Gerard Blain, que protagonizará el cortometraje junto a su joven esposa, Bernadette Lafont. Presentado a la prensa y a los amigos a fines de ese año con buenos comentarios, en febrero de 1958 ganó el premio al mejor director en el Festival du film Mondial en Bruselas. El director Jean Delannoy fue la única nota discordante, pues los niños del filme destrozan un afiche de Chiens perdus sans collier, una de sus películas. Era un pequeño símbolo, pero uno muy diciente: era la nueva ola del cine francés, arrastrando y arrancando las viejas estructuras del cine francés tradicional.
Sin embargo, Delannoy puso el dedo en la llaga: François se había comprometido con Madeleine Morgenstern, la hija del director de Cocinor (Comptoir cinématographique du Nord), una importante distribuidora, para poder financiar sus filmes y hasta para organizar una compañía productora propia, Les films du Carrosse. La pareja se casó el 29 de octubre de 1957 en una ceremonia civil, pues Madeleine era judía. A los 25 años, François había puesto freno -según algunos- a su agitado existir.
Para Pierre Braunberger adapta la novela Temps Chaud, de Jacques Cousseau, tras firmar un contrato en marzo del 1958, en donde François sería el director y editor, con Bernadette Lafont y Jean Claude Brialy como protagonistas. Esperando el inicio del rodaje, realizó un cortometraje filmado en dos días, Histoire d’eau, dedicado a Mack Sennett, en el que Godard ayudó en la edición y reescribió mucho del dialogo. Aprovechando las inundaciones al sur de París, Truffaut filma a una pareja en un auto, tratando de superar los caminos bloqueados y los campos inundados, mientras reflexionan sobre el amor, el clima y la literatura. Una lesión grave de Bernadette pospone aun más la filmación y Truffaut decide lanzarse a otra aventura. Asiste por última vez al Festival de Cannes como crítico y deja oficialmente esa actividad. A su puerta dan cuatrocientos golpes.
Las playas del cine francés son sacudidas por una nueva ola
Con la financiación de su suegro asegura la financiación de un nuevo proyecto, basado en sus experiencias de infancia y adolescencia. Nacían Los cuatrocientos golpes (faire les quatre cents coups es una expresión que significa “hacer travesuras o meterse en problemas”). Para conseguir su actor protagonista, se puso un anuncio en France-Soir entre septiembre y octubre de 1958 al que cientos de jóvenes respondieron. El elegido fue un joven de catorce años, Jean-Pierre Léaud, hijo de un asistente de guionista y de una actriz, un chico inestable y mal estudiante.
En la mañana del 10 de noviembre de 1958 se inicia el rodaje, con el veterano Henri Decaë como director de fotografía. Esa noche, destino travieso y creador de mitos, fallece André Bazin de leucemia. La filmación termina el 5 de enero de 1959. En abril es -para sorpresa general- seleccionada para ser presentada en Cannes, donde obtendría el premio al mejor director. Con ese triunfo no se premiaba una película: se validaba una nueva propuesta estética, una “nueva ola” renovadora y crítica. Pierre Billard usó el termino para referirse al nuevo cine francés en 1958 en la revista Cinéma, a partir de un artículo de la periodista Françoise Giroud publicado el año anterior en L’Expres. Sin embargo, sólo fue hasta el estreno de Los cuatrocientos golpes y de Los primos de Claude Chabrol que los medios hicieron uso extenso de la expresión nouvelle vague y la pusieron de moda como símbolo de una ruptura que iba mucho más allá de un capricho fugaz.
Los orígenes de la crisis que le dio origen no estaban muy lejos: la generación de directores de los años cincuenta se retiró a los estudios a hacer películas basadas en guiones muy bien elaborados pero adscritos a un formulismo que reducía todo a patrones idénticos de estilo y construcción narrativa, una especie de “receta para el éxito” ya probada. El foco temático estaba siempre lejos de la actualidad y puesto en el pasado, pues estos directores anres que buscar crear un mundo personal, se quedaron dependiendo de obras literarias preexistentes así como de la labor de guionistas profesionales. Para esos directores era más importante la reconstrucción de la escenografía y los decorados del periodo que querían retratar, que la relevancia que estas historias tenían para los espectadores contemporáneos que las veían.
La innovación y el riesgo eran las grandes ausentes del cine de los años cincuenta. De alguna forma los directores de esta generación se volvieron víctimas de su propio éxito critico y comercial y a medida que la década avanzaba se movieron hacia presupuestos mayores, lo que les permitió utilizar el color y la pantalla ancha, así mismo hacer parte de coproducciones internacionales, diseñadas para audiencias multinacionales y con pretensiones meramente comerciales. No había espacio para las producciones independientes y pequeñas.
En Seule la crise sauvera le cinéma français: il faut filmer autre chose, avec un autre esprit et d´autres méthodes, un artículo suyo publicado en Arts en enero de 1958, Truffaut se muestra deseoso de alzarse en armas: “Hay que rodar en las calles e incluso en apartamentos reales, en vez de extender grasa artificial en los decorados y de plantar la cámara delante de cinco espías patibularios, como Clouzot; hay que filmar historias más consistentes delante de verdaderas paredes grasientas. Si el joven cineasta debe dirigir una escena de amor, en vez de obligar a sus intérpretes a recitar los estúpidos diálogos de Charles Spaak, debe rememorar la conversación que ha tenido la noche antes con su mujer o -¡por qué no!- dejar que los actores encuentren por sí mismos las palabras que están acostumbrados a pronunciar”.
Truffaut y los demás directores franceses que presentaron filmes en Cannes en 1959 eran todos extremadamente jóvenes y a ellos se sumaron el casi medio centenar de nuevos realizadores que al año siguiente presentaron su primera cinta. Estos hombres aplicaron la realidad y lo cotidiano a sus propuestas estéticas, por lo que las formas cinematográficas se refrescaron considerablemente. Se usó la cámara en mano, ediciones de corte directo, películas de bajo costo en lugares naturales fuera de estudio y con actores no profesionales, y se hicieron experimentos sobre las estructuras del lenguaje cinematográfico, partiendo todos de una misma premisa: la absoluta libertad para elegir la temática de su cine.
Los creadores de la nouvelle vague y sus seguidores -Alain Resnais, Jacques Demy, Philippe De Brocca, Alain Robbe-Grillet, Agnes Vardá o Jean Rouch- se preocupaban por que el film se considerase por encima de todo como una película “de autor”, donde el director tenía que encontrarse -creativamente hablando- por encima de cualquier otra persona relacionada con la producción de la película: la cinta tenía que salir de él; ni el guionista, ni el productor, ni los estudios podían inmiscuirse en la labor creativa del verdadero hacedor del film, esto es, el director y sus ideas sobre el cine y la vida.
La nouvelle vague no representaba exactamente una vanguardia estructurada ideológicamente, sino una reacción de choque, una paliativo casi moral a una situación extrema e intolerable. Por el mismo motivo sus producciones adolecían de una gran irregularidad cualitativa y no faltaron los oportunistas que arroparon su falta de talento con la bandera de la nuovelle vague.
Para Truffaut este periodo coincide con el éxito comercial y artístico de Los cuatrocientos golpes, lo que le permitió llevar una vida acomodada y sin ningún afán económico. El reto era, sin embargo, corresponder con otro filme a las expectativas de su opera prima. Era hora de adaptar una novela de David Goodis, uno de sus autores norteamericanos favoritos, llamada Down There, publicada en la serie negra de Gallimard como Dispárenle al pianista, título que llevaría el futuro filme. Lo más importante de este segundo filme es la gente que se vinculó a la producción y que entraría a ser parte de su equipo permanente, entre ellos Suzanne Schiffman, graduada de literatura en La Sorbona y que entra como supervisor de la continuidad del guion y que terminaría siendo la asistente del director; un egresado del conservatorio de París, Georges Delerue, se convertiría en su compositor habitual; mientras Raul Coutard en la dirección de fotografía contribuiría a hacer de Disparenle al pianista, el aporte estilístico de Truffaut a la nouvelle vague, con su mezcla de géneros, sus cambios de ritmo y de tiempo.
La película se estrenó en París en noviembre de 1960, con poco éxito en taquilla, fracaso que coincide con los descalabros de A woman is a woman de Godard, Les Godelureaux de Chabrol y Lola de Demy. Incluso Le petit soldad de Godard fue prohibida en Francia. Paradójicamente los filmes de los directores atacados por la nouvelle vague eran bien recibidos. Muchos periodistas culpaban al movimiento de la deserción que acompañó al cine en ese momento, pues las películas eran consideradas demasiado intelectuales y aburridas. La critica también acusaba al movimiento de vacío.
Involucrado de lleno en sus siguientes películas, Truffaut no alcanza a presentir que la nouvelle vague se moría: el detonante fue un juicio por calumnia que Roger Vadim interpuso contra él a raíz de un articulo de France-Observateur publicado en diciembre de 1960, en el cual Truffaut se queja de la intervención de Vadim en un filme de Jean Aurel -La Bride sur le cou– protagonizada por Brigitte Bardot. El juicio divide al grupo en dos bandos, Truffaut pierde y todos se desmoralizan, lo cual marca la era de la desbandada, acrecentada por rivalidades estilísticas y comerciales al parecer irremediables. Muy pocos sobrevivirán, absorbidos por el cine comercial contra el que tanto lucharon. En 1967, un decepcionado Truffaut declararía que “Hoy en día hay que estar tan orgulloso de haber sido y de ser de la nouvelle vague, como de haber sido judío durante la ocupación”. Tan evidente amargura no puede hacernos olvidar que el cine posterior de este director nunca perdió de vista los principales postulados del movimiento: libertad, independencia, sensibilidad.
Antoine Doinel o el cine en primera persona del singular
En una serie de películas dispersas a lo largo de veinte años, Truffaut construyó un personaje a la manera de su alter ego. Se trata de los filmes que narran las aventuras de Antoine Doinel, Los cuatrocientos golpes, Antoine y Colette, Besos robados, Domicilio conyugal y El amor en fuga, interpretados todos por el actor Jean-Pierre Léaud durante diversas épocas de su vida. El mismo director lo aclaraba: “Antoine Doinel es todavía el mismo personaje, bastante cerca de mí sin ser yo, bastante cerca de Jean-Pierre Léaud sin serlo. El personaje de ficción Antoine Doinel es, pues, una mezcla de dos personajes reales, François Truffaut y Jean-Pierre Léaud”.
Cuando se decidió a filmar un primer largometraje, Truffaut tuvo que recurrir -ante la falta de una idea original- a extractar episodios de su propia vida y la de Robert Lachenay e imbricarlos y compactarlos en la existencia de un solo ser, un joven tan falto de cariño y oportunidades como lo fue él en su propia infancia. Esto además era consecuente con los libérrimos postulados de su texto Una cierta tendencia del cine francés: nada de adaptaciones novelescas, nada de guiones estructurados, nada de imposturas.
Sin embargo, a la hora de concretar el guión, es necesaria la colaboración de Marcel Moussy -libretista de un programa de televisión- para que ponga las cosas en su sitio y evite abusos autoreflexivos y ajustes de cuentas con personajes reales.
Así surgen Los cuatrocientos golpes, donde por primera vez vemos a Antoine, aún un colegial travieso e incomprendido por sus padres. Varias de las desventuras del personaje le ocurrieron al director: al abandonar definitivamente sus estudios, Truffaut debió solventarse vendiendo “catálogos” de listas de las películas en exhibición en la ciudad así como las fotos promocionales (stills) de las salas de cine, que robaba con Lachenay en las noches. En la película se describe además el robo de una maquina de escribir, episodio real con el que se pretendía cubrir las deudas de su malhadado cineclub, Le Cercle Cinémanie. Esas mismas deudas serán el motivo de su encarcelamiento en una estación de policía, como tan bien se describe en el filme, lo que convertirá a Antonie en un delincuente juvenil.
A Antoine volveremos a verlo unos años más tarde, ya independiente, en Antoine y Colette, un mediometraje que hace parte de un colectivo titulado El amor a los veinte años, realizado por encargo del productor Pierre Roustang. Antoine trabaja en una compañía productora de discos de vinilo y conoce -para enamorarse inmediatamente- a Colette en un concierto, pero la chica no se muestra interesada en él. Truffaut conoció en un campo de verano a Liliane Romano, su primer amor. En París la chica no quiso continuar con él a pesar de sus requiebros, tal como Colette en el filme.
El muy persistente Antoine decide arrendar un apartamento en un edificio al frente de la ventana del de los padres de la joven, como hiciera Truffaut unos años después al enamorarse perdidamente de Liliane Litvin, una joven aficionada a la cinemateca de quien llega a obsesionarse tanto que, desilusionado por su indiferencia, en una ocasión se produjo veinticinco cortes con una cuchilla en su brazo derecho. Antoine no llega a tanto, pero tampoco logra conquistar a Colette.
En parte por el fracaso con Liliana y en parte por la soledad, Truffaut decide enrolarse en el ejercito, donde tras desertar es retenido en la prisión de Coblenz hasta su liberación en 1952, luego de innumerables humillaciones a las que los militares lo sometieron. Una de esas descargas de insultos la utilizaría al inicio de Besos robados, cuando Antoine es dado de baja del ejercito.
En este momento la vida del personaje se separa de la Truffaut y empieza a moverse por sí solo: Antoine es portero de un hotel, detective privado encubierto como vendedor de zapatos y por último reparador de televisores. Meses antes de que Francia se convulsionara con los eventos de mayo del 68, Truffaut creaba un héroe que parecía anacrónico, de otra era, un romántico incapaz de adaptarse a la vida o conseguir un trabajo estable, pero que encuentra por fin un amor, encarnado en Christine (La joven actriz Claude Jade), una violinista con la que contraerá matrimonio, como nos lo revelará en Domicilio conyugal: ella da clases de violín, él tiñe flores para un florista. Debutan aquí como padres -su primogénito se llama Alphonse- pero Antoine no se ve todavía apersonado de su rol paternal.
A pesar de las diferencias laborales y personales, sigue habiendo mucho de Truffaut en este personaje, no sólo por su donjuanismo, sino por referencias incluso directas, como la que tiene a Antoine escribiendo una novela -“Amor y otros problemas”- en la que se “desquita” de sus padres y además separándose de su esposa como vemos en El amor en fuga. La esposa de Truffaut había solicitado y obtenido el divorcio en 1965, por lo que no era difícil suponer que a Antoine y a su cónyuge le iba a ocurrir algo similar. Cuando el filme empieza vemos a una pareja retozar y abrazarse en una habitación: se trata de Antoine y Sabine, su amante. Una citación entre Antoine y Christine en un juzgado da pie a una gran cantidad de flashbacks que cierran el círculo de la historia, incorporando fragmentos de todas las películas previas e incluyendo la aparición de Colette ya adulta. Toda la película es una confusión de parejas y una remembranza emotiva del existir de este personaje, lo que incluye saldar algunas cuentas con su familia, con ese pasado que tanto le dolía.
Lo último que vemos de Antoine son los apasionados besos que le da a Sabine en una tienda de discos, mientras se intercalan imágenes suyas de un momento feliz de Los cuatrocientos golpes, cuando Antoine se escapa a un parque de diversiones y entra a una “licuadora” mecánica que al girar a gran velocidad lo adosa a sus paredes. En ese mismo aparato, que mezcla y desorienta, hay otras personas y a veces la cámara se confunde y no sabemos quién es quién. Si nos fijamos bien, veremos entre esas personas a un hombre joven. Ya lo adivinan. A un hombre joven llamado François Truffaut.
De niños perdidos y de hombres que no quieren crecer
Decía Luis Alberto Álvarez sobre Truffaut que “toda su obra es una búsqueda de la infancia perdida”. La frase se comprende en toda su extensión cuando apreciamos la manera en que Truffaut ha modelado a Antoine. Su alter ego, aunque ya adulto, sigue siendo un niño. Truffaut caricaturiza el personaje, lo hace infiel y enamoradizo y le da un empleo probando modelos pequeños de barcos en un estanque, como si estuviera jugando. Curiosamente, el mismo empleo lo comparten dos protagonistas de sendas películas, Bertrand en El hombre que amaba a las mujeres y Bernard en La mujer de al lado. No es casual, no puede serlo. El director ve a sus personajes como seres sin infancia -como él- que deben en su adultez recuperar el tiempo perdido y por eso lo que le ofrecen a sus parejas es un amor infantil, inmaduro y provisional, proclive a la infidelidad. ¿Justificaba así sus propios deslices afectivos? Quizá, pero es posible que él lo viera -y no pretendemos defenderlo- como una oportunidad de recuperar el tiempo y las oportunidades perdidas.
Pero sin necesidad de sublimar épocas ya idas, la verdad es que uno de los factores comunes que interconecta su cine es la presencia permanente de la infancia. Niños son Les mistons, inolvidables son los pequeños espectadores que asisten alelados a la función de títeres de Los cuatrocientos golpes, un niño -Fido- es el hermano de Charlie en Dispárenle al pianista, arrojándole leche al automóvil de unos gansters; un bebe porta un librito en el mundo futurista de Fahrenheit 451; Jules y Catherine tienen una hija en Jules y Jim, así como Antoine y Christine en Domicilio Conyugal, mientras un niño sordomudo acompaña asombrado a Julien en El cuarto verde… los ejemplos podrían extenderse fácilmente por toda su obra.
Dos películas rindieron homenaje explícito a los niños, desde ángulos muy distintos pero complementarios. En una el propósito es didáctico, en la otra es testimonial. En 1970 llega El niño salvaje, un filme de época que es una variación del tema del niño abandonado a su suerte, deprivado de afecto y calor humano. Bien lo dijo Truffaut, quién coprotagonizó el filme como actor: “Es una película que responde, diez años más tarde, a Los cuatrocientos golpes. Tenemos en la pantalla, como habíamos dicho antes, alguien que carece de algo esencial, pero esta vez hay personas que van a tratar de ayudarle”. Truffaut interpreta al Dr. Itard, encargado de readaptar a la sociedad a Victor, un niño absolutamente montaraz encontrado en un bosque. La historia surge a partir de un libro de Lucien Malson, Les Enfants sauvages: mythe et réalité que analizaba 52 casos de niños abandonados, que crecieron solos; el argumento fue escrito en el verano de 1968 por Truffaut y Jean Gruault, para una película que sería la primera que Nestor Almendros fotografiaría para este director. Hay aquí una enorme confianza en el proceso educativo, en la posibilidad de redimirse gracias a la cultura, como le ocurrió a Truffaut con su mentor Bazin y a aquel con Léaud.
El naturalismo de esta cinta contrasta con el ambiente cien por ciento escolarizado de Dinero de bolsillo (L’argent de poche, 1976), una mirada testimonial y de primera mano sobre la infancia, hecha por completo desde el punto de vista de un bullicioso grupo de escolares en la ciudad de Thiers. En este caso los terribles profesores de Antoine han sido reemplazados por seres humanos, con vida propia, con sentimientos, con cariño hacia sus alumnos. “Lo que contaba era conseguir risas, no a expensas de los niños sino con ellos, incluso no a expensas de los adultos sino con ellos, en la búsqueda de un delicado balance entre gravedad y ligereza”. Pero más que generar risas, es una profunda ternura la que invade a esta película, donde niños de todas la edades -desde la infancia hasta el borde de la adolescencia- tienen parte importante.
Uno de ellos, Julien es maltratado por sus familiares, lo que lleva a un discurso final de uno de los profesores, que se antoja una declaración dictada directamente por Truffaut respecto a la responsabilidad que tienen los adultos sobre los niños y que, si lo vemos bien, podría expandirse a la responsabilidad del director de cine frente a la infancia, como él mismo lo expresó: “Finalmente, al contrario de lo que leo con frecuencia allá o acá, las películas no pueden hacerse con niños para comprenderlos mejor. Los niños deben ser filmados sólo porque los amamos”.
La última escena de su involuntaria última película, Confidencialmente tuya, son los pies de los niños del coro de una iglesia pateando el filtro del lente de una cámara fotográfica. Hay picardía y una alegría profunda en ese juego. Son las ganas contagiosas de vivir que transmiten los niños. Las mismas del cine que Truffaut hizo siempre.
Declaración de amor perpetuo a los libros y al cine
En Los cuatrocientos golpes, Antoine erige un altar a Balzac que por poco provoca un incendio en la casa de sus padres. Su amor por el escritor lo lleva a querer copiarle el estilo para una tarea escolar. Pero el profesor no ve en el homenaje sino una vulgar copia y lo amonesta con severidad. Años más tarde en La piel suave, sería Balzac el tema de una de las conferencias que Pierre Lachenay da y que le sirve para conocer a su futura amante.
Los créditos de Las dos inglesas y el continente aparecen sobre el lomo y el texto de la novela que le da origen. En el fondo, toda esta película se refiere a la vida escrita, a los diarios, a los recuerdos recogidos, a las cartas donde se atoran y se alivian sentimientos. Sus personajes parecen vivir a un ritmo literario, como si supieran su génesis y como si anticiparan que su vida va a ser recogida en palabras al final del filme. Pero es otra la película en la que Truffaut depositó todo su amor a los libros.
Fahrenheit 451 nos habla de una sociedad totalitaria del futuro donde los libros están prohibidos y deben ser quemados, como nos lo anticipan los créditos de la película, pronunciados y no escritos. Pero la resistencia civil se organiza de una manera curiosa: los rebeldes, imposibilitados de conservar un libro, se transforman en uno. Cada cual se aprende un libro de memoria y lo repiten sin cesar, son gente-libro creando una nueva tradición oral que les permite escapar al régimen y vivir enamorados –así como Truffaut- de los libros.
Pero si con los libros es evidente, es más obvio todavía que todas las películas de Truffaut, mordiéndose la cola, hablan de cine. Sus personajes van a cine, leen de cine, discuten de cine, son cine. En el mundo de sus películas hay una calle llamada Jean Vigo, una marquesina que anuncia a John Ford, un sueño de un bombero que se asemeja al del protagonista de Vértigo, un ejemplar de Cahiers a punto de ser quemado en una pira literaria futurista y hasta es posible que Jacques Tati -como el señor Hulot- haga una aparición en Domicilio Conyugal. El arte que transformó su vida es el tema último de toda su filmografía. La noche americana resumió toda esa pasión en una sola cinta y lo que obtenemos es la vivencia agradecida de un hombre, una autentica profesión de fe en un arte.
Ferrand, el director de cine que Truffaut interpreta en ese filme no está dirigiendo una película, está haciendo un diario de su propio existir. El proyecto ficticio a filmar se llama Je vous présente Pamela y es una mirada nostálgica pero contundente a las bambalinas de un rodaje, a la tras escena no siempre feliz en la que transcurren los días que dura la realización de una película. Lo curioso es que el supuesto filme a realizar no es una obra “de autor” sino una película comercial de pocas campanillas, pues el propósito de Truffaut era básicamente anecdótico, no técnico: “No voy a revelar toda la verdad acerca del arte de filmar, sino algunas cosas reales que ocurrieron en mis películas anteriores o en las de otros”. El resultado es una historia de amor… al cine.
Presentada fuera de competencia en el Festival de Cannes, se estrenó en París a fines de mayo de 1973, para complacencia de público y crítica. El tres de abril del año siguiente, en el Music Center de Los Angeles, el actor Yul Brynner le entregaría el Oscar a la mejor película extranjera por La noche americana.
Truffaut pensaba que el cine era mejor que la vida. ¿Queda alguna duda?
La serie negra francesa
“A diferencia de la mayoría de los espectadores de mi edad, no me identificaba con los héroes, sino con los perdedores y, en general, con cualquier personaje que estuviera equivocado. Por eso es que las películas de Alfred Hitchcock, dedicadas al miedo, me conquistaron desde el principio”. Tras la ocupación alemana y el fin de la guerra, las películas norteamericanas regresaron a Francia en 1946 luego de una larga ausencia. Varios de los thrillers de Hitchcock hacían parte de ese grupo y Truffaut se convirtió instantáneamente en admirador de su estilo. La obra del director inglés reflejaba exactamente las bondades de su “política de autor”, de ahí que sus grandes películas fueron escrutadas permanentemente por su pluma en Cahiers. La visita al oráculo ocurrió en agosto de 1962, en Los Ángeles. Seis días de entrevistas dieron cuerpo cuatro años después a El cine según Hitchcock, la más clara muestra de fidelidad y respeto de Truffaut hacia la obra integra de quien según sus palabras es, “el hombre por el que amamos ser odiados”.
Seis películas hacen honor a ese influjo: Dispárenle al pianista, La novia vestía de negro, La sirena del Mississippi, Una bella chica como yo y Confidencialmente tuya. Una autentica serie negra francesa, hermosa en sus propósitos e irregular en sus resultados. Su mejor thriller fue Confidencialmente tuya, porque decidió no tomarse en serio, no jugar a John Huston o a Howard Hawks y burlarse de si mismo y del género negro, homenajeando a Hitchcock en cada esquina. Al protagonista le gustan las rubias; hay un hombre muerto con un cuchillo en la espalda, lo cual hace que no quede “La sombra de una duda” sobre el culpable y como en La ventana indiscreta, ese mismo hombre inculpado está imposibilitado de moverse, encerrado en un sótano y va a requerir la ayuda de una mujer.
El problema de sus thrillers es que sus protagonistas son demasiado sensibles, demasiado llenos de motivos para triunfar en la empresa criminal. Truffaut no fue capaz de despojarlos de alma, de sentidos, de capacidad de perdonar. Una melancolía típicamente europea tiñe con otros tonos sus filmes negros. Como era de esperarse sus personajes mejor dibujados fueron las mujeres de cada película: Léna (Marie Dubois), Julie Kohler (Jeanne Moreau), Julie Roussel (Catherine Deneuve), Camille Bliss (Bernadette Lafont) y Barbara (Fanny Ardant), personajes fortísimos y hasta en ocasiones crueles, pero siempre obrando según su propia manera de ver y entender el mundo. Sin embargo, su creador estaba demasiado enamorado de estas mujeres como para hacerlas sufrir o para que hicieran sufrir. A él sólo se le ocurría amarlas.
Pasión, amor y otros problemas
En El amor en fuga, un nostálgico Antoine recuerda a su madre, “Ella me enseñó que el amor es lo único que importa”. Cerrando heridas, Truffaut parece reconciliarse con su imagen materna, pero más importante aún, nos confiesa en ese filme la pasión que lo alimenta y que una y otra vez ha engalanado su celuloide. Desde las prostitutas de su juventud hasta las más glamorosas estrellas de cine a las que tuvo alcance, la fascinación de este director por las mujeres y por el amor no tuvo límite. Es su actitud la recogida por Arthur en Una bella chica como yo y por Alphonse en La noche americana y es su voz la reflejada en el personaje de Plyne en Dispárenle al pianista: “La mujer es pura, delicada, frágil. Las mujeres son maravillosas, las mujeres son supremas. Para mi las mujeres siempre fueron supremas”. De casi todas sus actrices se enamoraba perdidamente, tenerlas a su lado era su obsesión, sin importarle estado civil o compromisos propios o de ellas.
Los niños de Les mistons se preguntaban “¿Qué eran el amor imposible y los besos, que estábamos tan orgullosos como si fueran nuestros?”. Y esa curiosidad exploratoria parece ser la misma de Truffaut: él fue en realidad el hombre que amaba a todas las mujeres y aunque en su vida personal eso le generaba conflictos apenas imaginables, tal embeleso contribuyó a los espléndidos retratos femeninos de sus películas y a mostrarnos el complejo espectro de la pasión amorosa en todas sus formas.
En 1962 filma Jules y Jim, adaptación de la primera novela del septuagenario autor Henri-Pierre Roché, y que había tenido oportunidad de leer en 1956. La película es ideal para mostrarnos a la mujer sin ataduras, impredecible e impulsiva que tanto admira. La vitalidad de Catherine (interpretada por Jeanne Moureau) arrastra consigo a dos amigos en un torbellino que sólo la muerte podrá resolver. Otro triángulo amoroso, pero con cambio de género, es el que nos muestra diez años después en Las dos inglesas y el continente –originalmente otra novela de Roche- donde ahora el foco de atención es un hombre -Claude (Jean-Piere Léaud)-, cuya presencia perturba y divide a dos hermanas, Anne y Muriel. El director intenta mostrarnos aquí las diferentes etapas que una relación amorosa enfrenta a medida que las personas maduran: al principio el amor adolescente y platónico, que se cree eterno e infinito, entre Claude y Muriel; después el amor físico adulto entre Claude y Anne. Entre ambos extremos veremos la fugacidad de las parejas ocasionales que servirán de aprendizaje, así como también el adulterio y, porqué no, la auto satisfacción. La muerte también jugará sus cartas para dar por terminado, con dolor, este conflicto afectivo.
Truffaut identifica la pasión amorosa con la locura, con la incapacidad de reflexionar con claridad cuando estamos frente al objeto de nuestros afectos. Y lo más curioso, ve a la pasión desbordada como un exceso punible que debe ser castigado, por lo general con la muerte, como observamos incluso desde una obra tan temprana como Les mistons. Respecto al matrimonio su opinión no es más diáfana, pues por lo general lo equipara con el aburrimiento, con las costumbres predecibles que justifican la aparición de aventuras extraconyugales. Hay tedio marital en Los cuatrocientos golpes -lo que lleva a un affaire de la madre de Antoine-, en Dispárenle al pianista, en La piel suave, en La mujer de al lado, en Domicilio conyugal. El matrimonio como institución lleva al dolor en La novia vestía de negro, y a la degradación y al engaño en La sirena del Mississippi.
La piel suave es la más física de sus historias pasionales, la que más se regodea en el cuerpo de la mujer amada, deseada y, claro, prohibida. Ella es Nicole (Françoise Dorleac, trágicamente fallecida), una azafata seducida por un hombre maduro, Pierre Lachenay, -un catedrático casado y padre de una hija- quién literalmente enloquece por esta esbelta rubia. Su encuentro furtivo en una posada es uno de los momentos más sensuales de su cine, remembranza emocionada de Los amantes de Louis Malle. En las historias de Truffaut hay por lo general una mujer fuerte y terrenal contrapuesta a un hombre con rasgos infantiles y en La piel suave es Franca, la esposa de Pierre, que al final se encargará de hacer justicia y castigar -definitivamente- su adulterio.
Pero si de locuras amorosas se trata, del amor fou llevado al extremo, hay dos películas definitivas: La historia de Adele H y La mujer de al lado. La primera se basa en la historia de Adele, la hija de Victor Hugo, quién huyó a Halifax en 1863 obsesionada por Albert, un oficial del ejército que no le corresponde. Enferma de amor, en su locura inventa un mundo ficticio, poblado de mentiras cada vez mayores. Truffaut ha querido mucho el personaje de Adele: en su urgencia y en su pasión es posible descubrir al director. En un momento dado Adele exclama en voz alta “Nací de padre desconocido” y ya no tenemos dudas sobre la construcción autobiográfica de este personaje triste, quien también correrá la misma suerte de aquellos que en el cine de este autor se atreven a amar. Eso, obviamente, les ocurrirá también a los amantes desafortunados de La mujer de al lado, Bernard (Gerard Depardieu) y Mathilde (Fanny Ardant, su segunda esposa), una antigua pareja que el destino reúne de nuevo ahora como vecinos. Lentamente la pasión volverá a encenderse entre ellos, lentamente caerán en el fuego y arderán allí -obsesos, ciegos, sedientos- sin remedio alguno. Hay algo de patetismo en la descripción de su necesidad perturbadora de verse, en su incapacidad para separarse a pesar de que no tienen nada a favor y que saben -lo peor es que lo saben- que están condenados. Lo decía Truffaut, “Cuando una relación amorosa termina mal y nos deja despedazados, nos sentimos ´como de recoger con cuchara´. Todo a nuestro alrededor parece tener algo que ver con nuestro drama personal. Cada película, cada novela -si acaso estamos aún en condiciones de ver o leer- parece parafrasear nuestra lamentable aventura, cada canción escuchada en la radio habla sobre nosotros, expone nuestros errores y confirma nuestras humillaciones. He aquí los estados extremos del amor que había querido mostrarles desde hace algún tiempo”.
Y cuando venga la muerte…
Maurice Jaubert, el compositor que hizo la banda sonora de La historia de Adela H en 1975 no pudo nunca asistir al estreno de la película. No se debió a compromisos previamente adquiridos, pues la verdad es que en ese entonces Jaubert llevaba ya treinta y cinco años muerto. La segunda guerra mundial se lo llevó, defendiendo a Francia en pleno combate. En su breve existir había hecho la música de obras cumbres como L´Atalante de Jean Vigo o Le jour se leve de Marcel Carné. Truffaut no estaba dispuesto a que su legado musical permaneciera en el olvido y llevó sus composiciones a Dinero de bolsillo, El hombre que amaba las mujeres y, por supuesto, a El cuarto verde.
Hay una foto de Maurice Jaubert y una del actor Oscar Werner –quien muriera como personaje en Jules y Jim– en ese cuarto lleno de fotos, velas y recuerdos donde “los muertos pueden seguir viviendo” según palabras de Julien, el escritor de obituarios de un periódico que, tras la muerte de su esposa, es sólo “un espectador de la vida”. Truffaut mismo protagoniza ésta, su gran obra de madurez y su homenaje más explicito al amor obsesivo, pero esta vez dirigido hacia la muerte, a la que tanto se refirió en su cine, la que le servia para administrar justicia, para dejar todo en su lugar. En ese cuarto lleno de nostalgia, Truffaut ha podido colocar varias fotos más: la del personaje que interpretaba Gerard Blain, muerto durante la guerra en Les mistons; la de Anne, consumida por la tuberculosis en Las dos inglesas y el continente; a Bertrand, El hombre que amaba a las mujeres; la del jefe de bomberos quemado vivo por Montag en Fahrenheit 451 y la de todos aquellos que en su cine murieron por amor, que es quizá el mejor motivo para morir.
El 12 de agosto de 1983, Truffaut sintió como si “un triquitraque hubiera explotado en su cabeza”. Casi un mes de exámenes especializados llevaron a una conclusión pasmosa: Truffaut padecía un tumor maligno, un glioma en la región frontal derecha del cerebro. Intervenido quirúrgicamente con poco éxito, fue sometido después a radioterapia. Con periodos de fortaleza y ánimo, mezclados con momentos de desesperanza y dolor, Truffaut enfrentó los últimos meses de su vida rodeado de su familia y amigos. Robert Lachenay fue la última persona que lo visitó en su casa, antes de entrar al hospital donde el 21 de octubre de 1984, a las 2:30 pm, su vida terrena terminaría para siempre. Su cuerpo fue cremado y sus cenizas enterradas en el cementerio de Montmartre. François Truffaut había muerto a los 52 años.
Atrás quedaban sus planes de dirigir treinta películas, su debatido libro sobre la vida de los actores, la idea de filmar un homenaje al music hall, llamado L´agence magic y, por supuesto, su proyecto cinematográfico más avanzado, La petite voleuse, sobre una niña ladrona, del cual quedó una sinopsis de cuarenta páginas y que Claude Miller haría realidad en 1989.
Pero hombres como Truffaut no mueren. Perduran en la memoria de los que los amaron y en la de aquellos que, sin conocerlos, los admiraron. De ahí que cuando una película nos emocione el espíritu, nos hable en susurro al corazón y encuentre para nosotros respuestas, sea la oportunidad feliz de recordar que una vez existió un hombre, allá en Francia, que hizo del cine su casa y supo adornarla -he ahí el secreto- con el alma entera.
Publicado en la Revista Universidad de Antioquia no. 269 (Medellín, julio-septiembre 2002) págs 125-140
©Editorial Universidad de Antioquia, 2002
An English version of this essay can be found online at: https://bit.ly/2SftMVi
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.